Malvivir entre algodones

Por El País  ·  14.05.2014

En 1936 el fotógrafo Walker Evans y el periodista James Agee viajaron a Alabama para sumergirse en la realidad de los algodoneros por encargo de la revista Fortune. A pesar de que los paliativos del presidente Roosevelt ya estaban en marcha (el New Deal), los estadounidenses seguían arrastrando la Gran Depresión. Más de un millón de familias, que dependían de las idas y venidas de las cosechas en campos arrendados y atados a préstamos con los propietarios de la tierra, desprendían el aire desesperado de los okies que John Steinbeck reflejó en Las uvas de la ira (1939).

Agee y Evans se centraron en tres (los Tingle, los Fields y los Burroughs), seleccionadas como representativas de la media (ni entre las mejores ni entre las peores), para plasmar sus supervivencias épicas. Y no solo. También para analizar las estructuras económicas y el “márketing aspiracional” que mantenía aquel sistema que condenaba a más de ocho millones de personas a encerronas existenciales, a llevar una vida “tan profundamente privada y dañada y atrofiada en el transcurso de ese esfuerzo que solo se la puede llamar vida por cortesía biológica”, escribió Agee. El reportaje jamás salió en Fortune por razones ignoradas, aunque proporcionó algunas de las imágenes más icónicas de Evans (el retrato del aparcero Floyd Burroughs, por ejemplo) y la fuerza motriz del libro Elogiemos ahora a hombres famosos, publicado en 1940 con mínima repercusión (tendrían que pasar dos décadas para que fuese reivindicado como un clásico).

El reportaje original se esfumó hasta que en 2003 la hija de James Agee recuperó la colección de manuscritos que su padre dejó en su casa de Greenwich Village para cederla a la Universidad de Tennessee. Allí se descubrió el texto sobre el viaje a Alabama y, en 2012, casi ocho décadas después, se publicó al fin en Estados Unidos Algodoneros. Tres familias de arrendatarios, que ahora sale en España de la mano de la pequeña editorial Capitán Swing. Junto a las 30.000 palabras originales del artículo se incluyen las fotografías de Walker Evans, la cámara que arropó de dignidad la pobreza campesina.

Pero, se pregunta Adam Haslett, autor de Union Atlantic, en la introducción del libro, “¿por qué habríamos de dedicar nuestro tiempo a leer, setenta años después, un artículo rechazado acerca de un mundo desaparecido?”. Una razón es su sabiduría periodística: Agee elude el sensacionalismo –de ahí que descarte a los más míseros de los míseros- y contextualiza las vidas cotidianas en un marco político, económico y sociológico. “El capitalismo de pacotilla de los terratenientes se sustenta en parte en los vestigios de la deferencia feudal que muestran los granjeros atados a sus tierras”, afirma Haslett. Otra es visionaria: merece ser leído como una lección para el presente. “No hace falta ser un experto para percibir de qué forma nuestro propio sistema crediticio, administrado ya no por terratenientes de pacotilla sino por bancos, agencias de calificación de riesgos y compañías de gestión de cobros, ha establecido una impersonal variante financiero-capitalista de la trampa de endeudamiento que Agee describió hace 77 años”, añade.

El texto es un zarpazo a la neutralidad periodística. Quizás John Houston entrevió la razón mejor que nadie: “Jim Agee era un Poeta de la Verdad; un hombre que no se preocupaba en absoluto por su apariencia, solamente por su integridad. Ésta la preservaba como algo más valioso que la vida. Llevaba su amor por la verdad hasta el extremo de la obsesión”. Agee, que fue guionista de La reina de África y que en 1958 ganaría un póstumo Pulitzer con Una muerte en familia, se sumerge (literalmente) en el entorno de los granjeros, analiza el sistema que lo sustenta y concluye: “Un ser humano cuya vida se nutre de una posición aventajada adquirida de la desventaja de otros seres humanos, y que prefiere que esto permanezca de este modo, es un ser humano solo por definición, y tiene mucho más en común con la chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar”. A veces es la poesía de Agee la que toma algunos párrafos al asalto, como en la descripción de Floyd Burroughs: “Como tantas personas que no saben leer ni escribir, maneja las palabras con torpe economía y belleza, como si fueran animales de granja abriendo un terreno escabroso”.

El artículo está estructurado como un informe, que desmenuza aspectos básicos (dinero, cobijo, comida, ropa, trabajo, temporada de recolección, educación, ocio y salud), y concluye con dos apéndices dedicados a los negros y a los terratenientes que, sin ser Simon Legree, el esclavista malvado de La cabaña del tío Tom, se guían por un marco de creencias que “justifican su posición y sus medios de vida”. Agee había decidido centrar el reportaje en los granjeros blancos para que la cuestión racial no contaminase lo demás pero tampoco les excluyó por completo, dado que uno de cada tres arrendatarios era negro. “Al negro lo odian por ser negro; lo odian porque creen que ninguna mujer blanca sin protección está a salvo a un kilómetros de distancia de él; lo odian porque trabajará por un jornal sobre el que un hombre blanco escupiría y porque aceptará un trato ante el que un hombre blanco mataría; naturalmente, lo odian más que nadie los blancos que por razones de fuerza mayor se hallan tan bajo en la escala social como él. Quizá huelga decir que trabaja por el jornal que le ofrecen porque tiene que vivir”.

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