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Lyanda Lynn Haupt, naturalista: «Estamos conectados a lugares y criaturas que nunca llegaremos a conocer»

Por Climática - LA MAREA  ·  30.05.2023

Mozart tenía un estornino. La primera vez que lo vio, en el escaparate de una tienda de Viena en 1784, enseguida se dio cuenta de que estaba ante un espíritu afín. El ave cantaba una versión improvisada del concierto para piano número 17 en sol mayor que el joven compositor acababa de crear. A partir de ahí, y durante los tres años que el estornino vivió en casa de los Mozart, fue uno más de la familia, disfrutando de la música y de la compañía de todos los artistas que se dejaban caer, bastante a menudo, por la vivienda.

Lyanda Lynn Haupt también tenía un estornino en su casa de Seattle. Vivió durante siete años y, aunque nunca sintió especial afecto por los conciertos de Mozart, también llenó la casa de alegría y música, creando una relación especial con todos y cada uno de los miembros de la familia. Haupt, que no es compositora sino ornitóloga, decidió escribir un libro sobre la experiencia. Lo tituló El estornino de Mozart (Capitán Swing), pero en realidad habla casi todo el tiempo sobre su estornina, Carmen.

«La echo mucho de menos. Durante mucho tiempo, lo que más extrañé fue su voz. Era constante, un trasfondo constante en mi vida, y cuando se fue dejó un gran silencio. No uno hermoso, sino una especie de silencio vacío. Ahora, dos años después de su muerte, lo que más extraño es su personalidad», recuerda la naturalista norteamericana.

Carmen vivió en su casa durante siete años, ¿qué aprendió de ella?

Hay tantas cosas que aprendí viviendo a diario con un estornino que nunca habría aprendido en un laboratorio. Vivir con Carmen me permitió salir de esa estricta forma académica de ver las cosas y me ofreció una narrativa útil y hermosa. Carmen me enseñó la amistad en los estorninos y fue mucho más que lo que yo había esperado.

Cuando la acogí, pensaba que encajaría a la perfección en mi pequeño estudio científico. Que se comportaría de la forma en que probablemente se comportó el estornino de Mozart y que me permitiría extraer las conclusiones que, pensaba, ya conocía de antemano. No esperaba que ella se hiciera cargo de la historia y la capturara, que revolucionara mi hogar.

Carmen no era una mascota, nunca pienso en ella como una mascota. Pienso en ella como el estornino que vivía en nuestra casa. Un estornino que trajo alegría y unión y se convirtió en parte integral de nuestro hogar.

Los estorninos son considerados una especie invasora en Estados Unidos. Después de convivir con Carmen, ¿cambió de alguna forma su manera de entender las especies invasoras?

En América del Norte, la mayoría de la gente sabe que debemos odiar a los estorninos, pero ni siquiera sabe por qué. Creo que en Europa la gente se sorprende de que los odiemos tanto. Pero vivir con Carmen no fue una experiencia que cambiase la forma en que percibo las especies invasoras. La suya fue una lección de complejidad y disonancia, de entender a un pájaro a nivel individual, de reconocer que todos los seres tienen valor, belleza e inteligencia por sí mismos.

Pero, ecológicamente, los estorninos no pertenecen aquí. Debemos tomar decisiones que favorezcan a las demás especies autóctonas y no a los estorninos. Debemos plantar más árboles, preservar mejor los bosques y crear ecosistemas saludables. Cuanto más deforestemos y cuanto más llenemos todo de hormigón, más especies invasoras tendremos.

Pero, ¿cómo lidiar con ellas y, sobre todo, con las que están tan asentadas como los estorninos? El debate es complejo.

Carmen me ayudó a profundizar en la comprensión y el aprecio de cada vida individual. Pero no por ello voy a convertirme en una apologista de los estorninos. Creo que como seres humanos, debemos tomar decisiones que respalden la salud de los ecosistemas y el equilibrio natural. No hay una respuesta fácil. Es así, en muchos sentidos, vivimos en los tiempos de la complejidad.

«Los animales hablan de formas diferentes y hermosas que nunca entenderemos por completo»

A lo largo del tiempo, Carmen aprendió a comunicarse con el resto de seres en el hogar, incluso su gato. ¿Los animales nos entienden mejor a nosotros que nosotros a ellos?

No todos los pájaros y no todos los seres vivos escuchan de la misma manera que los estorninos. Son expertos en mímica y se conectan con el mundo a través de su capacidad auditiva y de respuesta. Carmen no sabía mi nombre, pero sabía que yo le decía «Hola, Carmen» cuando la veía, así que eso era lo que ella me decía cuando me veía.

En la literatura científica, esta dimensión del conocimiento de los estorninos está subestimada. Se sabe que son imitadores, pero no se conoce de qué manera se comunican a través de la imitación. Mi experiencia con Carmen me llevó a pensar que, si esta es una de las aves más comunes en América del Norte y no lo sabemos, ¿hasta qué punto entendemos a los demás seres vivos?

Creo que es muy probable que la mayoría de las especies tengan formas de conocimiento que nosotros desconocemos. Los animales nos escuchan y nos conocen. Y hablan, hablan mucho, de formas diferentes y hermosas que nunca entenderemos por completo.

Cuando se comunicaba con usted o con su gato, ¿cree que era consciente de que se dirigía a especies diferentes a ella o hablaba más para otros miembros de su grupo social?

Creo que ella era capaz de reconocernos a todos como individuos y se relacionó de forma diferente con cada uno de nosotros. Por ejemplo, si en Halloween me ponía una peluca, mi gato se asustaba, pero Carmen no. A ella le daba igual porque nuestra relación era fundamentalmente oral. No estoy segura de qué tipo de relación tenía en conjunto con nosotros, pero creo que éramos como su familia, parte de lo que habría sido su grupo social en la naturaleza.

Mozart tenía un estornino con el que tenía una relación musical. Usted también toca el violín. ¿Llegó a relacionarse con Carmen a través de la música en alguna ocasión?

Creo que nunca fui realmente capaz. Aprendí qué música le gustaba y se la ponía porque parecía disfrutarla. Quería que Carmen amase a Mozart, que aprendiese a vocalizar sus obras y, sobre todo, el concierto para piano número 17 en sol mayor que el estornino de Mozart sabía cantar. Se la toqué una y otra vez al piano, pero nada de nada.

Sin embargo, cuando mi hija Claire tocaba algo de Bach en el violoncello, Carmen cobraba vida y cantaba con ella. Tenía su propia mente individual, tenía su propia opinión musical. Eso siempre nos pareció muy divertido, porque nuestra casa siempre ha sido muy musical y Carmen llegó para cambiar y profundizar nuestra relación con la música.

Antes hablaba de lo poco que conocemos al resto de seres con los compartimos planeta. Hasta hace poco, los estudiábamos bajo un punto de vista de superioridad, incluso ignorando cualquier rasgo de inteligencia en ellos. Eso está cambiando lentamente. ¿Conocer mejor al resto de seres vivos cambiará la forma en que nos relacionamos con la naturaleza?

Eso espero. Creo que es maravilloso que estemos teniendo ese cambio en la ciencia, aunque es un poco tarde. Hace más de 150 años, Darwin sugirió que existía una continuidad psicológica entre los animales y el ser humano. Sin embargo, en la ciencia se impuso otra visión sobre la evolución de la racionalidad, dejando la consciencia como algo exclusivamente humano.

La verdad, me parece bastante humillante que ahora, después de tanto tiempo, estemos redescubriendo algo que ya sabíamos. Muchas culturas lo han sabido, en especial, aquellas que estaban más conectadas con la tierra. Aun así, es maravilloso que estemos recuperando esa conexión. Nunca es demasiado tarde para observar el planeta con humildad. La forma en que nos percibimos a nosotros mismos en el mundo podría repercutir en la crisis climática y en nuestra relación con el mundo natural.

Los cuentos antiguos europeos solían empezar con una frase: «en la época en que los animales podían hablar». A mí me gustaría cambiar eso y hablar de la época en la que los humanos sabíamos escuchar y formábamos parte de una conversación que siempre ha tenido lugar.

«Creamos más problemas porque imponemos nuestra propia voluntad en la naturaleza»

¿En qué sentido debería cambiar nuestra relación con la naturaleza?

Desde la arrogancia humana, sentimos que podemos resolver los problemas con nuestro propio ingenio. Pero al final creamos más problemas porque imponemos nuestra propia voluntad en la naturaleza. Debemos darle la vuelta a esa forma de ver el mundo, actuar con humildad, escuchar al mundo natural y anteponer la naturaleza a nuestras necesidades y nuestros juicios. El camino es largo, pero creo que hemos empezado a recorrerlo.

Es curioso pensar cómo, en inglés, los animales nunca llevan un pronombre femenino o masculino, aunque sepamos su sexo. Siempre son cosas, objetos. Es una forma de hablar que, de alguna manera, separa a la criatura de cualquier consideración ética de alguna manera. Creo que usar otro lenguaje nos ayudaría a ver a los animales como seres subjetivos, tal como nos consideramos unos a otros entre humanos.

En español y en las lenguas latinas en general sí se usa género para los animales. Aun así, creo que seguimos viéndolos de forma bastante utilitaria.

Bueno, cambiar el lenguaje tampoco va a ser la solución definitiva. Al fin y al cabo, esa visión de la naturaleza hunde sus raíces en las bases de la filosofía occidental. Tenemos mucho trabajo por hacer antes de ser capaces de abandonar ese paradigma.

El cambio climático y la pérdida de biodiversidad, las dos grandes caras de la crisis ambiental, avanzan. ¿Qué estamos perdiendo que ya nunca recuperaremos?

Pues por seguir hablando de música, creo que nos perderemos la sinfonía al completo. Cuanto más hormigón pongamos, más árboles quitemos, más contaminemos nuestro aire, menos naturaleza habrá. Está claro que muchas especies seguirán prosperando en este entorno, como los estorninos, los cuervos y otras especies generalistas. Pero perderemos las voces diferentes que crean la totalidad de la sinfonía. Viviremos en una realidad parcial en la que la belleza del mundo y de los ecosistemas habrá desaparecido.

Hemos perdido buena parte de nuestra conexión con la naturaleza y cada vez es más difícil sentir esa conexión en nuestras ciudades, en nuestro mundo cada vez más urbano.

Una de las razones que me impulsaron a escribir este libro es que el estornino es una especie urbana muy común, una que cualquiera puede observar. Es una invitación a reconocer que podemos recuperar la conexión con la naturaleza, vivamos donde vivamos. Tenemos estorninos, aunque es cierto que son invasivos, cuervos y petirrojos. Las especies comunes están entre nosotros todo el tiempo y podemos aprender de ellas continuamente, de su morfología, su canto o su vuelo.

No importa donde vivamos, podemos salir y sentir el sol o la lluvia o ver las estrellas –aunque cada vez son menos– que están sobre nuestra cabeza. Todas las criaturas, sean simples, escasas o muy comunes, son como un pequeño poema que nos marca el camino, como un dedo índice que nos señala a lo lejos y nos dice que vayamos más allá, que recordemos lo que hay en la naturaleza. Si lo observamos, podremos recordar esa conexión siempre presente.

Más allá de lo que podemos ver, del ecosistema urbano, de nuestra vida cotidiana, de cómo nos vestimos o comemos, estamos conectados a los ecosistemas del planeta, a lugares y criaturas que nunca llegaremos a conocer. Las aves y las plantas que viven entre nosotros en el día a día nos lo cuentan, nos recuerdan que hay más.

Pero no siempre llaman nuestra atención lo suficiente o quizá es que hemos olvidado cómo mirar.

A veces es difícil darse cuenta. Pero razón de más para prestar atención a las criaturas cotidianas entre nosotros y simplemente dejarse sorprender. Son como pequeños cascabeles en nuestros oídos que nos recuerdan que hay mucho más ahí fuera y que estamos conectados a ello, lo veamos o no.

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