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Mona Eltahawy: “La izquierda está tan obsesionada con no parecer islamófoba que ha terminado aliándose con los conservadores árabes”

Por The Objective  ·  06.04.2019

Mona Eltahawy (Puerto Saíd, 1967) es una mujer que ha pasado toda su vida con un pie en Oriente y otro en Occidente; cuando era niña se mudó con sus padres a Londres, más tarde recaló en Arabia Saudí, posteriormente regresó a Egipto para cursar estudios universitarios, después ejerció de corresponsal regional y a día de hoy vive en Nueva York. En algún momento del periplo llegó a la conclusión de que el feminismo es vital para que el mundo árabe abrace la democracia. Con esa idea en mente voló hasta El Cairo para participar en las protestas que tuvieron lugar en 2011 contra el dictador Hosni Mubarak. Durante una de las manifestaciones fue arrestada, interrogada y agredida. Aquella jornada la terminó en el hospital con varios huesos rotos y una enfermera sugiriendo que se había dejado agredir sexualmente por los agentes de policía.

Lejos de acobardarse, este incidente lo que hizo fue espolearla. Mona regresó a Egipto dos años después para escribir El himen y el hiyab, un ensayo que se publicó en 2015 y que la editorial española Capitán Swing acaba de traducir al castellano. El libro –una mezcla de reflexiones políticas, datos duros y vivencias personales– sostiene dos tesis. La primera dice que las mujeres árabes no sólo deben luchar contra el dictador de palacio; también deben rebelarse contra todos esos dictadorzuelos que habitan su realidad cotidiana. La segunda tesis apunta de lleno a la izquierda occidental: Eltahawy pide a los progresistas europeos y norteamericanos que abandonen su relativismo cultural y su condescendencia. Que se quiten de en medio y permitan a las propias mujeres musulmanas decidir si quieren cubrirse o no la cabeza.


Tu ensayo se publicó por primera vez en 2015. ¿Cuánto ha cambiado el mundo árabe desde entonces? En otras palabras: si tuvieras que sentarte a escribir este libro de nuevo, ¿qué cambiarías?

Lo que haría sería coger el prólogo que he escrito para la edición española, que salió hace unos meses, y expandirlo. Es decir: me centraría en los progresos que han conseguido recientemente las mujeres en Túnez y Arabia Saudí, y en dos casos muy concretos registrados en Egipto que podrían desembocar en un movimiento #MeToo a escala local.

[Nota del periodista: en la edición de Capitán Swing la traductora, María Porras Sánchez, ha actualizado todos los datos que aparecen en el manuscrito original. Estas actualizaciones dan cuenta de una ligera mejora en las condiciones de la mujer en la región.]

En el prólogo a la edición española también dices que la revolución política que ha sacudido el mundo árabe en los últimos años no ha ido acompañada de una revolución social y sexual que a ti te parece fundamental para que las cosas cambien de verdad.

Eso es. Uno de los motivos que me llevaron a escribir este libro fue ver a tantísimas mujeres manifestándose junto a los hombres contra sus respectivos regímenes. Porque, claro, la pregunta surgió al instante: cuando esas mujeres vuelven –volvemos– a casa, después de haber hecho la revolución, y se encuentran al hombre con el que han estado codo con codo en la calle… ¿tienen delante a un patriarca? Es decir: ¿esos hombres son revolucionarios a tiempo parcial, sólo en las plazas, o también aceptan que hay que hacer la revolución dentro del hogar? Ahora, como explico en ese mismo prólogo, se empiezan a ver algunos cambios en esa dirección.

Cuando comienzan las revoluciones políticas en el mundo árabe y tú propones añadir el elemento sexual al movimiento revolucionario la respuesta que obtienes, invariablemente, es “ahora no es el momento”.

Te decían que tenías que esperar, que había otras prioridades sobre la mesa; liberar a los miles de prisioneros políticos que se estaban pudriendo en las cárceles del dictador, terminar con la tortura… bien, vale, pero ¿y las mujeres? ¿Qué pasa con nosotras? ¡Somos la mitad de la sociedad! Lo siguiente era argumentar que en esos países nadie es libre, y que por qué las mujeres pretendían ser libres antes que nadie. Yo contestaba que en el aspecto político tenían razón; que nadie es libre debido a la existencia de un dictador que ocupa el palacio presidencial mientras oprime a todo el mundo. Ahora bien: ¿qué hacemos las mujeres con cada pequeño dictador que nos cruzamos en la calle? ¿Y con los dictadores que tenemos que aguantar en el dormitorio? Eso es lo que no entienden muchos hombres. Mientras ellos tienen que enfrentarse a un dictador –el dictador político– nosotras tenemos que enfrentarnos a tres tipos de dictadura: la política, la de la calle y la del dormitorio. Ahí es donde entra la importancia de llevar a cabo una revolución política, social y sexual. Además, si sólo te embarcas en la revolución política terminas como ha terminado Egipto: con un grupo de hombres peleándose contra otro grupo de hombres. ¿Qué pinto yo en esa batalla?

No sé si conoces un libro llamado Excellent Daughters (Penguin). La autora es una periodista estadounidense, Katherine Zoepf, que trabajó mucho tiempo en la región.

Conozco el libro y conozco a Katherine, sí.

Pues resulta que entrevisté a Zoepf hace un par de años. Una de las cosas que me dijo durante aquella entrevista es que la revolución que terminará empoderando a las mujeres árabes lleva años en curso. Lo que ocurre es que se trata de una revolución silenciosa a la que casi nadie está prestando atención: la entrada en el mercado laboral. ¿Estás de acuerdo?

Es cierto que cuando una mujer entra en el mercado laboral, y cada vez más mujeres árabes lo están haciendo, percibe un sueldo y eso implica ciertas libertades que antes no tenía. No obstante, me parece que conformarse con eso es conformarse con poquísimo. Entre otras cosas porque el sistema patriarcal que rige no sólo las sociedades árabes sino prácticamente todos los países del mundo impide que exista una igualdad salarial. Y esa es mi lucha: la destrucción del sistema patriarcal. Pero volviendo a tu pregunta, vamos a centrarnos en Arabia Saudí. Sí, allí las mujeres han ido entrando poco a poco en el mercado laboral. Sucede que, como bien indica la activista saudí Hala Aldosari, esa apertura se ha dado con la bendición del régimen y sólo porque el régimen necesita más fuerza de trabajo por razones meramente económicas. Es decir: es un cambio que no se da porque alguien crea que las mujeres, si quieren, están en todo su derecho de trabajar. Se da porque el régimen necesita más consumidores. ¿Y cómo consigues consumidores? Dando trabajo y repartiendo sueldos. Y eso, para mí, no es ninguna revolución feminista. No quiero que haya cada vez más mujeres que trabajen sólo para poder consumir. Lo que quiero es que las mujeres –las saudíes en este caso concreto– sean libres.

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“No quiero que haya cada vez más mujeres que trabajen sólo para poder consumir”. | Foto: Carola Melguizo | The Objective

Pero un salario aporta una mayor autonomía. Otorga poder de decisión.

Cierto. Un salario permite, por ejemplo, que si tu marido te maltrata tú puedas marcharte de casa sin temor a morirte de hambre. Y me parece bien. Pero insisto: el techo no puede ser ese. Tenemos que ser mucho más ambiciosas. Eso por no hablar de las imposiciones que algunas mujeres deben aceptar para poder trabajar.

¿Por ejemplo?

Estar obligadas a lucir un hiyab.

Si el mercado laboral, como argumenta Zoepf, no es suficiente para cambiar las cosas, ¿dónde hay que apuntar?

Al sistema legal. Ahí reside buena parte de la misoginia que sufren las mujeres árabes. No hay más que observar el Derecho de Familia que rige en todos esos países. Fíjate, por ejemplo, en el de Dubái: dice que un hombre puede golpear a su mujer y a sus hijos siempre y cuando no les deje marcas. Y hablamos de Dubái; un lugar que se presenta en Occidente como Las Vegas de Oriente Medio. En otros países aparentemente más conservadores como Arabia Saudí la ley dice que toda mujer necesita un guardián. Un hombre –su marido, su hermano, su hijo– que dé el visto bueno a las decisiones que esa mujer toma. Todo eso es lo que hay que destruir.

En el libro comentas algo que me ha llamado la atención: la existencia de un movimiento feminista en países como Egipto a principios del siglo XX.

Precisamente, uno de los objetivos de este libro es mostrar que el feminismo no es un fenómeno reciente en la región. Esto es importante señalarlo porque en el mundo árabe hay muchos conservadores que presentan el feminismo como la última moda procedente de Occidente, intentando así desacreditarnos. Asimismo, muchos observadores occidentales, los más relativistas, claro, opinan algo parecido; que el feminismo es una moda occidental que se les está imponiendo a las mujeres de la región.

¿Cuándo empezó esa tradición feminista?

En mi ensayo hago referencia a una mujer egipcia llamada Huda Shaarawi que, en 1923, decidió quitarse el velo que cubría su rostro. Lo hizo nada más regresar de una conferencia feminista que se había celebrado en Italia. En otras palabras: en Egipto, en los años 20, había mujeres que asistían a congresos feministas en el extranjero. Congresos feministas que lo que intentaban era fomentar una red feminista global. ¡No me digas que eso no es algo increíblemente progresista para los estándares de la época! Conviene aclarar, no obstante, que Huda Shaarawi era una mujer de clase alta, perteneciente a una familia de la élite, que se sabía protegida por su entorno. Con todo, lo importante es que esta mujer usó su privilegio, su clase, para dar un golpe sobre la mesa y decir que el velo era un anacronismo, un objeto del pasado. Esto, repito, sucedió en los años 20. ¡Y todavía seguimos debatiendo lo mismo!

Tú te consideras heredera de esta mujer, pero ella hizo lo que hizo hace casi un siglo. Me gustaría saber qué sucedió con las generaciones inmediatamente posteriores a la suya. ¿Alguien siguió su ejemplo?

Hay otro episodio feminista que sucedió algunas décadas más tarde, en 1952, cuando un grupo de militares derrocó al rey y terminó, así, con la ocupación británica de Egipto. Una de las promesas que hicieron estos militares –que eran muy populares entre la población– fue decir que otorgarían a las mujeres el derecho a voto. Esa promesa nunca se cumplió y dos años después un millar de mujeres ocupó el Parlamento y exigió su derecho a votar. Muchas de estas mujeres, que por cierto lucharon en la Guerra de Suez contra los británicos, franceses e israelíes, comenzaron una huelga de hambre para que alguien hiciera caso. Finalmente, dos años después, en 1956, el derecho a votar fue concedido a todas las mujeres del país.

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“En el mundo árabe muchos presentan el feminismo como la última moda de Occidente. Es su forma de desacreditarnos”. | Foto: Carola Melguizo | The Objective

¿Qué sucedió con esta segunda ola de feminismo?

Terminó con Gamal Abdel Nasser, el gran héroe de la independencia de Egipto, que en un principio llevó a cabo reformas positivas para el país –como implantar la educación gratuita– pero que al poco tiempo comenzó a comportarse como un tirano. Combatió la libertad de expresión, por ejemplo, y prohibió los partidos políticos argumentando que eran un peligro para su revolución. A raíz de esto se alzaron varias voces críticas contra Nasser. Una de ellas era la de Doria Shafiq, una de las feministas que había liderado la ofensiva para conseguir el derecho a votar. La respuesta de Nasser consistió en arrestar a Shafiq, cerrar una revista feminista que había puesto en marcha, borrar su nombre de cualquier legado que pudiera haber dejado y ponerla bajo arresto domiciliario. Shafiq estuvo bajo arresto domiciliario 18 años –15 años con Nasser y los tres restantes con su sucesor Anwar Sadat– hasta que decidió quitarse la vida. Eso es lo que pasa con las feministas de mi país. No importa quién está al mando, si un monarca, un militar, o los Hermanos Musulmanes, porque la máxima siempre es la misma: hay que silenciarlas.

¿Y después de Shafiq…?

Otro referente es Nawal El Saadawi. Una figura que emerge a comienzos de los 70 y que llega a ser nombrada ministra de Sanidad. Fue una de las primeras doctoras del país y además alguien que siempre ha hablado abiertamente de su propia mutilación genital. Ella también terminó encarcelada por criticar a Sadat. A propósito de esa experiencia escribió un libro muy famoso titulado Memorias de la cárcel de mujeres (Horas y Horas).

Efectivamente, parece que existe una tradición feminista sólida en Egipto…

Y ahora estamos nosotras, la última generación de feministas. Que por mucho que se empeñen no necesitamos acudir a Occidente para inspirarnos. Hemos tenido a grandes luchadoras aquí.

¿Cómo era la relación del hombre árabe con estas feministas que acabas de mencionar? ¿Se daba un clima más tolerante que el actual?

En líneas generales Egipto ha sido y es un país bastante conservador. Es cierto que durante mucho tiempo tuvo fama de ser la ‘capital cultural’ del mundo árabe, pero no es menos cierto que hemos estado bajo un régimen militar desde los años 50. No obstante, en los años 60 y 70 existían círculos progresistas, grupos de intelectuales y artistas, que simpatizaban con las feministas. Es más, y esto que te voy a decir no lo sabe mucha gente, en la década de los 60 había personas en Egipto que se declaraban abiertamente ateas.

¿Sí?

Sí, sí. Hasta que llegó la derrota de los árabes contra Israel en la Guerra de los Seis Días, en 1967, y la influencia islamista comenzó a crecer en toda la región. En Egipto los Hermanos Musulmanes se hicieron muy populares. Empezaron a atacar al régimen por la derrota en aquella guerra y el régimen, que hasta entonces no había prestado demasiada atención al islam, enarboló a su vez la bandera religiosa para cargar contra los Hermanos Musulmanes. ¿El resultado? Un país en el que toda una serie de clérigos acusan al rival de ser un mal musulmán. Egipto se convirtió, de repente, en un país mucho más conservador de lo que era. Y desde entonces estamos en las mismas. Sólo podemos elegir entre una dictadura militar y los Hermanos Musulmanes. ¿Y los que no queremos ni la una ni a los otros? Reprimidos o, en el mejor de los casos, ignorados.

“Una mezcla tóxica entre cultura y religión”. En el libro utilizas varias veces ese concepto para describir el contexto tan asfixiante en el que viven muchas mujeres árabes. ¿Pero qué elemento es el más tóxico de los dos? ¿La cultura o la religión?

Sinceramente, creo que ambos son igual de tóxicos porque se retroalimentan. Dicho de otro modo: no se pueden entender de manera independiente. El islam tiene muy mala fama en muchos lugares, pero fíjate en los cristianos coptos de Egipto; es una comunidad tremendamente conservadora. Es más: estoy segura de que el día a día de algunas mujeres coptas es todavía más difícil que el de muchas musulmanas egipcias. Otro ejemplo: Líbano. No hace mucho ha existido un intento por modificar la ley conyugal para que la violación dentro del matrimonio se considere delito. Pues bien: los primeros en manifestarse contra esta cláusula fueron los líderes de las diferentes iglesias cristianas que hay allí. Muy pronto, claro, se sumaron a su protesta los líderes musulmanes tanto suníes como chiíes. ¡Cristianos y musulmanes unidos para detener un derecho de la mujer! De hecho, las protestas fueron tan sonadas que la ley se modificó en sentido contrario y ahora existe una cláusula que dice que un marido tiene derecho a practicar sexo con su esposa cuando se le antoje. ¡En Líbano! ¡Uno de los países más ‘abiertos’ de la región! Por eso insisto tanto: el enemigo es el patriarcado. Y si el patriarcado tiene que esgrimir una tradición cultural o un credo religioso para imponerse, lo hará.

Poniendo la lupa sobre el islam, parece que cada vez hay más gente argumentando que el trato que se le da a la mujer musulmana, trato que está supuestamente basado en la doctrina religiosa, carece de fundamento. Como llevar el hiyab, por ejemplo. Es decir: que si acudes al Corán no encuentras nada que diga que es una obligación llevarlo. ¿Es así?

Pasa con el hiyab y pasa, por ejemplo, con los llamados ‘crímenes de honor’. El Corán no dice que tú puedas matar a una mujer porque a ti te parece que esa mujer está teniendo una aventura. De hecho, hay registros de ‘crímenes de honor’ cometidos en comunidades cristianas e incluso, hasta no hace mucho, en algunos lugares de Europa como Sicilia. ¿La lapidación? Lo mismo; no aparece en el Corán. Y, sin embargo, se ha utilizado en lugares como Irán. Yo empecé a llevar hiyab porque pensaba que mi religión me obligaba a llevarlo. Años después comencé a informarme y descubrí que no es así, que existen varias interpretaciones al respecto. La socióloga marroquí Fatima Mernissi ha estudiado mucho esta cuestión y ha llegado a la conclusión de que el Corán no dice nada de que el cabello de una mujer tenga que mantenerse tapado. Esa es una interpretación que hicieron e impusieron en un momento dado algunos hombres.

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“Si el patriarcado tiene que esgrimir una tradición cultural o un credo religioso para imponerse, lo hará”. | Foto: Carola Melguizo | The Objective

En el libro cuentas que tardaste muchos años en poder quitarte el hiyab…

Nadie me obligó a ponérmelo, eso es verdad, pero cuando quise quitármelo me costó muchísimo. Enseguida te das cuenta de la presión que existe a tu alrededor para que no lo hagas; está la presión familiar, la presión religiosa, la presión en el lugar de trabajo… tardé ocho años en poder quitármelo. Por eso dedico una parte del ensayo a reflexionar sobre la trampa que se esconde detrás del concepto de ‘elección’. ¿Hasta qué punto eres libre de elegir si te lo pones o te lo quitas con semejante presión a tu alrededor?

Si no me equivoco, es ahí donde chocas con la izquierda europea y su relativismo cultural.

Exacto. Y este es un debate que afecta de lleno a las mujeres musulmanas que viven en Occidente. Estas mujeres tienen que enfrentarse, por un lado, a la extrema derecha que utiliza sus cuerpos y sus conflictos para atacar al islam y a la comunidad musulmana. Los ultraderechistas dicen que esas mujeres les importan pero eso es mentira; no les importan una mierda. Lo que ocurre es que encajan bien en su discurso xenófobo. Y que conste que yo he apoyado públicamente la prohibición del niqab. Pero que no se confundan: jamás seré su aliada. Por otro lado, estas mujeres también tienen que enfrentarse a sus propias comunidades. A hombres de su entorno que les exigen callarse y no opinar sobre estos temas para no atraer atención negativa sobre los musulmanes. Y luego está la izquierda. Una izquierda que está tan obsesionada con no parecer racista e islamófoba, tan asustada ante la posibilidad de coincidir en algo con la extrema derecha, que ha terminado aliándose con el conservadurismo árabe. La pregunta es: ¿mi opinión le importa a alguien? ¿Quién escucha a las mujeres musulmanas?

¿Qué crees que debería hacer la izquierda?

Lo que tendría que haber hecho la izquierda es escuchar los diferentes puntos de vista que existen en torno a una cuestión tan compleja como la del hiyab antes de posicionarse. De todos modos, ahora mismo lo que opino –y ya lo he dicho en alguna ocasión– es que si no eres una mujer musulmana, o de origen musulmán, lo que tienes que hacer es callarte. Dejar de opinar sobre la cuestión del velo. Estoy harta de que la gente utilice este tema para espolear sus propios intereses. Que se callen. Que dejen a las mujeres musulmanas llevar la batuta, liderar la discusión.

Mi última pregunta, a falta de más tiempo, tiene que ver con las mujeres árabes que no sólo aceptan la realidad que les ha tocado vivir sino que, además, se la imponen a otras mujeres en cuanto tienen ocasión. Tu libro está plagado de ejemplos. ¿Qué lectura haces de esto?

Esas mujeres existen, sí. Para mí son como las mujeres blancas que en Estados Unidos han votado por Donald Trump. Bajo mi punto de vista, estas mujeres han asumido el patriarcado, han asumido, posiblemente sin ser conscientes de ello, su lógica. Y el patriarcado, lo que hace, es utilizar a estas mujeres para vigilar y mantener bajo control a las demás. En realidad es una dinámica muy perversa porque estas mujeres hacen eso convencidas de que, al hacerlo, se están protegiendo a sí mismas de ese patriarcado. Serán consideradas ‘buenas mujeres’ y por eso no habrá ningún motivo para que nadie las haga daño. Lo cual es mentira. Nada te protege del patriarcado. Para mí esas mujeres son su infantería. Hay que convencerlas de que ni siquiera haciendo eso estarán a salvo. 

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