Hace un par de años una de mis mejores amigas me regaló una chapa que decía: “Machos aliados vais a morir”, la usé hasta que se perdió. Espero que la haya encontrado alguien que sepa apreciarla como yo.
Llevamos ya una larga temporada usando y abusando de la palabra aliado, aliada, nombrando privilegios sin ton ni son, como si “el privilegio” fuera un adjetivo rimbombante que agregar a cualquier sustantivo: privilegio de clase, privilegio cis, privilegio blanco, privilegio delgado, privilegio capacitista y así ad infinitum; pero se nos está olvidando mencionar que por cada privilegio que detentamos hay violencias que ejercemos y que todos esos privilegios están afincados en opresiones. “La opresión” a su vez tampoco es un adjetivo rimbombante, ni una medalla que poder colgarnos en según qué espacios políticos. Las opresiones las encarnan personas que muchas veces están en riesgo de exclusión social en comunidades marginalizadas, en espacios inseguros y cuyas vidas están en peligro. ¿Estamos dispuestas a asumir que tal vez no somos aliadas, sino que lo que buscamos con nuestros activismos es tener la conciencia tranquila pensando que hemos ayudado a alguien desfavorecido? ¿Está el feminismo blanco dispuesto a asumir que hay otro feminismo, uno más real, en las calles, en los barrios y que ser cómplice significa hacerse a un lado y destinar recursos, espacios y plataformas para apoyar a las personas que llevan a cabo una tarea feminista en el seno de las comunidades marginalizadas? Esta es la pregunta central que lanza Mikki Kendall en el ensayo Feminismo de barrio. Lo que olvida el feminismo blanco (Capitan Swing, 2022).
El texto está dividido en capítulos breves que abordan problemas sociales que debieran ser puntos nodales en cualquier agenda feminista: inseguridad alimentaria, educación, atención sanitaria, violencia policial, violencia sexual, feminicidios; pero que, sin embargo, más allá de las necesidades reproductivas más básicas, o el peligro que corren los cuerpos blancos, no encontramos en ninguno de los discursos del feminismo blanco dominante.
Kendall dice: “El feminismo blanco tiende a olvidar que un movimiento que afirma ser para todas las mujeres ha de reconocer los obstáculos que sufren las mujeres no blancas”, esto incluye también a las disidencias sexogenéricas, especialmente a las mujeres trans, contra quienes se lanzan alegatos conservadores biologicistas, se las ridiculiza o se las ignora.
Hasta aquí muchas podrían pensar que el ensayo no aporta nada nuevo, sobre todo las feministas que llevan por bandera la interseccionalidad, otro concepto que se usa y abusa en los últimos tiempos. Sin embargo, lo que Feminismo de barrio hace una y otra vez es bajar a tierra la teoría y encarnarla en personas que luchan por sobrevivir día con día en sociedades racistas, misóginas, lgtbfóbicas, capacitistas, gordófobas y clasistas. Desenreda una madeja de la que muchas hemos sido incapaces siquiera de separar alguno de los hilos que la conforman y, en ese sentido, también acompaña y nos hace sentir, a mí por lo menos, -migrante, racializada, lesbiana y activista-, comprendida y legitimada en mis formas de hacer política.
En el capítulo ‘Aliadas, airadas y cómplices’, dice: “La ira no tiene que ser culta para ser válida. Una mujer airada no tiene que ser agradable ni estar tranquila si quiere ser escuchada […] La rabia puede ser catártica, motivadora, pero, sobre todo, es una expresión de humanidad inherente a cada comunidad. Exigir que las personas oprimidas sean mansas y educadas y reclamar su perdón por delante de todo las deshumaniza profundamente”.
Este es el libro que daría a todas mis compañeras de militancia, a todas mis amigas, a cualquier persona que quiera mínimamente hacer un trabajo reflexivo sobre palabras como privilegio y opresión y plantearse qué lugar ocupa en el mundo y qué está haciendo para que sea un sitio más habitable para todas.
El capítulo ‘Hambre’, que habla de pobreza alimentaria, es sin duda uno de los que resume la situación de millones de mujeres en todo el mundo y a lo que el feminismo dominante no está dando respuesta. La inseguridad alimentaria es un problema que se agrava en las familias monomarentales y que a su vez trae consigo opresiones como la gordofobia y la aporofobia, culpabilizando a las mujeres por su situación de pobreza, como si fuese el resultado de una serie de malas decisiones tomadas por ellas mismas y no un problema estructural de fondo, resultado de un sistema que lanza al grueso de la población mundial a los márgenes. Basada en un gran número de estadísticas sobre la situación de Estados Unidos Kendall afirma que “mujeres, niños y niñas suponen más del 70 por ciento de los pobres del país”.
El derecho a la vivienda es otro de los temas que, para la autora, el feminismo blanco está dejando de lado: “Sabemos que sin un hogar las familias sufren y se ven cada vez más abocadas a la pobreza. Y sin embargo, la tasa de desahucios y los precios de los alimentos no dejan de crecer”. En el Estado español, para no ir tan lejos, en el tecer trimestre de 2021, según la Sección de Estadística del Consejo del Poder Judicial, se realizaron 8.659 desahucios, 22,03 por ciento más que el mismo período del año anterior. Con estas cifras las feministas tendríamos que estar exigiendo el derecho a la vivienda para todas las personas. Recuerdo una frase que resume la situación de muchas familias durante la pandemia, frente al “quédate en casa” de los gobiernos, las activistas por la vivienda preguntaban “¿en qué casa?”.
Vivo en un barrio mayoritariamente latino. En cuanto la temperatura sube y las tardes son más cálidas, en la plaza debajo de mi balcón se juntan dos grupos de chavales latinos, a ambos grupos suelen sumarse algunos blancos y también una que otra chica. Se pasan la tarde, como cualquier chaval de 20 años, bebiendo birras y haciendo bromas, que en absoluto afectan al vecindario. Sin embargo siempre hay un vecino (todas sabemos quién es) que llama a la policía, da igual si son las seis de la tarde o las 11 de la noche. Durante el primer periodo postpandemia solían venir furgones policiales, una de esas veces se bajaron del vehículo y sin mediar palabra empezaron a golpear a los chavales que estaban en la plaza. Todas sabemos también lo que puede pasar si en un barrio como este llamas a la policía porque unos chavales racializados están en grupo; “que somos criminales es algo tan arraigado en el subconsciente colectivo”, dice Mikki Kendall, que no puedo más que pensar que, aunque ella está hablando de Hyde Park, Chicago, lo que plantea es extensible a barrios como Carabanchel, Vallecas, Lavapiés, San Frantzisko, El Raval y muchos otros en el Estado español. No hay que mirar tan lejos para ver el racismo, el sesgo racista y la criminalización de la racialización. Las redadas e identificaciones por perfil étnico van en aumento, la cuestión es por qué el feminismo blanco no está haciendo nada para abordar el problema. “¿Hay algo más estresante que vivir en barrios que parecen estado de sitio? ¿Cómo gestionas tu ansiedad cuando esta es un síntoma de un síndrome de estrés postraumático sin tratar ni diagnosticar?”
En el Estado español, según la activista Fátima Masoud, la población migrante es más propensa a ingresar en hospitales psiquiátricos que la autóctona, en lo que a proporción de población se refiere. Si a esto agregamos que las mujeres no blancas a su vez, están más en riesgo de ser víctimas de agresiones sexuales y que lo más probable es que su agresor sea un hombre blanco, la pregunta ¿qué está haciendo el feminismo dominante frente a esto? resuena con más fuerza. La respuesta la tenemos con una rápida comparativa entre las manifestaciones contra la sentencia del caso de La Manada y las protestas por las violaciones a las jornaleras de la fresa en Huelva: en Madrid 33.000 asistentes frente a aproximadamente 500 (y estoy tirando por lo alto). “Cuando se habla de cultura de la violación debemos pensar quién está en riesgo. Así es, ¿quién está en riesgo por culpa de los estereotipos racistas avalados por los círculos feministas?” Con esta comparativa no pretendo crear una falsa dicotomía ni una lucha de poder entre ellas y nosotras, las blancas y las racializadas, mi intención, como la de Mikki Kendall, es mostrar que, mientras que haya un feminismo que se presuma como aglutinador de todas las mujeres, pero que sin embargo esté sesgado por el racismo, el capacitismo y la transmisoginia, lejos de ser un movimiento emancipador basado en la solidaridad, será un foco de opresión y ejercicio de la violencia por el solo hecho de invisibilizarla.
Frente a esto las mujeres de las comunidades marginalizadas responden con la puesta en práctica de lo que da título al libro: Feminismo de barrio (hood feminism, en inglés). Ese que pone las necesidades básicas en el centro de la práctica política, que muchas veces ni tan siquiera se nombra como feminismo, sino como sobrevivencia.
Para terminar, Feminismo de barrio no es un libro que de lecciones a las feministas blancas desde la superioridad, es un libro honesto, escrito desde la vulnerabilidad, el dolor, la rabia y la dignidad y, por eso, es un texto incómodo, porque no busca verdades absolutas ni universales, sino que enuncia realidades desde la piel, desde las calles en las que mueren chicos y chicas de un disparo, desde el barrio del que se supondría debería sentir vergüenza para poder sentarse en la mesa del éxito. Es también un libro propositivo, que propone la complicidad como herramienta de lucha conjunta, y dice: “Convertirse en una feminista cómplice no es una cuestión de semántica. Las cómplices no solo hablan de intolerancia, hacen algo para derribarla”.
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