Miquel Ramos tenía algo menos de 14 años cuando Guillem Agulló, de 18, fue rodeado por un grupo de neonazis antes de recibir una puñalada letal en el corazón. Ocurrió en Montanejos (Castellón) en 1993 y el eco del crimen le llegó con nitidez a Ramos, un adolescente que arrancaba por entonces su socialización política en Valencia bajo la impresión de otras dos muertes a manos de la extrema derecha. El año anterior, 1992, había sido asesinada Lucrecia Pérez en Aravaca (Madrid); el anterior, 1991, Sonia Rescalvo en Barcelona. “Todo fue seguido: Sonia, Lucrecia y Guillem. Fue aquello lo que nos puso en alerta sobre la crueldad de lo que teníamos enfrente”, explica Ramos.
Es posible que a muchos lectores no les suenen los nombres de estas tres víctimas ni tampoco conozcan sus historias, lo cual vendría a dar la razón a una idea central de Antifascistas (Capitán Swing, 2022), el libro con el que el hoy periodista Ramos (València, 1979) homenajea a Agulló, Pérez, Rescalvo y muchas más víctimas del odio político y luchadores contra el fascismo, ya fuera en las calles, las aulas, los sindicatos o cualquier otro frente de batalla. ¿Y qué idea es esa que recorre Antifascistas? Que estamos ante los grandes olvidados de la democracia y la sociedad españolas. Que el antifascismo en democracia ha sufrido una generalizada desconsideración porque aceptar sus méritos supondría aceptar previamente la pervivencia del fascismo, cuando este –según la narración oficial– había sido enterrado durante la idílica Transición.https://93873aa9da77f596000f364bcbf23a58.safeframe.googlesyndication.com/safeframe/1-0-38/html/container.html
En las más de 600 páginas de Antifascistas Ramos nos habla de figuras con papeles heroicos o trágicos o circunstanciales, con el común denominador de habérselas visto cara a cara con la ultraderecha. Nos habla de Xavier Vinader, que enseñó lo que nadie quería ver con sus reportajes sobre la extrema derecha en los primeros 80; del policía Francisco Ros, que se atrevió a desvelar el peso de la ideología y la práctica fascistas en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado; de Santiago Barquero, un joven skater de Móstoles que, repartiendo unos folletos antifascistas, recibió tal paliza que perdió el habla y que, al igual que Ros, acabó suicidándose; de Aitor Zabaleta; de Carlos Palomino… El listado de víctimas es largo, por desgracia. Al menos Ramos nos habla también de un sinfín de experiencias, iniciativas y organizaciones antifascistas, aunque –lamenta– han actuado demasiadas veces sin apoyo mediático o institucional.
Su experiencia está marcada por su adolescencia en Valencia. ¿Por qué le avergonzaba hablar valenciano?
No es que me avergonzara de mi lengua, es que temía que me avergonzaran. En la València de los 80 y 90, la hostilidad de la extrema derecha estaba normalizada y cualquier expresión en lengua propia era estigmatizada como una especie de traición a la concepción de valenciano que quería instaurar la derecha, que era la del inicio del himno: “Para ofrendar nuevas glorias a España”. El temor a ser acusado de catalanista llevaba a mucha gente a renunciar a su lengua y a sus señas de identidad.
En España, a diferencia de Francia o Alemania, está asentada la idea de que es posible ser demócrata sin ser antifascista.
Totalmente. Se extendió la falsa idea de que el fascismo murió con Franco y ya no había que combatirlo, así que la democracia española no contiene ese ingrediente antifascista. Yo creo que no se puede ser demócrata sin ser antifascista porque el fascismo no sólo es enemigo de la democracia, sino de sus pilares, que son los derechos humanos.
Su trabajo denuncia la utilización de la etiqueta “tribu urbana”, que ha servido para trazar una especie de simetría entre el fascismo y el antifascismo.
Es ridículo equiparar fascismo y antifascismo. Es como hacerlo con “machismo y feminismo”, “racismo y antirracismo” o “tolerancia e intolerancia”. Son opuestos. No es lo mismo una víctima del Holocausto que un oficial de la SS. La etiqueta de la “tribu urbana” ha servido para banalizar el problema del fascismo y exonerar de responsabilidad a las instituciones, obviando el componente estructural del problema.
¿Estructural?
La impunidad del fascismo en España tiene su continuidad en la configuración del régimen del 78. Las bandas neonazis gozaron de impunidad en su día. El relato de las “tribus urbanas” es un intento interesado de criminalizar a los únicos que les plantaron cara. Esa caricaturización ha sido un lastre para el movimiento antifascista. La gente que ha estado en el antifascismo sabe que es un movimiento plural y que no implica una acción en la calle. En el libro relato multitud de luchas que no llevan implícita la capucha y la manifestación. Hay investigación, hay periodismo, hay memoria histórica, hay sindicalismo, hay educación… El antifascismo no es una tribu urbana, como suele salir en los medios. Es lucha por la democracia y los derechos humanos.
En Estados Unidos y Alemania el terrorismo de extrema derecha es considerado un problema nacional. Sin minimizar el caso español, ¿no estamos lejos de eso?
Aquí se ha banalizado la amenaza de la extrema derecha. Yo documento operaciones policiales que se realizan contra los neonazis y en muy pocas hay acusaciones de terrorismo o los detenidos pasan por prisión preventiva, aunque haya armas. Aquí en Valencia los pillan con un bazooka y les dicen “ya te llamaremos para juicio en diez años”. Esto no ocurre con los activistas de izquierdas. Hay una doble vara de medir.
Hubo una etapa en los 90 de auténticas “cacerías humanas” con objetivos concretos, lo que los neonazis llamaban “escoria”: objetores de conciencia, punkis, okupas, gays, transexuales. ¿Tiene España una deuda con estos colectivos?
Sin duda. Los colectivos antifascistas, LGTBI, feministas y antirracistas, que han sido perseguidos y estigmatizados por la extrema derecha, han estado además muy solos.
Leyendo las víctimas que va repasando su libro, comprobé que hay muchas escasamente conocidas. ¿Falta un reconocimiento social e institucional a las víctimas de la violencia de ultraderecha en España?
Hay muy poco reconocimiento. David [Bou, periodista] y yo intentamos dárselo con crimenesdeodio.info. También está el documental Ojos que no ven… Hay intentos. Pero sí, sin duda las víctimas de la extrema derecha son las grandes olvidadas en España.
La historia de Sonia Rescalvo es estremecedora. Cinco neonazis apalizaron durante 15 minutos con palos y botas de punta de acero a dos mujeres transexuales, Sonia y Doris. La primera murió y la segunda quedó desfigurada.
Es especialmente escabroso por el orgullo que los asesinos mostraban por haber matado a una persona transexual.
¿Hay un hilo que conecta la escasa atención a los asesinados por la extrema derecha y la permanencia de tantas víctimas del franquismo en las cunetas?
Sin ninguna duda. De aquellos polvos, estos lodos.
Las gradas futbolísticas han sido un tradicional hervidero ultraderechista. ¿El fútbol ha hecho los deberes?
No. En absoluto. No estamos en los 90, el fenómeno ha bajado, al club ya no le sale rentable mantener a una pandilla de nazis. Pero sigue habiendo permisividad y una cierta doble vara de medir.
Hablaba de los años 90. Aquella escala violenta del fenómeno neofascista y neonazi, en la que con detalle se detiene en su libro, ¿ha quedado atrás?
La violencia no ha desaparecido, pero es verdad que no estamos en los 90, no hay esta sobreactuación de la extrema derecha en la calle. Eso sí, gran parte ha sido porque se le ha plantado cara. Es decir, no es porque se hayan aburrido y cansado.
Uno de sus capítulos se titula: La “democratización” de la ultraderecha: un nuevo reto del antifascismo. Si hay “democratización”, ¿por qué es un reto?
Pongo “democratización” entre comillas. Porque lo que hace es explorar la vía electoral para conseguir los mismos objetivos que antes se perseguían con la acción directa.
¿Vox representa lo mismo que Democracia Nacional, Alternativa Española o España 2000? ¿Tiene el mismo proyecto?
En gran parte sí. Cambian las formas y la habilidad para transmitir ese mensaje, pero comparten un corpus ideológico y un proyecto político que se fundamenta en quitar derechos a determinados colectivos y en un modelo basado en la desigualdad.
¿Le reconoce a Vox que no utiliza la violencia?
Vox no utiliza la violencia en la calle, pero su mensaje, su lenguaje, su discurso, su diana en determinados colectivos es combustible. No se le pueden atribuir a Vox obviamente actividades violentas, porque no las hay, pero Joseph Goebbles tampoco apretó ningún gatillo.
¿Está Vox sembrando para recoger en el futuro?
Claro. El objetivo de la extrema derecha mainstream, digamos de Vox y la constelación ultraderechista intelectual, que está en la batalla cultural, es sembrar. Antes que los diputados, quiere romper el sentido común. Quiere conquistar el sentido común antes que conquistar el poder.
¿Vox desinfla al fascismo puro y duro o le abona el terreno?
Lo segundo. Vox ha normalizado lo que antes sólo decían los grupos nazifascistas. Ha pasado el mensaje por una nueva retórica y una nueva forma que no suena tan radical. Pero es la misma idea. Es que incluso el otro día estaba [Jorge] Buxadé hablando de la teoría del Gran Reemplazo, aunque no fuera exactamente con esas palabras. Son cosas que demuestran lo normalizado que está el fascismo en nuestro país.
¿Diría que el fascismo está normalizado en España?
Absolutamente. Fíjate. Cuando ha llegado Vox se lo ha considerado una opinión respetable más desde el minuto uno.
Depende de quién, ¿no?
Bueno, la mayoría de medios de comunicacion y el resto del arco parlamentario.
¿Qué papel atribuye la televisión en la normalización de este discurso?
La extrema derecha ha sabido aprovechar las rutinas televisivas, sometidas al espectáculo, para ser el centro de atención, generar polémicas e insertar discursos que apelan a los bajos instintos. Las televisiones tienen especial predilección por los sucesos y Vox está como pez en el agua en el marco securitario. Ni siquiera hace falta que aparezca alguien de Vox, la televisión ya está estimulando su discurso.
Usted rechaza que se pueda combatir a la extrema derecha sólo con “sentido común” y “argumentos”. ¿Entonces?
La gente piensa a la extrema derecha se la derrota con argumentos y teniendo razón, lo cual es no sólo muy inocente, sino error histórico que se paga caro. Porque la extrema derecha se basa en las mentiras. Ellos utilizan el bulo y lo estiran y es muy difícil de contrarrestar. ¿Cómo se gana? Haciendo políticas valientes, trabajando en los barrios, en la educación, en el sindicalismo. Quitándole espacio.
Con la herida de la Gran Recesión sin curar y empezando a salir de la pandemia, llega una guerra y una tremenda inflación. ¿Toda esta serie de crisis abona el terreno para la extrema derecha?
Sin duda. Aquí me fijo en lo que pasó con el 15M, que tuvo la virtud, en plena crisis, de plantear los problemas derivados del capitalismo salvaje levantando un muro que evitó que aquel malestar fuera capitalizado por la extrema derecha y se infectara de odio, como ocurrió en otros sitios: recordemos la gran cantidad de apoyos a Amanecer Dorado [en Grecia]. En España esa infección de odio la frenaron los movimientos sociales.
¿Y no está ahora, en cambio, desmovilizada la izquierda?
La izquierda sigue ahí, sigue estando en la calle y de hecho se sigue organizando, parando desahucios, construyendo iniciativas populares… Pero es verdad que no tiene tanta visibilidad como sí tiene la derecha cuando saca todo su arsenal, primero porque tiene más dinero, más altavoces, más medios…
Es innegable que en las manifestaciones del campo y el transporte se veía más a la derecha que a la izquierda.
Aquí una parte de culpa es de quienes están en el Gobierno. Lo que les pedimos a los políticos no es que hagan discursos brillantes contra la extrema derecha, sino políticas que desactiven los espacios donde puedan alzar su bandera. Si no solucionas los problemas estructurales, abonas el terreno para que la extrema derecha se lleve el rédito.
¿Son las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado [Policía y Guardia Civil] el principal foco de la extrema derecha en España? ¿Tenemos ahí un problema de Estado?
Las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado no son el principal foco. El problema es que hay determinados focos que no se acotan ni tienen ningún tipo de sanción o reproche. Ni los responsables políticos ni los mandos hacen absolutamente nada para impedir determinados discursos e imágenes, como las de almorzar en un bar lleno de simbología franquista. Además, hay un sesgo estigmatizador, como cuando en la concentración por Samuel en Madrid, con cargas policiales, la nota de prensa de la Delegación del Gobierno decía que se había identificado a varias personas por su estética de radicales de izquierdas. Es un lenguaje estigmatizador. Eso además de una permisividad absoluta con este tipo de gente [en referencia a la extrema derecha].
¿Qué entidad le da al fenómeno del “rojipardismo”, esa incorporación a la izquierda de discursos y marcos de la extrema derecha?
El rojipardismo es un fenómeno posmoderno que nace, crece y se reproduce en redes sociales. Que una parte de lo que se considera de izquierdas asuma los marcos de la extrema derecha es el mejor regalo que le pueden hacer a la extrema derecha.
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