La medicina, junto a la astronomía y la matemática, es una de las tres ciencias más antiguas. Las tres surgieron de manera natural. Me imagino perfectamente a nuestros lejanos ancestros contemplando por la noche esas lucecitas que inundan el cielo incontaminado, más ese gran farol que es la Luna, observando cómo iban cambiando de posición y, en el caso de nuestro satélite, de configuración, y preguntándose qué eran y el porqué de los cambios. No olvido, por supuesto, al Sol. En cuanto a la matemática, contar es algo que se debió de dar espontáneamente; de hecho, se han encontrado huesos con decenas de miles de años de antigüedad en los que se ven muescas que revelan algún tipo de cuentas. Y contar implica, aunque sea de manera muy primitiva, establecer sistemas de numeración, es decir, “hacer matemática”. El caso de la medicina -que además de ciencia, es una técnica y un arte (en especial la relación médico-enfermo)- es aún más evidente: los humanos enfermamos, tenemos accidentes, nos deterioramos con el paso del tiempo, y queremos resolver el mayor número posible de esas situaciones-problemas.
Todo lo que se da en la naturaleza es difícil de entender, de someter a sistemas lógicos con capacidad predictiva, pero lo que tiene que ver con la vida, como sucede con la medicina, resulta particularmente complicado. De hecho, y aunque se produjeron con anterioridad avances significativos, para la medicina no comenzó una nueva era hasta el siglo XIX. Fue entonces cuando comenzó la “medicina científica”, de la mano de una nueva fisiología -en la que teorías como el vitalismo (la vida se debe a una fuerza vital, no explicable en términos de la química o la física) fueron desechadas-, de la teoría microbiana de la enfermedad, debida sobre todo a Pasteur y Koch, de las técnicas de anestesia y asepsia, de la vacunación, o del desarrollo de la teoría celular, que tuvo como su paladín al alemán Rudolf Virchow y a la que contribuyó con la teoría neuronal (las neuronas son un tipo particular de células) el gran Ramón y Cajal, que la llevó a lo que todavía hoy constituye uno de los grandes retos de la ciencia, el estudio del cerebro, comprender, por ejemplo, cómo el cerebro tiene conciencia de sí mismo (¿qué es pensar?, ¿de dónde viene esa facultad única nuestra que es la del pensamiento simbólico?).
Son innumerables los avances que se han producido en la medicina desde entonces. Es cierto que todavía quedan muchas incógnitas, demasiados males para los que no se conoce remedio, pero entre las esperanzas razonables que pueden atesorar los más jóvenes está la de que males tan terribles como el Alzheimer o el cáncer (algunos tipos al menos) ya no serán imbatibles cuando les llegue la hora, la edad, en la que serán más susceptibles a ellos.
Todos esos logros se han debido a la aplicación del conocimiento y método científico. Pero pese a todo esto, como testigo palmario y vergonzoso de que los mitos, fruto de la ignorancia, y auxiliados por la publicidad -a menudo también, soy consciente, de la desesperación-, no han desaparecido de la humanidad, nos encontramos con que siguen vigentes procedimientos que carecen de todo fundamento científico, procedimientos que los métodos de la medicina basada en la evidencia, los ensayos clínicos, han desacreditado una y otra vez. La homeopatía es, en mi opinión, uno de esos procedimientos. Me eduqué y doctoré como físico, y no puedo considerar sino absurdo el “principio” al que responde la homeopatía. Se toma inicialmente una sustancia a la que se considera responsable de un determinado mal físico -la idea es que en pequeñas cantidades esa sustancia hará que el cuerpo reaccione eliminando el mal en cuestión-, se diluye en un disolvente y cuando este se ha asentado se retira el poso sólido que resta, quedándose con el líquido, la denominada “tintura madre”, con los ingredientes disueltos. Comienza entonces un proceso que se repite muchas veces: una parte de la tintura madre se disuelve en nueve de, por ejemplo, agua. Con la mezcla obtenida se repite el proceso: se toma una parte y se disuelve en nueve de agua “limpia”. Y así una y otra vez (son comunes los procedimientos en los que esto se hace 30 veces). El resultado es que al final difícilmente quedará alguna molécula de la sustancia inicial; lo que hay es solo agua. Algunos defensores de la homeopatía dicen que el disolvente guarda “memoria” de las sustancias que fueron desapareciendo, una idea no solo absurda, sino que ha sido sometida a prueba y refutada. Y ofrecen ejemplos de mejoras en pacientes, mejoras que cuando se han sometido a ensayos clínicos serios han mostrado no ser sino debidas a un efecto muy conocido y bastante eficaz en muchos casos: el efecto placebo.
Simplimente escribiendo “homeopatía” en el buscador de internet que se utilice, se comprobará su gran presencia universal, incluso en lugares -como hospitales o universidades- que deberían ser más respetuosos con la evidencia científica. Y esto es peligroso. Recientemente, en la Comunidad de Madrid se ha dado un nuevo caso, el de un niño de 11 años al que, pese a los evidentes síntomas de infección bacteriana, un pediatra recomendó un producto homeopático; afortunadamente, el padre acudió a otro pediatra que le diagnosticó “una infección bacteriana severa”, prescribiéndole un antibiótico.
La editorial Capitán Swing, que desde hace tiempo está dando muestras de estar comprometida no sólo con la cultura en su sentido más general y abstracto, sino también de informar acerca de cuestiones de amplio interés social, acaba de publicar un libro que recomiendo: ¿Truco o tratamiento? La medicina alternativa a prueba, de Simon Singh y Edzard Ernst. La homeopatía es uno de los protagonistas de esa “medicina” alternativa, pero no el único: también se ocupa de la acupuntura, la fitoterapia y de formas no convencionales de terapia quiropráctica, añadiendo una valiosa “Guía rápida de terapias alternativas”.
A veces -¿con frecuencia?- pienso que la Ilustración dista de haberse completado, más de tres siglos después.
José Manuel Sánchez Ron
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