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Invisibles en una ciudad invisible

Por Historia y Vida  ·  27.09.2017

Por extraño que parezca, no se había publicado hasta ahora un libro sobre lo vivido en la segunda ciudad japonesa objeto de un bombardeo atómico. Con Hiroshima –golpeada tres días antes, el 6 de agosto de 1945– como emblema del ataque, Nagasaki siempre ha quedado de algún modo en segundo plano. Tampoco se habían divulgado ampliamente los efectos a largo plazo del bombardeo. La norteamericana Susan Southard ha dedicado ocho años a documentarse y entrevistar a supervivientes, historiadores, médicos, psicólogos y otros expertos para averiguar su impacto en ellos y su círculo a lo largo de más de setenta años. El resultado, Premio Literario de la Paz de 2016, retrata un fenómeno colectivo a través, sobre todo, de lo contado por cinco supervivientes, entonces adolescentes, situados a distinta distancia del hipocentro el día fatídico. El calvario de los hibakusha (afectados por la bomba atómica) fue mucho más allá de las heridas inmediatas. En la mayoría de los casos quedaron secuelas y dolores físicos de por vida, así como una mayor pro- pensión a padecer determinadas enfermedades. En el plano psicológico, los traumas para los supervivientes eran aplastantes. La pérdida de familiares y amigos muertos en el ataque, pesadillas recurrentes, sentimiento de culpa, miedo a enfermar. Aquellos con cicatrices visibles cargaban con el tormento de su aspecto y la vergüenza de saberse observados. Había serios problemas a la hora de encontrar trabajo (las empresas temían verse afectadas por los problemas de salud de sus empleados), dificultades en ser aceptados para casarse y terror a transmitir malformaciones o patologías a sus hijos. La mayoría ocultaron su condición para no ser marginados.


Campaña de silencio

Southard explica bien los motivos del generalizado desconocimiento sobre lo experimentado por estas personas, empezando por el sistemático desmentido o minimización de lo ocurrido por parte del gobierno estadounidense. Las autoridades de ocupación, decididas a evitar que el bombardeo se convirtiera en un arma arrojadiza contra Washington, establecieron una hermética censura informativa (también en EE. UU.) que dificultó el trabajo de los médicos, que no sabían a qué se enfrentaban, y la lucha de los enfermos, que no sabían qué les estaba ocurriendo. La negación llegó al paroxismo. Ante algunas informaciones filtradas, el general Leslie Groves, director del Proyecto Manhattan, declaró a finales de 1946 ante el Senado que la muerte por exposición a altas dosis de radiación no provoca un “especial sufrimiento” y es “una forma muy agradable de morir”. Decir que es todo lo contrario se queda corto. Veinticinco años tendrían que pasar para que EE. UU. empezase a facilitar el acceso a los estudios y el material que poseía sobre los efectos de la bomba. Aun así, los norteamericanos hicieron un gran trabajo de desinformación: según una encuesta de 1995, uno de cada cuatro estadounidenses no sabía que su país había lanzado bombas atómicas contra Japón.

El momento de hablar

La ampliación del club nuclear y el nacimiento de la bomba de hidrógeno indignaron a los hibakusha. Algunos sintieron la necesidad de romper su silencio y contar por lo que estaban pasando. El activismo antinuclear daría sentido a la vida de muchos de ellos. También la lucha para que el gobierno japonés contribuyese económicamente al tratamiento de los enfermos, algo que solo se consiguió con dificultad y con resultados parciales.
El libro de Southard ilumina la complejidad de los efectos del ataque y refleja el debate que todavía genera en EE. UU. su valoración. Perturbador, sin caer en excesos de dramatismo, Nagasaki destapa un sufrimiento que se ha pasado injustamente por alto en Occidente durante décadas. En palabras de uno de los supervivientes, “la base de la paz es que la gente entienda el dolor de los demás”.

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