Hace 244 años, el 4 de julio de 1776, unos ingleses rebeldes promulgaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. Había que liberarse de las cadenas de los reyes británicos: el nuevo americano empezaba a caminar por la Historia y sería una persona libre que construiría una sociedad justa e igualitaria en un suelo nuevo e inmenso, lejos de los regímenes monárquicos corruptos de la decadente Europa. Éste es el mito fundacional. Con él, el país echó a andar y menos de cien años después, en 1861, llegó la Guerra Civil, que duró cuatro años. El norte antiesclavista, urbano y desarrollado venció al sur esclavista, rural y atrasado. El país, ya unido y reconciliado, se dirigía disparado hacia el futuro. Éste es el segundo mito. Para desmontar ambos, la profesora y ensayista estadounidense Nancy Isenberg ha escrito White Trash (escoria blanca). Los ignorados 400 años de historia de las clases sociales estadounidenses, editado por Capitán Swing. Para Isenberg ambas historias contienen muchas dosis de propaganda y olvidan un factor nuclear: el férreo sistema de clases sociales y el aristocrático clasismo estadounidenses. Si está preparado para ver derribar un mito americano tras otro hasta llegar a los Estados Unidos de Donald Trump, White Trash es su libro.
“John Adams [el segundo presidente de Estados Unidos] decía: todo el mundo necesita a alguien al que mirar por encima; hasta el pobre necesita al perro. Y ésa es, desafortunadamente, nuestra idea de la movilidad social: no la de crear un sistema abierto y justo, sino un sistema en el que, si uno se mueve para arriba, necesita que alguien vaya para abajo. Y esta especie de competición, que excluye en sí la idea auténtica de movilidad social, siempre se ha explotado en Estados Unidos”, explica a Público desde su residencia en Luisiana, en cuya universidad estatal imparte clases.
En su historia alternativa de los Estados Unidos el personaje principal no es un héroe, no son los firmantes de la declaración, no son los presidentes que hicieron esto o aquello, no son los intelectuales de su tiempo, sino esos rostros olvidados en el pasado y el presente del país: el blanco pobre, el comemazorcas, el paleto, la white trash, la escoria blanca. Otra de las víctimas, junto con los esclavos negros o el exterminio de los nativos americanos, de la historia estadounidense. El blanco pobre es esa figura histórica poliédrica y compleja que hace cuatro años dio un puñetazo en la mesa y votó en masa a Donald Trump, a quien vieron como su presidente. De algún modo, aquel magnate neoyorkino blanco, alto, de escasos modales, descarado, gritón, antipolítico, hablaba por y para ellos.
“Ha habido algunos momentos en la historia de este país”, dice Isenberg, “en que los esclavos, los negros libres y los blancos pobres se han aliado para luchar por sus propios intereses y han trabajado juntos como una forma de resistencia contra el terrateniente de la élite, sin embargo, nunca ha sido muy efectiva esta lucha en cuanto a crear una organización política. Por eso, el fenómeno Trump es tan interesante, porque él se presenta como portavoz de los blancos pobres”.
Nancy Isenberg es profesora de Historia de la Universidad Estatal de Luisiana. Su primer libro fue Sexo y ciudadanía en los Estados Unidos previos a la Guerra Civil, de 1998, en el que examina los orígenes del movimiento por los derechos de las mujeres. En 2007 publicó su segundo libro, un ensayo sobre uno de los padres fundadores de los Estados Unidos, Aaron Burr. En 2010 apareció Madison y Jefferson, escrito junto a su marido Andrew Burstein. White Trash fue publicado en 2017 y, tras éste, el matrimonio publicó el año pasado El problema de la democracia. Cómo los presidentes Adams confrontaron el culto a la personalidad, un tema de absoluta actualidad con la presidencia de Donald Trump.
La ‘basura blanca’ y la eugenesia
Trump no está, de todos modos, en el origen de este libro, en el que su autora empezó a trabajar hace ocho años. Mientras trabajaba junto a su marido en el libro sobre Madison y Jefferson, quedó “intrigada en la manera en que éste se refería a los blancos pobres como basura y también en el modo en que puso tanto énfasis en la idea de la herencia, del pedigrí social”. Isenberg se dio cuenta de que el proyecto de Jefferson, su “ideología”, se basaba en la eugenesia: “La necesidad de crear una aristocracia natural y para ello uno debe casarse con la mujer adecuada para tener la descendencia adecuada a la que pasar los rasgos adecuados. Ésas son las dos ideas iniciales que me inspiraron para este libro”, dice.
En White Trash, Isenberg escribe que la utilidad que tenían las colonias americanas para la corona inglesa era, simple y llanamente, “sacar a los parásitos de las calles de Inglaterra y llevarlos a Estados Unidos para que produzcan”. “Puede”, continúa, “que las supuestas tierras baldías de la Norteamérica colonial presentaran al aspecto de un nuevo Canaán, pero lo cierto es que la escoria humana que trabajó en ellas acabó desechada como el resto de desperdicios y, a pesar de fertilizar el suelo son su sudor, le resultó imposible cosechar nada de provecho, menos aún adquirir siquiera un mínimo grado de movilidad social”. Y eso los que lograron sobrevivir porque Isenberg cuenta cómo en el primer asentamiento británico en América, el de Jamestown en 1607, se pasaba un hambre terrible y en él la gente moría como moscas hasta el punto de que el 80% de los nuevos colonos falleció en los siguientes años. El nuevo mundo, aquella arcadia natural, era un vertedero inglés.
El mito de la movilidad social sale destrozado del libro de Isenberg. La independencia de 1776, escribe, “no borró por arte de magia el sistema de clases británico, y tampoco erradicó las arraigadas creencias sobre la pobreza y la deliberada explotación de la fuerza de trabajo humana”. La basura humana, sobre todo la escoria blanca y los esclavos negros, era considerada “un despojo humano o una simple basura y continuaría siendo material desechable hasta bien entrados los tiempos modernos”.
Movilidad sobre el territorio, pero no social
Para Isenberg, el mito de la movilidad social en Estados Unidos es un cuento: “En realidad, es movilidad en el territorio, espacial, se confunde una por la otra. Es una idea que está ya en Jefferson”, explica a Público, “tiene que ver con la expansión hacia el oeste. Si uno era pobre y vivía en los territorios de las antiguas colonias, uno podía migrar hacia el oeste y establecerse allí y muchos lo hicieron. Pero eso nunca fue movilidad social ascendente, porque muchas de esas personas jamás tuvieron tierra en propiedad, que al final tomaban los grandes propietarios y los especuladores”.
Esta receta, dice Isenberg, “es la que se aplica actualmente. En 2016, la National Review [un medio conservador] escribió que si uno era pobre y no tenía trabajo lo que tenía que hacer era hacer las maletas y moverse. Ésa fue la solución que dieron los conservadores a la pobreza y el desempleo. No fortalecer los servicios sociales, no mejorar la economía de la gente. Se confunde la movilidad territorial con la movilidad social. Es realmente perturbador ver cómo esa idea todavía persiste”.
La idea de las clases sociales férreas e inamovibles se sustenta en dos principios: el de crear en Estados Unidos una élite gobernante a modo de aristocracia y en una especie de orden natural, muy anclado en las ideas religiosas. “Al principio del libro abordo la idea del puritanismo en Nueva Inglaterra y en cómo la idea del elegido y justifica el concepto de que los hijos de los elegidos están más cerca de dios”, dice Isenberg, quien incluso alerta de que “en el siglo XVIII en Virginia la religión no era tan poderosa como lo es hoy. Entonces, muchas personas de la élite, como Jefferson, estaban también muy influidos por la Ilustración, otros como Washington estaban vinculados a la iglesia anglicana, y tenían un enfoque hacia la religión más de dejar hacer”.
La basura blanca, el racismo y la esclavitud
Así que en aquel nuevo país liberado de las cadenas de la monarquía y en el suelo del Nuevo Mundo abundante, la basura blanca, la morralla humana, los paletos, estaban condenados a estar abajo del todo y sus hijos también y los hijos de sus hijos, eran una raza inferior, contenían una tara puesto que, perversamente, su condición social era la prueba misma de su tara, “y lo mismo pasó con la esclavitud”, dice la autora.
“Inicialmente, gente como Jefferson o Patrick Kennedy admitieron que la esclavitud estaba mal, iba contra la Ilustración, y aunque muchos de los propietarios de esclavos y de gente que habla de los blancos pobres como escoria blanca, no eran religiosos ni pertenecían a ninguna iglesia, el enfoque más religioso posterior lo justificó todo e hizo la esclavitud y el sistema férreo de las clases sociales prácticamente inamovibles compatibles con la fe religiosa”, dice Isenberg.
La idea de esta escala social unida a la de la creación de una aristocracia norteamericana, defiende la autora en White Trash, se apoya en unos cimientos racistas y esto se ve, dice Isenberg, en gente como Benjamin Franklin o Thomas Paine, dos de los padres de la nación: el último, por ejemplo, pensaba que “los norteamericanos de ascendencia europea estaban dando origen a una nueva raza, una raza especialmente adaptada al libre comercio”.
“Todos los Estados crean mitos”, dice a Público Isenberg, “y en Estados Unidos el mayor fue el de 1776, con una independencia que, de alguna manera, rechazaba el sistema de clases, la monarquía, las aristocracias, las élites. Pero ¿cuál es la realidad? Que Estados Unidos creó una aristocracia de los ricos y replicamos muchas características de la aristocracia tradicional, clubes secretos, por ejemplo, y creamos un sistema que refuerza la idea de que hay una élite gobernante y dominante, y, de hecho, la estructura del puesto de presidente ha adquirido tintes de ser una monarquía más que otra cosa, dándole cada vez más y más poder al presidente. ¿Por qué incluso tenemos hasta una primera familia o una primera dama?”, critica.
La guerra del último contra el penúltimo
En cuanto al segundo mito, el esclavismo y Guerra Civil, Isenberg dice que la cosa es más compleja de cómo se plantea: “Es cierto que la esclavitud fue el tema central por el que el Sur confederado se separó, porque era la base de la economía de los propietarios de esclavos. Lo que es irónico y la gente no lo acepta”, prosigue, “es que la mayoría de los estadounidenses en ese momento no tenía esclavos y una porción importante de esos no poseedores de esclavos se rebelaron contra la Confederación porque decían que por qué tenían que meterse en una guerra si ésta nada tiene que ver con sus intereses”.
Incluso, Isenberg asegura que en la Guerra Civil “hubo Estados donde había esclavitud que no se unieron al Sur confederado, como Virginia Oeste. La aristocracia del Sur acusaba al Norte de ser muy radical y temían que hubiera allí una revolución de clases porque permitían votar a los blancos pobres”. Y así es como se llegó a la situación, en el Sur, en que “las élites manipularon a los pobres blancos usando el miedo al negro y el esclavo libre hasta que los pobres acabaron viéndolos como sus enemigos”. Es una jugada de las élites dominantes para dinamitar la lucha de clases y convertirla en la guerra del último contra el penúltimo en un escenario además, como la guerra, en que las divisiones de clases se hacen más patentes que nunca, dice Isenberg, puesto que no todas las clases sufren igual sus consecuencias. En el campo de batalla, de nuevo, el material con que se hace la guerra es la carne de la escoria blanca.
“Pero este patrón no ha sido exclusivo de las élites del Sur”, dice la historiadora. “Se ha usado en la política americana muy a menudo, y también pasó después mucho en el Norte, cuando se enfrentó a los blancos americanos frente a los inmigrantes que llegaban a los Estados Unidos”.
Elvis Presley, primer héroe de la ‘escoria blanca’
Pero si ha habido un punto crucial en la historia reciente de Estados Unidos, éste llegó en las décadas de los 30 y 40, primero tras el crack del 29 y después tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, Roosevelt lanzó el New Deal; por otro, con una Europa destruida, Estados Unidos se convirtió en una colosal potencia industrial. “Lo interesante cuando se analiza la Gran Depresión es que una parte central de la población estadounidense quedó fuera del mercado de trabajo y, por primera vez, los estadounidenses no pudieron culpar a la gente de no tener trabajo o de ser pobres por ser perezosos”, dice Isenberg.
Tras el New Deal (entre 1933 y 1939), el país venció en la Segunda Guerra Mundial (1945) y a partir de aquí y por ambas cosas “se llegó a la primera vez que Estados Unidos tuvo una clase media estable y no lo hizo el libre mercado sino las políticas del gobierno. Gente que antes no podía comprar una vivienda ya podía tener una en propiedad. Eso fue un cambio muy importante porque incluso en los Estados Unidos de hoy, la inversión principal que hace un ciudadano es en su vivienda”, dice Isenberg. “Además, debido a la guerra y a la devastación de Europa, de repente industria americana se convirtió en dominante en el mundo. La expansión de la General Motors entonces es símbolo de eso”, añade.
Fue en esos años dorados cuando “llegó una expansión de una clase media trabajadora en la industria que estuvo bien pagada. Los suburbios se expandieron y ahí se vio a una clase, en su mayoría clase media blanca, instalándose con sus viviendas. No eran trabajadores con formación universitaria, pero podían tener una casa en propiedad y vivir en una comunidad y podían enviar a sus hijos a la universidad. Fue una transformación masiva porque la clase trabajadora se fue convirtiendo en clase media”, dice Isenberg.
Tras el impulso de Roosevelt, llegó otro momento crucial, ya en los años 60: el de Lyndon B. Johnson, que llegó a la presidencia tras el asesinato de Kennedy y quien, tras ganar su reelección, estuvo de presidente hasta 1969. Johnson, además de aprobar la ley de derechos civiles y la de de derecho al voto, con las que, entre otras cosas, dio plenos derechos a la población negra por primera vez, impulsó el proyecto de la Gran Sociedad, también destinado a la solidez de la clase media y la clase obrera, para sacar a millones de blancos pobres, sobre todo en el sur, del pozo de la miseria.
La importancia de Lyndon B. Johnson fue tal que para la campaña presidencial de 1964, Elvis Presley colocó en su parachoques una pegatina que decía: All the way with LBJ (Hasta el final con Lyndon B. Johnson), uno de los lemas electorales del presidente. ¿Por qué? Johnson, como Elvis, eran sureño; aquél, de Texas; el cantante, de Mississippi. Johnson, que no pertenecía a ninguna familia de élite, puso su foco en el sur y eso es hablar de la escoria blanca, de los pobres blancos ignorados y despreciados históricamente por la aristocracia y por la clase urbana alta y hasta media. Johnson, dice Isenberg, se dio cuenta de que el sur era clave para el desarrollo siempre que se olvidara de la nostalgia confederada.
Y ahí es donde entra en juego el mito de Elvis. “Todo en él es fascinante, cómo su imagen evolucionó con el tiempo, cómo un chico pobre de Mississippi se las arregló para mudarse a Memphis con su madre, la casa en la que vivía que era como una plantación sureña. Él fue el primer héroe de y para la escoria blanca. Los conservadores lo atacaban, odiaban la manera en que bailaba, lo acusaban de contribuir a la violencia juvenil”, dice la historiadora. Y además Elvis lo que hacía era música negra.
Hasta cuando Bill Clinton, otro sureño, se lanzó a la carrera presidencial se presentó como el Elvis de Arkansas. “Porque esa nostalgia blanca del Elvis de los 50 podía apreciarla sólo la clase media y trabajadora blanca del sur”, dice Isenberg. Porque lo cierto es que, como recuerda la autora en White Trash, Elvis dijo en 1956: “Confieso que soy un chico de campo puro y duro y un chalado de la guitarra”.
“Trump, como Reagan, ha invocado el darwinismo social”
Fueron unos años mágicos y turbulentos en los Estados Unidos. Pero los 60 terminaron y llegó el país de Richard Nixon que retrató Hunter S. Thompson, un país que olía ya a descomposición. En enero de 1978, cinco meses después de la muerte de Elvis, empezó la revolución islamista iraní que desató la crisis mundial del petróleo. Estados Unidos estaba bajo la presidencia de Jimmy Carter, sureño de Georgia. Carter no era un pez gordo, ni de clase alta, ni pertenecía a ninguna familia política ni en Atlanta ni en Washington: era un cristiano evangélico discreto, austero y corriente. Pero a Carter le tocó gestionar una época turbulenta y en crisis y pronto la oposición lo tachó de un tipo sin nervio y un meapilas. Así que en 1980 se enfrentó a Roland Reagan y perdió. Y con Reagan, dice Isenberg, el sueño americano, las esperanzas de la clase media, se sepultaron. “La clase trabajadora había estado convirtiéndose en clase media, pero todo esto explotó con las políticas de Reagan. Él, como Trump ahora, invocó nociones del darwinismo social: los ganadores, la gente que debe ser recompensada si tiene éxito y a quién le importa la gente que fracasa”, dice Isenberg.
“Ahí empezó el ataque republicano para desmantelar los sindicatos, para tener una base de trabajadores nueva a la que explotar. De ahí salen luego los discursos de Trump de reindustrializar el país para hacer un giño a la clase trabajadora, que aún tiene ese recuerdo de aquellos años 50 y 60, ¡aunque por supuesto Trump no hace nada para volver a ese modelo!”, dice la historiadora. “Por eso, Biden combate ese marco para presentarse como el candidato de Scranton, Pennsylvania, de la clase trabajadora, frente a Trump, el millonario de la élite que ha entrado en el club de la élite que dirige el país”, dice Isenberg.
Reagan, que era un actor de Hollywood, metió a la presidencia en el mundo del espectáculo. “A pesar del mito fundacional de rechazar la monarquía y la aristocracia”, dice la profesora de la Universidad de Luisiana, “en Estados Unidos no ha dejado de ganar importancia la idea del presidente como neomonarca. Esto se ha ido convirtiendo en un elemento cada vez más importante porque hay un culto a la celebridad y las presidencias que más han hecho en este sentido fueron primero la de Kennedy y después la de Reagan. Es sorprendente que nos hayamos movido en una dirección cada vez más conservadora en este sentido”, critica la historiadora.
“El peor problema que implica Trump no sólo es que es el primer candidato televisivo, después de que Sarah Palin le allanara el camino, y él ha convertido esta democracia en un programa de entretenimiento, le preocupa más esto que las políticas”, dice Isenberg, que alerta de que con este nuevo republicanismo americano “muchos de los progresos e instituciones que se crearon para la clase media sufrieron un retroceso en la administración Reagan, que demolió muchos elementos de la Gran Sociedad y del New Deal, y lo siguen haciendo hoy los republicanos en sus ataques al Obamacare y a la Seguridad Social”.
Los republicanos de ahora “no creen en un sistema que beneficie a la mayoría sino en el mercado libre en un sistema que premie a un selecto grupo de ganadores, y ése es, irónicamente, el enfoque de Trump del ganadores frente a perdedores, en sus proyectos más ambiciosos como el recorte de impuestos, que no ayuda para nada a la clase trabajadora que lo vota, en absoluto”, dice la historiadora.
Para Isenberg, esta polarización provoca que “Bernie Sanders caiga en el otro extremo y focalice todo en el poder del 1%, que tampoco es la solución porque él achaca todos los problemas de las clases sociales a ese 1% más poderoso, un porcentaje muy reducido de la población y lo que sostengo en mi libro es que en la cuestión de las clases sociales en Estados Unidos también está el hecho de que hay una clase media que quiere distinguirse a ella misma de la clase que está más abajo, ellos quieren sentirse que son superiores a esa escoria blanca“, dice.
Todo esto resulta en un cóctel social y político explosivo, sobre todo cuando hay unas elecciones a la vuelta de la esquina que pueden provocar una colisión bestial y violenta del sistema de clases: “Mi principal preocupación es que si Trump pierde las elecciones, muchos de los grupos que votan a Trump y que lo ven a él como su representante son grupos con milicias, grupos armados. Estoy muy preocupada por que pueda desatarse la violencia. Esa gente dirá: nuestra única fuente de identidad, sin Trump, son los grupos de la milicia y las armas”, dice Isenberg, que concluye: “Es deprimente ver a estos grupos movilizados en las manifestaciones del Black Lives Matter. Esta situación es muy preocupante porque esto fue lo que pasó en la Guerra Civil”.
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