Era el final del siglo XX, y los republicanos estadounidenses, con la ayuda del presidente demócrata Bill Clinton, consiguieron reformar las leyes que regulaban el acceso a las ayudas asistenciales. Los usuales argumentos de que las prestaciones estatales perpetúan la pobreza y generan un montón de vagos que esperan vivir siempre del dinero ajeno, por lo que las ayudas debían ser reducidas “por su propio bien”, motivaron a la periodista y ensayista Barbara Ehrenreich a poner en marcha una prueba de realidad que situara todos aquellos discursos en el lugar adecuado.
Ehrenreich decidió pasar varios meses viviendo y trabajando como si fuera parte de esa numerosa clase trabajadora que sobrevivía en la tierra de la abundancia gracias a trabajos mal pagados. De Florida a Minnesota, la escritora trabajó de camarera de hotel, mujer de la limpieza, auxiliar de enfermería o empleada de Wal-Mart. Se propuso subsistir únicamente con el dinero que ganaba (“y sólo hice trampas cuando sufrí la terrible erupción que cuento en el libro”) y sufrió en carne propia lo que supone vivir con un salario que no basta para llegar a fin de mes.
El experimento tomó cuerpo en un libro, Nickel and Dimed, que se hizo enormemente popular en EEUU, y que ahora se vuelve a publicar en el mercado español gracias a la editorial Capitán Swing con el título de Por cuatro duros. El texto, no obstante, es mucho más que la narración de una experiencia personal o el retrato social de una época. Es también una lección de periodismo que nos avisa del deterioro al que estamos abocados. Hay que recordar, avisa Ehrenreich, que “el libro tiene 13 años y las cosas han ido a peor desde entonces. Ahora le digo a la gente que lo lea para recordar cómo eran los ‘buenos viejos tiempos’. La tasa de pobreza ha aumentado desde 2001 y la pobreza extrema se ha disparado aún más. Yo ya no podría hacer ese experimento hoy, porque incluso los trabajos mal pagados que tuve entonces serían hoy difíciles de conseguir”.
Un estigma añadido
Los trabajadores pobres, esa mano de obra que a pesar de contar con empleo regular no llega a los niveles económicos necesarios para la subsistencia, han aumentado sustancialmente desde entonces. Al mismo tiempo que los salarios bajan (o en el mejor de los casos se mantienen), los precios de materias primas y servicios esenciales para la vida cotidiana aumentan. La brecha entre los que tienen y los que tienen poco es cada vez más grande, una situación que también está afectando, y de manera sustancial, a las clases medias, pivotes tradicionales en los que se sustentaba la estabilidad social. Según Ehrenreich, esta diferencia entre unos y otros ocurre porque quienes mandan “se están llevando todo lo que pueden. No les preocupa en absoluto el largo plazo. No les importa respecto de sus empresas, menos aún respecto de la sociedad”.
Las clases empobrecidas, además, han de soportar un estigma añadido, el de encontrarse en una situación precaria por no haber sabido conducirse adecuadamente: no se prepararon, no supieron ver los cambios, se dedicaron a ir de fiesta o se gastaron todo en teles de plasma. En ese sentido, igual da ser pobre en EEUU que en España, porque la consideración es la misma: “Algo has hecho mal. Debes ser alguien perezoso, adicto, promiscuo o estúpido, y eso explica tu situación de necesidad”. Ehrenreich esperaba un cambio de mentalidad provocado por la caída de la clase media por la pendiente social, pero poco parece haberse transformado en cuanto a dicha mentalidad. “La recesión no ha matado ese mito, al contrario. Supongo que es reconfortante para los ricos creer que los pobres son los causantes de su destino”.
Se vuelven invisibles
Al mismo tiempo que esta década generaba muchos más trabajadores pobres, y muchas más personas en situación de urgencia económica, también los hacía invisibles, ya que cada vez aparecen menos en los medios, donde suelen ser objeto estelar sólo cuando ilustran la crónica de sucesos, y tampoco las ficciones televisivas o cinematográficas les prestan atención. Ehrenreich no tiene claros los motivos por los que el cine o la televisión se han olvidado de ellos, pero sí está segura de lo que ocurre con los medios, que “ya no están comprometidos con la investigación y con el periodismo, porque su audiencia son los ricos. Escriben para ellos, y a ellos no les interesan esas cosas”.
En este tiempo de escasez de empleos, más acuciante que cuando la ensayista publicó en EEUU Por cuatro duros, la constante que lo define es “el miedo a perder el empleo”, lo que hace mucho más fácil la tarea de los gestores. Sus empleados “van a protestar mucho menos por sus escasos sueldos o por las abusivas condiciones de trabajo que padecen” para no buscarse problemas. Pero si sentirse permanentemente amenazado por la pérdida del empleo contribuye a mermar la confianza en sí mismos de las personas con pocos recursos, aún más lo hace esa sensación de estar siempre fuera de juego. Según Ehrenreich, “el trabajo de los subasalariados tiene el efecto de hacerlos sentir como unos parias, porque en cuanto encienden la televisión ven un mundo donde todos viven bien y tienen mucho más que ellos”.
Nadie paga por el periodismo
Eso crea también sociedades con muchas más tensiones. Por ejemplo, señala Ehrenreich, “el resentimiento contra los ricos se expresa de una manera mucho más abierta que antes, por ejemplo en los medios de entretenimiento de masas. He estado viendo El lobo de Wall Street y…”.
Precisamente estos tiempos convulsos, que darán lugar a crecientes tensiones y que nos van a conducir hacia escenarios desconocidos, hacen mucho más necesario que existan iniciativas periodísticas que den cuenta de ellos, que nos hagan percibir mejor la realidad y comprender las claves que la construyen. Sin embargo, cuanto más avanzamos en los nuevos tiempos, menos presente está esa clase de narración. Ehrenreich ha abogado, y continúa haciéndolo, por el periodismo de inmersión, convencida, como está, de que “el buen periodismo a menudo está relacionado con las dificultades económicas”. La cuestión, aparentemente insalvable, es que para llevar a cabo esa tarea hace falta dinero, “y hoy nadie parece querer pagar por el periodismo”.
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