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“Miami y el sitio de Chicago”, la crónica política de Norman Mailer

Por ABC Cultural  ·  22.10.2012

El domingo por la tarde pudo verse de qué forma se había gastado el dinero. Algunos millonarios son famosos por su austeridad-al abuelo del mismo Rocky [Nelson Rockefeller] se le tenía por tacaño-, pero para el millonario la generosidad es como la histeria para el miserable: una vez comienza no hay forma de detenerlo, el mal ya está dentro. Dado que ya se había acostumbrado a gastar dinero, ¿cómo podía hacer para detenerse?

Tras la televisión llegaron las concentraciones y el alquiler de aviones, y ahora en Miami fue el alquiler de lanchas en Island Creek para los delegados que quisieran pasar la tarde bebiendo en algún yate, en algún canal de las islas, o las galas. Rocky consiguió que abrieran el Americana un domingo para una cena a la delegación de Nueva York.

El lunes, de cinco a siete de la tarde, tras la llegada de Nixon, ofreció una inmensa recepción para todos los delegados, suplementes y líderes republicanos. Los invitados abarrotaron el Salón Continental y el Gran Salón del Americana, donde fue imposible calcular la asistencia. Puede que 5.000, o quizá 6.000, el Times estimó 8.000 y un coste de 50.000 dólares. Es posible que la mitad de Miami Beach se aprovechase de la comida y bebida gratis. Sobre la mesa había dispuestos cientos de vasos con cubitos de hielo (ocho barras, dieciséis mesas con platos variados). También había cóctel de gambas, albóndigas, pavo, jamón, goulash, gelatina, éclairs, cerdo, hígado de pollo, pâté de volailles, cuencos con caviar (negro), lenguas de gato, tartas de fiesta, pero ¿dónde estaban los crêpes suzettes? ¡Qué prodigios del estómago americano!

El mariscal Haig

Sobre el estrado de cada salón había una banda; en el Continental, oscuro como un club nocturno, y de hecho era un club nocturno el resto de noches, Lionel Hampton hacía vibrar a la concurrencia con la actuación de un joven cantante negro que interpretaba soul a favor de Rocky. «Queremos a Rocky», cantaba. Sock… Sock… se oía el ritmo, persuasivo, ligeramente hipnótico. Pero Rocky no tenía intención de aparecer todavía, estaba en otra parte, de modo que sus familiares subieron al escenario, con Hampton y el feliz cantante negro que chasqueaba los dedo, y la feliz cantante negra llena de soul, energía y pechos.

Todos comían, bebían, y la familia Rockefeller seguía el ritmo de la felicidad juntando los brazos y dando pequeños saltos; los originarios de Miami Beach daban palmas desde el público, y América parecía lista para embarcarse en un viaje por la autopista de los sueños.

Y aquí y allá algún que otro delegado, o la familia de algún delegado de Ohio, Colorado o Illinois, con la insignia de delegado en la solapa y mirada de curiosidad, sorpresa y placer: «Si quiere malgastar su dinero en esto, que lo haga, no es mi labor impedírselo». Y el placer de la mirada se debía a que se veía ya contándole a sus vecinos la ordinariez, la torpeza y el despilfarro de aquella velada. «Derramaban la mitad de las bebidas por la prisa con la que las servían.»

En el pasillo entre el Salón Caribe y la sala de baile se habían acumulado muchos invitados. La aglomeración no avanzaba, atrapada en la hora de mayor concurrencia por segunda vez en el día. En la Primera Guerra Mundial el mariscal Haig solía enviar contra el enemigo a un millón de hombres en ataques frontales. Se perdían cien mil hombres por cada cien metros conquistados. Era razonable pensar que Nelson Rockefeller era el mariscal Haig de los aspirantes a la presidencia. Los ricos no deberían rodearse de más ricos si quieren ganar una guerra.

Tan solo un vistazo

Nixon había llegado más temprano ese mismo día. Un público no demasiado numeroso, puede que unas seiscientas personas, a la entrada del Miami Hilton, dos bandas tocando «Nixon es nuestro hombre», las nixonettes y las nixonaires, caras blancas, bondadosas, pulcras, cristianas, rubias y castañas, la misma pareja de negras, un racimo de dos mil globos soltados al viento, cintas de colores, y finalmente la visión parcial de Nixon en persona en medio de un semicírculo de cámaras que los fotógrafos sostenían por encima de sus cabezas. Tan solo un vistazo: parece que se ha quemado por el sol, con la frente de color rosa resplandeciente. Después consiguió entrar en el hotel, empujado desde atrás, estrechando manos por delante, con el pelo inconfundible -más rizado que el de los demás, peinado en ondas como olas creadas por una lancha, con recuerdos del cabello de Gore Vidal (¿pero dónde había ido a parar la ropa de etiqueta de Nixon?).

El público se había mostrado entusiasmado aunque sin alborotar demasiado y sin hacer de aquello un pandemónium. Era más bien un entusiasmo respetuoso unido al fuerte deseo patriótico de acercarse al que seguramente sería el próximo presidente americano. El cargo, no el hombre, es lo que los excita. Y Nixon se mueve entre ellos con esos movimientos extraños, rígidos, tan propios de él. Es como un actor con buena voz y muchas posibilidades que sacara de quicio a su profesor de técnica dramática (de nuevo volvemos al instituto). «Dick, tienes que aprender a moverte.» Hay algo incluso conmovedor en la forma en que camina, como si la carne sensible se retrajera ante la forma en la que ha de manifestar su auténtica falta de aptitud para mostrarse cálido y encantador con las multitudes, y sin embargo se esfuerza de todo corazón, como si ejercitar la voluntad pudiera liberar finalmente todas sus virtudes, sí, parece un misionero repartiendo biblias entre los urdu. Por Dios, están sucios pero merecen que se les toque.

No, no es tanto que sea un mal actor (dado que Nixon es capaz de mostrarse exultante en medio de una multitud intentando zafarse de sus torpes movimientos, y de su fatídica reputación, y procurando hacer creer que es sincero), sino que se formó en las peores escuelas para actores del mundo.

 

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