Hace unos días cayó en mis manos el libro ‘Mujeres de ciencia – 50 intrépidas pioneras que cambiaron el mundo’, escrito e ilustrado por Rachel Ignotofsky (Capitán Swing Editorial). Una joya que os recomiendo. En Efecto Doppler, el magnífico magazine sobre ciencia, música, arte, fotografía y ensayo que emite RNE de la mano de Laura Barrachina, tuvieron la genial idea de hablar sobre él. Ya sabemos que todos los movimientos artísticos o científicos tienen padre. Y, casi todos, madre también. Pero de esa maternidad no nos han hablado o nos han hablado menos porque, en algunos casos, si participaban era poquito para después ni nombrarlas, contaba Barrachina. Ha pasado en el arte, la literatura, la ciencia… Es un disfrute comprobar que el relato va cambiando, comprobar que si te contaron el cuento de esa manera no significa que la realidad fuera así. Miguel Ángel Delgado, novelista y divulgador científico, autor de Las calculadoras de estrellas (Destino), se pone el casco de minero en Efecto Doppler y se aplica en iluminar zonas ocultas. Ocultas hasta ahora. Hablamos de mujeres, en este caso, científicas. Y todo ello porque lo que escapa aún al gran público es que las bases de la Astronomía moderna se deben a la contribución de un grupo anónimo de mujeres que han sido silenciadas y que ahora comienzan a tener el reconocimiento que muchas no alcanzaron en vida.
Qué mejor que en pleno mes de noviembre, cuando se conmemora el 150 aniversario del nacimiento de Marie Curie, nos pongamos reivindicativos. Un argumento rápido: si echamos un vistazo a la orla del Nobel, entre las más de 500 mentes preclaras que fueron laureadas en las disciplinas de Física, Química y Medicina desde 1901, apenas hay una quincena de mujeres, leo en prensa. La ciencia tiene una deuda con ellas. De fondo, la BSO compuesta por Hans Zimmer y Pharrell Williams para Figuras ocultas, filme sobre las denominadas ‘mujeres calculadoras’ que trabajaron para aquella incipiente NASA… Un breve fragmento para que se sitúen: 1962. John Glenn se preparaba para convertirse en el primer estadounidense en orbitar alrededor de la Tierra, el segundo del mundo después de Yuri Gagarin. Supondría un hito importantísimo, alcanzar al rival soviético en la carrera espacial. Pero, Glenn pidió a sus ingenieros algo: “Poned a la chica”. Se refería a que realizara las mismas ecuaciones que antes habían sido programadas por el ordenador. Ella, con la única ayuda de una calculadora manual y su prodigioso cerebro, se dispuso a calcular la viabilidad del histórico lanzamiento: “Si da su aprobación, estoy listo para salir”.
La presencia de estas mujeres ha sido determinante muchas veces. El problema es que no se ha contado o no se ha contado así. Por eso, nos impacta haber vivido en la ignorancia de su existencia. Y es turbador conocer que no sólo no recibían el Premio, su trabajo servía para dar el Premio a hombres. Es el caso de Lise Meitner, descubridora de la Fisión Nuclear, que tuvo que ver como el galardón iba a su compañero Otto Hahn. Uno de los casos más sangrantes fue el de Rosalind Franklin. Rosalind descubrió la estructura de la vida, que el ADN se configura en una doble hélice. James Watson y Crick le robaron su trabajo, incluida la primera foto de esa doble hélice que vieron sin su permiso e hicieron suyos sus descubrimientos. El hecho de que ella falleciera de un cáncer con sólo 37 años permitió, para más INRI, que se borrara cualquier rastro de la verdadera maternidad del descubrimiento. Otro caso: Jocelyn Bell y su descubrimiento de los púlsares, estrellas de neutrones que giran y emiten un rayo de luz que se apaga y enciende como el de un faro. Pero, el mérito se lo llevó su director de tesis.
Y, estamos hablando de casos casi modernos. Ellas pudieron acceder a unos estudios: “Existen otros más silenciados. No fue hasta finales del siglo XIX y principios del XX cuando algunas pudieron empezar a estudiar en las universidades. Y no era por tema económico, es que tenían prohibido aparecer por ahí”. Por eso es importante subrayar casos como el de Mary Anning quien, a principios del XIX, descubrió unos fósiles de dinosaurios trascendentes para el estudio del origen de la tierra. Ni que decir tiene que no le fue permitido publicar sus trabajos, lo que no impidió que fueran profusamente utilizados por otros científicos que los publicaron como propios. Más: Ada Lovelace, hija del poeta inglés Lord Byron, que trabajó con Charles Babbage en el diseño del primer lenguaje de programación… En general, encontramos similitudes en esas pioneras, cuenta Miguel Ángel Delgado: “Se encargaban de disciplinas que se podían aprender en casa con tutores o de forma autodidacta. Por eso lo que más abundan son las matemáticas como Mary Somerville o astrónomas como Maria Mitchell. Actividades que, aunque excéntricas, podrían estar entre las actividades de ocio de familias burguesas. Ese estatus personal les permitía dedicarse a ello como Marie Lavoisier, esposa de Antoine. Hoy sabemos que si a él se le considera el padre de la química moderna, ella sería la madre porque hicieron el trabajo a cuatro manos”.
Cuántos casos más que no han sido conocidos… Para saber más, podemos pasarnos por webs como Mujeresconciencia.com de la universidad del País Vasco; la exposición Mujeres Nobel, que homenajea y da a conocer a una selección de doce mujeres galardonadas (incluidas Irena Sendler y la española Concha Espina, que estuvieron a punto de conseguirlo), actualmente en el Museo Nacional de Ciencias Naturales. Y, esta semana, hemos sabido que el CSIC cuenta con la primera presidenta mujer, Rosa Menéndez. Pero, no nos engañemos. Hay mucho trabajo por hacer. Lograr que la presencia de mujeres científicas sea real y algo que no sea excéntrico ni ajeno a una estereotipada concepción de una supuesta femineidad.
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