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Mesías Trump: la ofensiva de la extrema derecha devuelve la religión al corazón de la lucha política

Por Infolibre  ·  08.02.2023

Una de las escenas más impactantes del mandato de Donald Trump tuvo lugar en 2017. El presidente invitó al Despacho Oval a un un nutrido grupo de líderes evangélicos. La reunión terminó con el presidente sentado frente a su mesa, rodeado de pastores que rezaban por él. Al menos cinco posaban sus manos sobre las anchas espaldas del magnate, que mantenía las manos entrecruzadas y los ojos cerrados. Tomó la palabra el pastor texano Robert Jeffress: “Padre, nos has dado un regalo, el presidente Donald Trump, que quiere traer curación a este país”. Acabaron todos a la vez con un “amén”.

“It’s beautiful”, dijo Trump.https://www.youtube.com/embed/a0_mCivoTSs

Más tarde, en 2020, el que fuera abogado y fontanero de Trump para asuntos delicados, Michael Cohen, el encargado de tapar su affaire con la actriz porno Stormy Daniels, contó que el magnate había mantenido una reunión similar en 2015 en la Torre Trump, que terminó con otra oración manos al hombro del empresario neoyorquino. Según Cohen, cuando los pastores se largaron, Trump le dijo: “¿Puedes creer que la gente crea en este tipo de basura?”.

No sabemos si es cierto el testimonio de Cohen, pero ese Trump cínico y faltón sí parece el verdadero Trump. En realidad, él mismo no ha hecho gran cosa por parecer otra cosa. A diferencia de Ronald Reagan –que solía contar cómo la fe alivió las penurias de su infancia, marcada por un padre alcohólico– o de George W. Bush –que tras una juventud etílica se hacía perdonar con su parábola de “cristiano renacido”–, Trump jamás ha pretendido que parezca que la religión es su terreno natural, ni ha renegado nunca del único templo del que ha sido devoto, la discoteca neoyorquina Studio 54.

A priori Trump no es el hombre más propicio para ser venerado por una derecha cristiana cada vez más fanatizada. Es a todas luces un tramposo, un mentiroso, una figura icónica de la obscenidad y el exhibicionismo. Un coleccionista de denuncias de acoso y agresión sexual. Un surtidor de abundantes comentarios crueles y despreciativos. Lo mismo se mofa de un discapacitado, imitándolo durante un mitin, que de una denunciante por abuso sexual, dando a entender que bebe más de la cuenta. Es un notorio evasor de impuestos. Y como family man no es una figura ejemplar: se ha divorciado dos veces.

Y, sin embargo, sigue en un pedestal. La pediatra Meg Meeker, afamada autora de libros sobre valores cristianos, exalta a Trump como ejemplo del “buen papá”. Es más, la autora de Padres fuertes, hijas felices asegura que “un voto por Trump es un voto por nuestros niños”. Allan C. Carlson, el sobrio erudito moralista que creó el Congreso Mundial de Familias –el foro integrista al que dio fama en España Tamara Falcó–, también admira a Trump. El telepredicador evangelista Pat Robertson, del que se suele afirmar que tiene cien millones de seguidores, llegó a tal fascinación que dijo que Dios en persona le había dicho que Trump ganaría las elecciones. Son sólo tres ejemplos de píos trumpistas.

Hay más: Brian Gibson, fundador de HIS Church; el reverendo John Hagee de Cornerstone Church, popular por sus diatribas; Tim Remington, pastor de la iglesia The Altar; Ralph Reed, fundador de la Faith & Freedom Coalition. Todos ellos encienden la misma vela por Dios y por Trump, cuyo éxito ha llegado a ser brutal entre católicos blancos (60%), mormones (61%) y sobre todo evangelistas blancos (81%). Se podrá decir que no atraviesa su mejor momento, asediado por problemas legales. Pero no que haya tenido pérdidas significativas entre sus bases más fanatizadas. En el Partido Republicano hay desatada una alocada carrera por arrebatárselas, lo que explica la deriva ultrarrestrictiva en aborto, familia o derechos Lgtbi. Pero Trump, como acreditan las encuestas, sigue siendo el número uno allí donde el crucifijo y la Biblia maridan con el rifle.

Nadie, por más exaltado que se muestre, logra desplazarlo de ahí. Mike Pence, que fue su vicepresidente, un beato que sigue la regla de no cenar solo con una mujer que no sea su esposa, perdió el favor de las bases religiosas tras “traicionar” a su jefe al reconocer su derrota en las presidenciales de 2020. Por supuesto, tampoco le arrebató esa primacía Hillary Clinton, pese a que no sólo acredita una larga filiación metodista, sino que encarna un compromiso con la indestructibilidad del matrimonio a prueba de infidelidades. Y ni hablar del católico Joe Biden, del que Trump dice: “Está contra Dios, contra las armas”.

¿Cuál es el secreto religioso del presidente naranja?

Kristin Kobes Du Mez, profesora de Historia en la Universidad Calvin de Gran Rapids, en Michigan, dedica su ensayo Jesús y John Wayne. Cómo los evangélicos blancos corrompieron una fe y fracturaron una nación (Capitán Swing, 2022) a desentrañar el éxito de Trump entre los más devotos, que lo citan como “el elegido de Dios”. El propio Trump lo dijo así en 2019: “I’m the chosen one”. Se pregunta Du Mez: “¿Cómo podían los evangélicos que habían convertido el QHJ (‘¿Qué haría Jesús?) en un fenómeno nacional justificar su respaldo a un hombre que parecía la antítesis del salvador?” La respuesta a lo largo de más de 400 páginas describe un fenómeno que va más allá de EEUU e invita a volver la vista a las sociedades europeas, España incluida.

Regreso cultural de la religión

La explicación de la autora, que se remonta a tiempos de Richard Nixon, es que el evangelismo blanco ha ido convirtiéndose –y esta es la palabra clave– en una “cultura”, más política que religiosa, más combativa que espiritual, que sirve como eje para articular una guerra de ideas. La religión no es tanto un acervo espiritual como un cemento para levantar muros ideológicos. A este lado, los buenos, los patriotas; a aquel, los malos, los traidores. Los valores enaltecidos son la tradición, el orden, la disciplina y la masculinidad de una América anticomunista hacia dentro y beligerante hacia fuera. El Jesús de los Evangelios ha sido “reemplazado por un Cristo guerrero vengador”, explica Du Mez.

Para colocarse al frente de ese ejército Trump no puede permitirse piedad. Lo expresó con crudeza el citado pastor Jeffress: “Quiero [como presidente] al hijo de ya sabes más malvado y duro. Y creo que ahí es donde están muchos evangélicos”. El éxito de Trump ha sido, según se narra en Jesús y John Wayne, encarnar valores “profundos” como “el patriarcado, el gobierno autoritario, la política exterior agresiva, el miedo al Islam, la indiferencia hacia el #MeToo y la oposición al movimiento Black Lives Matter o la comunidad Lgtbiq+”.

Aunque con origen en la respuesta a las luchas pacifistas, feministas y por la igualdad racial de los 50-60-70, esta cultura político-religiosa vive hoy su primavera. Las redes sociales y los medios de nicho le han permitido integrar al Tea Party y la Alt-right, a los teóricos de la conspiración y la legión de streamers misóginos, supremacistas y homófobos que han hecho fortuna al calor del trumpismo. Así que en el mismo marco cultural se integran veteranos predicadores de la “segunda venida” de Cristo y youtubers como el “cristiano nacionalista” Nick Fuentes, que dicen que gays y feministas pudren por dentro al país “elegido por Dios”.

Latinoamérica, Europa, España

Como señala Du Mez, esta guerra cultural con la religión como arma “no empieza con Trump” y “no acabará con él”. Aunque se refiere a que el trumpismo es un fenómeno que en EEUU va más allá de Trump, su afirmación es válida para otros países. Impresiona cómo tanto en EEUU como en Brasil se ha repetido un esquema parecido: evangelismo fanatizado en torno al líder, satanización del adversario… Y el mismo punto y final de un asalto antidemocrático por turbas que, tras años de cocción conspiracionista, han acabado convencidas de que su mesías fue derrocado con malas artes.

Brasil es ejemplo paradigmático, pero hay más. En La Internacional del odio (Icaria, 2020), el teólogo Juan José Tamayo hace un repaso de las implantaciones nacionales de lo que él llama “cristoneofascismo”. La conclusión es que es un virus de extensión pandémica, aunque con zona caliente en América Latina, donde los reaccionarios se valen de una visión divisiva de la fe para defender a la vez los valores tradicionales y el statu quo económico y político. Cuatro años antes de Du Mez, Tamayo ya hacía una caracterización casi idéntica de esta mutación de la religión en la que el líder autoritario se convierte en sumo pontífice de una fe excluyente: “imagen patriarcal de Dios”, “afirmación de la inferioridad de las mujeres”, “condena del pluralismo”, “absolutización de la tradición, “interpretación apocalíptica, negativa y pesimista, de la realidad”.

Tamayo señala que el fanatismo evangélico en EEUU no puede tener réplica en Europa, por estar teñido de un particular supremacismo blanco, pero observa el mismo problema de fondo: la “pérdida de universalismo” de la religión y su uso excluyente. Lo ve en Viktor Orbán en Hungría, en Mateusz Morawiecki en Polonia, en Giorgia Meloni y Matteo Salvini en Italia. ¿Y en España? Tamayo ve a bordo de ese barco a Vox, a parte del PP y a los grupos ultracatólicos que los orbitan, en sintonía –dice– con el grueso del episcopado. “Si observas el programa de Vox, parte del PP y la jerarquía católica sobre familia, identidad sexual y relaciones de pareja, son idénticos. Fíjate en el apoyo de la jerarquía a la iniciativa del latido fetal en Castilla y León”, expone. A su juicio, esto es de “extrema gravedad”, porque cuando una élite religiosa bendice una deriva política extremista las consecuencias acaban tarde o temprano fuera de control.

La “civilización occidental”

En España la religión desempeña un papel relevante en la guerra cultural que articula el debate político. Eso sí, rara vez aparece abiertamente como tal. Por ejemplo, los discursos antiabortistas se hacen normalmente evitando poner en el centro de la argumentación la sacralidad de la vida embrionaria. Algo parecido ocurre con la inmigración. Vox presenta al Islam como incompatible con “nuestra cultura”. Isabel Díaz Ayuso (PP) se erige en defensora de la “civilización occidental” y sostiene que España llevó a Latinoamérica “la civilización”, una idea que cuadra con la “Iberoesfera” de Vox, también connotada de imperialismo religioso.

Otras expresiones de uso corriente en la derecha son “cultura española”, “cultura europea” y “cultura occidental”, todas ellas un “nosotros” amenazado por un “ellos”, una narración que es idéntica en forma a la de EEUU. Curiosamente, ha sido el más cauto, Alberto Núñez Feijóo, el que más claramente ha utilizado un “nosotros” los “católicos” pacíficos para oponerse a un ellos, los musulmanes, entre los que sí hay los que matan por religión, si bien luego ha rectificado.

En conjunto, es posible encontrar aquí buena parte del repertorio de los fanáticos americanos, pero con algún grado retórico menos. Eso sí, Tamayo alerta de que el final del camino es el mismo: “El cristoneofascismo ha entrado en Europa y España con una fuerza impresionante y es un peligro porque implica exclusión de inmigrantes, muros cada vez más altos, islamofobia, heteronormatividad y binariedad sexual”.

Importaciones americanas

El doctor en Filosofía Edgar Straehle coincide en que la presencia de la religión en el repertorio nacionalista español tiene aspectos nuevos. “No es exactamente la religión de antes. En muchos casos importa más la religión desde una perspectiva cultural y/o histórica, por ejemplo como algo propio de la identidad española frente al Islam, pero no en un sentido riguroso” ¿Estamos lejos lejos del caso estadounidense o latinoamericano? “Seguramente –responde–. Aunque no se debe olvidar que últimamente parece que lo que sucede en Estados Unidos influye mucho en el panorama político español.

Hay antecedentes de importaciones de fenómenos made in USA. ¿Ejemplo? El matrimonio entre ultraliberalismo económico y ultraconservadurismo moral. A imitación de las organizaciones que desde los 70 marcan el paso al Partido Republicano, hay grupos como NEOS, Hazte Oír, Fundación Villacisneros, Civismo o Foro de la Familia que maridan el tradicionalismo en temas de relaciones y costumbres con un feroz discurso antiimpuestos, todo ello con la coartada de la defensa de “la familia”. No hay que olvidar que Trump es un ídolo declarado del movimiento ultracatólico español y sus principales líderes.

España Vs. Estados Unidos

Al partido de Abascal cabe atribuirle los mayores empeños en importar las “guerras culturales”, concretamente en torno al aborto, que en EEUU no es sólo un tema religioso, sino que sirve como identificador de conservadores y progresistas, buenos y malos, en un entorno de máxima polarización. El historiador y periodista Pablo Batalla, autor de Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021), cree que Vox yerra al convertir el aborto en eje de una batalla político-cultural, como demostró la fallida estrategia del PP en la legislatura 2004-2008, con sus manifestaciones contra el matrimonio igualitario. A su juicio, el caso de EEUU es inimitable: allí el neoliberalismo, consciente de la impopularidad de su proyecto, se alió con el evangelismo para garantizarse un apoyo social imposible de otro modo. Ese modelo, cree Batalla, está condenado al fracaso en España, donde la autonomía de la política con respecto a la religión es vista como un signo de “modernidad” en un país que sufrió una larga y no tan lejana dictadura nacionalcatólica.

Coincide el historiador Xosé Manoel Núñez Seixas, autor de Suspiros de España, para quien “en España Vox no puede diferenciarse económicamente, porque es tan neoliberal como el PP, por lo que recurre a las batallas culturales”. Al igual que Batalla, cree que el recorrido de esta estrategia más corto que en USA. ¿Por qué? Las razones son múltiples, pero destaca una: en el catolicismo hay una autoridad central –el Vaticano– que dificulta los desmadres en la interpretación integrista de la Biblia. En el continente americano, sintetiza Núñez Seixas, “la religión es una cultura política”, mientras en Europa es “un elemento más que en ocasiones es usado en clave excluyente” por políticos como Orbán, Meloni o Abascal. Ni un caso ni otro es deseable, dice, pero la gravedad de problema sociopolítico americano es mayor.

A Juantxo Domínguez, presidente de la Red de Prevención Sectaria y Abuso de Debilidad, le preocupa mucho lo que ve en España. ¿Por qué? Porque la pandemia ha elevado a la enésima potencia la alianza entre “fanatismo y conspiracionismo”, que campan a sus anchas por redes sociales y canales como Telegram y contribuyen a una rápida pudrición tanto del debate público como de la cohesión social. A su juicio, toda esa mezcolanza explica las asonadas postelectorales en Washington y Brasilia. Y España, dice, no está vacunada contra esa deriva, por más que el evangelismo parezca terreno más propicio para el fanatismo. El auge de las creencias irracionales puede arrollar, dice Domínguez, con los diques que se le suponen a una sociedad secularizada.

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