Todo en verano es más liviano. Me lo recordó un amigo notario cuando le expliqué que este agosto volvería a escribir columnas. “¿En eso de Juego de Damas?”, preguntó. “Bueno, pero sé más liviana, por favor, no te pongas beligerante…”. “¡Compláceme!”, podría haber añadido. Apuesto a que a mi amigo notario le complace la beligerancia física en las damas más que la mental. Es una lástima: la pugna intelectual, especialmente cuando resulta violenta, es un néctar que la mayoría de los hombres sólo aprecian en sus congéneres. Pueden ser corrosivos y abofetear a su interlocutor con acidez, que siempre recibirán el aplauso. Mientras que de ellas se espera pedagogía, compasión y paciencia. ¿O era compasión, paciencia y pedagogía? Sólo así tienen alguna posibilidad de no ser acusadas de feministas. Y de ligar un poco.
Me apliqué el consejo del notario el otro día, en una cena a la que fui invitada en un bonito ático con terraza. Éramos nueve, gran cifra; gente interesante y dispar. En un momento dado surgió el tema del mansplaining (del inglés hombre y explica), término que define ese fenómeno tan antiguo y aún frecuente en el que un hombre explica algo a una mujer de forma condescendiente, asumiendo que sabe más que ella, sea cual sea el tema.
Ja, ja. Un inciso: esta rentrée se publica lo último de la historiadora estadounidense Rebecca Solnit. Se titula Los hombres me explican cosas (Capitán Swing) y está inspirado en una anécdota real: durante una cena –ay, las cenas– un hombre se dedicó a contarle a Solnit un libro “increíble” que había leído. Lo hizo con tanto énfasis que la desoyó cuando intentaba decirle que ella era la mismísima autora del libro. Al final, resultó que el tipo ni siquiera lo había leído, sólo una reseña en The New York Times.
Pero volvamos a la cena barcelonesa. Estaba entre los comensales mi amiga Patrícia Soley-Beltran, también columnista en estas páginas. Fue ella quien se refirió al mansplaining. Le sucede a menudo que su apariencia física –su porte de modelo, profesión que ejerció, y su look de divina– motiva que no se la tomen en serio en el mundo académico. “Digo que soy doctora en Sociología y especializada en sociología del género y se ponen a darme lecciones, cuando la mayoría no saben ni qué significa. He de recordarles que la autoridad la tengo yo en este tema, no ellos con sus opiniones de bar. Y se enfadan. No entienden que estamos hablando de un fenómeno sociológico que merece análisis”. Lo dijo en tono distendido, de anécdota inofensiva y, aun así, al joven y atractivo ruso sentado a su lado no le causó gracia. Lo de mansplaining le echó para atrás y la acusó casi de adoptar una postura feminista.
Hasta aquí todo en orden. Lo chocante fue que el catalán que yo tenía al lado me susurrara que no entendía “esa necesidad de Patrícia de decir que era doctora. Yo también soy doctor, y no voy por ahí diciéndolo”.
Notario, tome nota. Ser liviana no la libra a una de ser considerada una pedante, si lo que ha intentado es invocar la justicia de género.
Y encima no ligas.
Al atractivo ruso que tenía al lado no le hizo gracia la palabreja y ‘acusó’ a mi amiga de adoptar una postura feminista.
Autora del artículo: Maricel Chavarría
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