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Luis Pastor: “El rey Juan Carlos es un pelele moldeado bajo las faldas de Franco”

Por Público  ·  15.12.2017

Madrid también nació por abajo. Armaban chabolas de noche para que la Guardia Civil las tirase de día. ¡Que vienen los del sur! Y en la maleta de cartón, un crío espigado, Luis Pastor (Berzocana, 1952). Extremo y duro; luego vallecano, con ce de catocomunista. Niño obrero, coro de iglesia roja, cantautor protesta, jesucristo panfletario, agitador de masas —en ella está el secreto— y enseña desechada.

Pastor sobrevivió al desencanto, se reinventó como músico urbano, vio pasar a los del boom: Guerra y Álvarez; Rosana e Ismael. En ¿Qué fue de los cantautores? (Capitán Swing / Nórdica) escribe sus memorias en verso. Un ajuste de cuentas octosilábico con la transición traidora, pero también con la izquierda desflecada. Un aquí estoy yo en respuesta al quién sabe dónde.

Unos treparon al aseladero de la política; otros, al estridente gallinero de la televisión. Murió Krahe, se fue Moncho. Vive quien se negó a seguir siendo pastor.

Cantautor, pero antes de todo, coplero como su padre. ¿El fermento vino de él?

Todo viene del ser musical que nace en mí. Hay personas que tenemos la necesidad de expresarnos cantando. Aunque todavía vive y ya ha cumplido 97 años, tengo a mi padre en el recuerdo de mi niñez cantando coplas como nadie: arando y sólo su voz. Entonces la cultura se transmitía de boca en boca y el canto formaba parte de la vida cotidiana: de la canción de siega a los villancicos de navidad. En todos los hogares se cantaba, porque no había tanta máquina que cantara por nosotros. El lenguaje, a través de la música, conformaba a las personas.

Al acabar la guerra, mi padre estuvo cinco años haciendo la mili en Madrid, donde aprendió a escribir. Un día estaba cantando de guardia, cuando un jefe le propuso que se dedicase al cante e impartiese clases, pero él nunca quiso hacerlo. Como Manolo Escobar, todos procedían del mundo campesino y de la España coplera. Ellos encarnaban mis modelos y yo era ese niño. Para mí era mágico aprender en la escuela canciones del folclore de toda España, aunque antes nos obligasen a entonar el Cara al sol. Tengo la suerte de poseer esta dote y también de haber podido vivir de ella. Es un regalo.

Pero usted no era sólo un crío que cantaba, sino un niño Joselito.
Yo quería ser como él. Tenía la misma voz de pito y las vecinas me paraban para que les cantase.

Sufrió una pequeña crisis cuando le cambia la voz durante la pubertad y aparecen los temidos gallos.
Estaba acostumbrado a una pegada y, con la adolescencia, la voz ya no fue la misma. Sin embargo, creo que si hubiese seguido trabajando la copla y el flamenco, podría haber sido un cantaor. En todo caso, cuando me puse a trabajar a los catorce años en una compañía de seguros, tenía la sensación de que ya no iba a ser cantante, mi sueño de niño. Pensaba que mi destino era ser trabajador. A lo quince, vendo mi bandurria y me compro en la calle Atocha una guitarrita por seiscientas pesetas. Ahí se me abre un mundo nuevo, alejado de los referentes que había tenido hasta entonces.

Todo esto, unido a un proceso personal de toma de conciencia de joven trabajador. Eran tiempos de reuniones en el barrio con los curas obreros. De asambleas y clandestinidad. De lectura de libros. De abrir la mente. Resulta interesante el proceso de formación de la personalidad a través de la cultura: cómo a partir de varios retales somos capaces de hacer un traje. De ese mundo, así como del descubrimiento de los poetas a través de las canciones, se fue conformando el cantautor y la persona que he sido.

Construían con sus propias manos ese edificio político, asentado en unos cimientos catocomunistas.
Totalmente. La Juventud Obrera Cristiana (JOC) fue una escuela. Gente que ayudaba a los más desfavorecidos. Una Iglesia de los pobres que impregnó nuestros barrios. Un cristianismo humanista que entroncó con el movimiento revolucionario marxista.

El Cristoché.
Eran los dos pósteres que había en nuestras habitaciones.

¿Cree en Dios?
Yo no creo en Dios.

¿Acaso la fe se fue diluyendo con los años?
Es que ya se había diluido. El Dios que me pintaban en la iglesia de mi pueblo, cuando era monaguillo, era un Dios del miedo, de la culpa, de la muerte, del sacrificio y de la sangre… Era un Dios tétrico.

El suyo, en cambio, era humano.
Nosotros vivimos el cristianismo desde la figura del Cristo hombre, no del Dios imaginario, ni del Espíritu Santo, ni de la Santísima Trinidad. Era el hombre comprometido que dio la vida por los seres humanos, igual que el Che Guevara. Ese discurso caló entre nosotros y fue creando conciencias y militantes, que pasaron a engrosar las filas del movimiento sindical, obrero y político de este país.

Volviendo al influjo de los maestros poetas, al igual que le había sucedido a usted previamente, la canción de autor inoculó la poesía en el pueblo: escuchando, leían.
Nosotros fuimos quienes rescatamos del olvido a los poetas prohibidos. Y, a su vez, la fuerza de su propia poesía fue un altavoz que contribuyó a sacarlos del encierro y del anonimato al que el franquismo los había condenado.

Usted es un autodidacta de libro.
Claro, porque los que no estudiábamos éramos condenados al ostracismo y a la incultura.

¿Cómo se alcanza el conocimiento sin pasar por la academia?
Por la vida. Mi suerte es haber caído en ese barrio y entre esa gente. Les estaré siempre agradecido. Estábamos teledirigidos en el ocio, en la cultura, en la formación y en asumirnos como mano de obra sin capacidad de protesta y rebelión. Éramos gente con una vida ya determinada, incluso en el amor. Tenías novia a los catorce, entraba en casa a los quince y pensabas que a los veintiuno la dejarías embarazada en un desliz, que era lo que pasaba en aquellos años, cuando la sexualidad todavía no había sido asumida desde la libertad. Tuvimos que desaprender y quitarnos la losa del pecado. También se luchaba desde esos terrenos individuales, porque nuestra libertad había sido anulada por la educación aplastante de una Iglesia que controlaba tu vida desde lo más íntimo, que era la sexualidad, planteada como algo pecaminoso, sucio y negativo.

El aprendizaje de la vida fue la universidad donde nos formamos los niños obreros de aquella generación. Y, cuando llegó el desencanto en 1979 y asumimos lo individual, porque hasta entonces lo habíamos dejado todo para trabajar por la colectividad, algunos amigos fueron capaces de estudiar una carrera. Gente de un valor inmenso que trabajaba de día y estudiaba de noche con el objetivo de cambiar su destino. En aquellos años, el barrio determinaba nuestra vida desde el lado más negativo: la agresividad, la droga, la violencia… La otra cara de Vallecas, que supo mostrar una imagen distinta a la que se proyectaba desde el centro: la Vallecas que trascendió desde los movimientos vecinales; que luchó para modificar la realidad; que trató de transformar una ciudad vertical en una ciudad horizontal…

El plan parcial había sido diseñado para diseminar a los vallecanos con conciencia por los arrabales, pero no fueron capaces de hacerlo porque nos rebelamos. Y, con las primeras elecciones, las autoridades tuvieron que negociar con los representantes vecinales ese proceso de cambio, porque nos resistimos a irnos a otros barrios. Si querían derribar las casas bajas, tendrían que hacerlo de una manera consensuada con las asociaciones.

Lo canta en Plan parcial, incluida en su exitoso tercer disco, Nacimos para ser libres (1977).
Ya en el anterior álbum, Vallecas (1976), se muestra ese orgullo de movimiento vecinal, donde se vieron reflejados otros barrios de España.

Letras sanguíneas. El barro del barrio.
Brotaba la protesta, porque hasta entonces no había escrito ninguna letra desde el realismo socialista o, si lo prefieres, desde la realidad social.

¿Es complicado hacer arte desde lo político y lo social? ¿Que la canción tenga un valor artístico más allá de la denuncia o lo documental?

Algunas canciones incidían tanto en la realidad que trascendían la calidad. Estaban hechas desde una ironía con muy mala leche hacia quienes nos gobernaban y desde un asumirse en el abandono sabiendo que de ellos no podíamos esperar nada, al tiempo que los mandábamos a la mierda: “Miren, casi es mejor que no vengan con sus perros y con su represión”. ¿Podíamos caer en el panfleto? Claro que sí, pero yo me asumo en la canción panfletaria, porque puede ser poética, política y, por supuesto, de calidad.

En aquel momento, aún no había accedido al yo poético, al cual llegas cuando te descubres poeta. Era capaz de construir y versificar, porque no paraba de leer, mas no había tocado esa fibra dentro de mí. Así fue hasta mediados de los ochenta, cuando comienzo a escribir un diario y encuentro mi yo poético. Ahí siento que puedo hacer panfletos con toda la dignidad, caso de En las fronteras del mundo, incluida en el disco Soy (2002).

¿Por qué una biografía en verso?
No sabría escribir mis memorias en prosa. O, al menos, me costaría más trabajo, porque yo he encontrado la expresión escrita desde la poesía.

Usted se para en una fecha: los albores de la democracia. ¿No había más que contar o su vida da para un segundo libro?

No da para uno, sino para dos libros más. ¿Qué fue de los cantautores? tiene que ver con una etapa de la vida en este país. Un ciclo que se corta y se pierde a partir de 1979, aunque continúa en aquellas comunidades que reclaman el estatuto de autonomía. Allí, la canción política sigue siendo el arma arrojadiza para exigir esas reivindicaciones y para sacar a la gente a la calle. Pero esa crisis personal que vivo yo como cantante —y que también viven muchos militantes de izquierdas— determina un antes y un después en la canción de autor. A partir de ahí vendrán los ochenta, vendrán algunos cantautores que se reenganchan —como Sabina, Krahe o Aute, que había cantado menos durante la década anterior— y vendrán las fiestas de los barrios, donde todavía estamos presentes… El movimiento de la canción protesta y sus señas de identidad conocerán un antes y un después en 1979.

Pararme ahí era necesario, tanto para no perderme, como para contar lo que no se ha querido contar en los últimos años. Los medios y las televisiones despachan una década de historia de la canción política citando sólo a un par de músicos: Raimon, Serrat y no sé quién más. Son recuperados algunos cantantes de la época, que convivían con la canción popular pero que tenían menos incidencia en los jóvenes, desde la música comercial a solistas como Raphael. Y, al tiempo, se intenta apartar a otros, cuando en realidad la canción política lo teñía todo desde 1973. Sucedería algo similar más adelante, a mediados de los ochenta, cuando delimitaron la movida a la sala Rock-Ola.

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