En 1959, John Howard Griffin, prestigioso periodista y escritor norteamericano de piel tan blanca como la leche, decidió convertirse en negro. Se trató con el medicamento que repigmenta a los enfermos de vitíligo, se expuso a los rayos UVA, se rapó la cabeza y se tiñó a mano las zonas más difíciles. Después se fue a vivir al sur, Nueva Orleans, Misisipi, Georgia, Alabama, para sufrir en carne propia los verdaderos efectos de la segregación racial. Contó su experiencia en un libro apabullante y conmovedor, Negro como yo,publicado en España por la editorial Capitán Swing. Viviendo como un negro, Griffin descubrió que encontrar un baño público donde orinar era un problema tan grave como cansarse, porque la gente como él no tenía derecho a sentarse en los bancos. Sin embargo, los negros andaban sin cesar, porque pararse era tan peligroso que mirar el escaparate de un cine que exhibiera un cartel con la imagen de una mujer blanca les costaba como mínimo una noche de calabozo. Recuerdo ahora el coraje de Griffin, la emoción que me inspiró su libro. Los gratuitos, casi recreativos asesinatos de ciudadanos negros que incendian Estados Unidos resucitan al monstruo que él retrató minuciosamente en sus páginas. Creíamos que habíamos acabado con él, pero los supremacistas del mundo, en todas sus versiones —racistas, fascistas, explotadores, fanáticos religiosos—, siguen ahí, acechando, latiendo, matando para afirmar su superioridad sobre el resto de la humanidad, su derecho a vivir mejor que los demás, a enriquecerse con la pobreza de los otros. Y todavía dicen que las ideologías han muerto, que todas son iguales, y superfluas. No sé cuántos cadáveres más harán falta para que se callen de una maldita vez.
Autora del artículo: Almudena Grandes
Ver artículo original