La última vez que Luis Pastor preparó unas migas frente a una cámara fue junto a Elena Santonja en aquel pionero espacio de cocina, Con las manos en la masa. Entonces, hace tres décadas, la receta no le salió tan redonda como en esta ocasión, que de tan sabrosa toca repartir con los parroquianos del bar donde nos reunimos, la castiza tasca madrileña Casa Baranda. “Aquella vez usamos un pan que no era viejo, y en mi pueblo se rieron un montón de mí”, recuerda divertido de aquella experiencia televisiva.
Tan natural, tan hondo y tan expresivo como siempre, el cantante y compositor (Berzocana, Cáceres, 1952) acaba de publicar su autobiografía en un libro que comparte título con uno de sus discos, Qué fue de los cantautores (Capitán Swing), un paseo por los callejones de su memoria en el que los pasos se mueven a ritmo de octosílabos. “Cuento mi vida hasta 1979, hasta mis 27 años, cuando me retiré dos años de la canción, durante el primer desencanto político que vivimos después de las primeras elecciones”, explica. “Es una historia de mi generación, de los jóvenes que luchamos para cambiar la realidad de nuestra propia vida, la de nuestros barrios y finalmente la de la dictadura”.
Las migas que prepara también forman parte del mismo relato, el recuento de una infancia y juventud humildes dentro de un país en pleno proceso de transformación, en un tiempo de más expectativas y muchas menos pantallas que el actual. “Para los que tenemos una edad, hay un placer en el libro que no existe en otra cosa”, dice sobre el porqué de lanzarse a la aventura editorial. También porque las páginas sirven como epitafios de los hechos pasados, muchas veces tan presentes. “Somos un país desmemoriado en muchas cosas, pero es verdad que la desmemoria se ha trabajado: en estas cuatro décadas de democracia, en los colegios y en los institutos no se ha enseñado qué fue la dictadura, qué fue el posfranquismo, qué fue la Transición”.
Entre que corta el pan y prepara el resto de ingredientes, no puede ni quiere dejar de tararear. “Soy un cantarín y cantaré hasta que me muera”, sentencia. “Igual que mi padre, que tiene 97 años. Él, que trabajó desde los 7, ha sido toda la vida un trabajador y un cantarín. Ciertas personas somos seres musicales, nacemos con ese don”. De otro momento y otra España, sus historias se entrecruzan con ensoñaciones de Portugal, país de cuyos sonidos también ha hecho patria. “Desde los 17 años ha habido una relación entrañable de mi música con la de Portugal y su eje de influencias: Mozambique, Angola, Cabo Verde y Brasil. Yo he llegado a componer para el último disco de Cesária Évora sin haber estado nunca en Cabo Verde, y es por haber mamado esas influencias”, señala, al tiempo que lamenta el descuido con el que en ocasiones miramos a nuestros vecinos: “Es cierto que muchas veces hemos dado la espalda a un pueblo tan cercano”. Evoca el recuerdo del probablemente mayor peso pesado de la cultura lusa, el Nobel José Saramago: “Tuve la gran suerte de ser su amigo y de grabar con él un libro-disco en los dos idiomas basado en su novela El viaje del elefante”, cuenta. “En su última etapa, él decía que si en este siglo tiene que venir una revolución, tiene que ser la revolución de la bondad. Ahora que las ideologías han fracasado, que las propuestas más allá del capitalismo triunfante no existen como modelos de vida, hay que ser realista pesimista, pero con el optimismo que Saramago siempre le dio a la vida”.
De toda esa música y arte y amistades y viajes y sueños realizados, Pastor se queda con el bagaje emocional más que con el material. “Hay dos maneras de ser rico: una es tener y otra es ser. Yo he optado por la última: no juego a ser famoso ni a dedicarme a mi profesión desde que me levanto. Está mal visto utilizar el tiempo en otro concepto que no sea producir y producir, pero todo el tiempo que tengamos para nosotros y para disfrutarlo con nuestros seres más cercanos es algo que no tiene precio”.
Ver artículo original