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Los libros de historia pueden contar grandes patrañas

Por Yorokobu  ·  13.04.2018

En Estados Unidos, los libros y películas sobre acontecimientos históricos nacionales son un gran éxito de público. Algo que contrasta con el desinterés que los alumnos de todo el ciclo educativo muestran hacia esa disciplina. El sociólogo James Loewen ha investigado el tema y ha llegado a una conclusión: los libros de texto de historia estadounidenses están llenos de mentiras.

Fruto de esas investigaciones es Patrañas que me contó mi profe, un volumen con el que Loewen busca explicar «en qué se equivocan los libros de historia de los Estados Unidos» y animar a los adolescentes de ese país a que se aficionen a la historia y se conviertan en ciudadanos críticos con el discurso oficial.

El origen de Patrañas que me contó mi profe se remonta a un viaje que Lowen realizó al estado de Misisipi para cursar un semestre de sus estudios universitarios. Allí se topó con una cultura que desconocía y comprobó que nada de lo que veía en ese lugar se reflejaba en los libros de historia que había estudiado hasta la fecha.

Si, como dice el aforismo, «la historia la escriben los vencedores», cuando los vencedores son hombres, blancos, ricos empresarios y conservadores, es fácil hacerse una idea de la imagen que los libros de historia van a arrojar de mujeres, negros, indios, pobres, obreros y sindicalistas.

Según explica el propio Loewen, el sesgo de la narración histórica en Estados Unidos llega a tal extremo que «hasta los chicos de familias blancas acomodadas piensan que la historia, tal como se enseña en secundaria es demasiado “repulida y de color de rosa”». Una situación que provoca que los estudiantes afroamericanos, amerindios y latinos tengan una especial aversión a la historia, algo que se gesta en el colegio, continúa en la educación secundaria y perdura en la universidad.

Atendiendo a los datos que aporta Loeren en Patrañas que me contó mi profe, publicado en España por Capitán Swing, en las universidades los alumnos negros rehuyen los estudios de historia, lo que no hace más que perpetuar el problema: desde el momento en que no hay historiadores procedentes de las clases no hegemónicas, el discurso institucionalizado se afianza más, ayudado para ello por el poder reverencial que tiene el libro de texto como soporte que fija el conocimiento.

En ese sentido, resulta muy clarificador uno de los ejemplos que Loewen incluye en su ensayo. Una profesora de una escuela secundaria de Illinois explicó a sus alumnos que todos los presidentes de Estados Unidos anteriores a Abraham Lincoln habían sido esclavistas. Los alumnos se escandalizaron de semejante afirmación y negaron las informaciones de su profesora argumentando que, de ser cierto, «aparecería en el libro».

Lejos de enfrentarse, la profesora aceptó que podría estar equivocada y propuso a sus alumnos elegir cada uno a uno de esos presidentes y realizar un trabajo sobre su vida. Tras consultar otras fuentes distintas al libro de texto, los alumnos confirmaron cómo el perfil esclavista de los próceres de la patria había sido ocultado sistemáticamente.

En un país de más de 300 millones de personas como Estados Unidos, el sector editorial dedicado a los libros de texto es un negocio muy rentable. Por eso, y aprovechándose de las limitaciones de tiempo y carencias de medios que sufren los profesores, las editoriales idean métodos educativos en los que el docente apenas tenga que hacer otra cosa que seguir el temario del libro.

De hecho, una de las ventajas que los editores esgrimen para convencer a los docentes de que recomienden sus títulos es la comodidad que supone llevar un solo tomo en lugar de apuntes, fotocopias, monografías de consulta, diapositivas y otros materiales didácticos para preparar e impartir las clases. En ocasiones, el libro del maestro está contenido en un simple CD o pendrive para que tengan que cargar aún con menos cosas.

No es el caso de los alumnos que, en ocasiones, deben portar libros que superan las mil páginas y los dos kilos de peso. Un hecho que ha provocado que asociaciones médicas den la voz de alarma para evitar que los estudiantes se destrocen la espalda cargando semejantes mamotretos.

Sin embargo, una de las razones para que los libros resulten tan voluminosos es la perversa combinación entre corrección política y negocio. Ningún editor de libros de texto, algunos de los cuales rondan los 80 dólares, se arriesgará a que sus títulos no se vendan en un determinado estado porque no se mencione en ellos esa zona, independientemente de que haya sido importante o no en la historia del país. Por esa razón, los libros estadounidense están llenos de datos sin interés alguno, al tiempo que descartan informaciones importantes, pero que podrían afectar al prestigio de los Estados Unidos.

Si se presta atención a lo que afirman los libros de historia, cada vez que Estados Unidos ha tenido un problema, lo ha superado heroicamente. Lo que no explican con tanto detalle son aquellos casos en los que, para superar dichos escollos, ha puesto en riesgo la seguridad de sus ciudadanos, ha utilizado métodos de dudosa legalidad o, directamente, ha vulnerado normativas nacionales e internacionales.

Este discurso basado en el optimismo, además de no ser fiel a los hechos históricos, resulta muy peligroso para los propios alumnos. Chicos y chicas negros, latinos o indios, algunos de los cuales procederán de clases sociales bajas y posiblemente de entornos conflictivos, acabarán asumiendo que la incapacidad de superar esos problemas que sufren no se debe a un problema estructural, sino a su propia incapacidad. Por eso, concluye Loewen, los libros de historia transmiten la idea de que «el fracaso es culpa de la víctima».

Para este autor, la clave de todo radica en que, a diferencia de otras materias, como las Matemáticas, la Química o la Física, la Historia es una asignatura que sirve para adoctrinar a los chavales, algo que es evidente desde la portada de los libros.

Mientras que los manuales de química suelen reproducir moléculas y los de matemáticas, fórmulas, los de historia estadounidense tienen en sus portadas símbolos nacionales como águilas, escudos, banderas y títulos rimbombantes como La gran república, Tierra de promisión o El triunfo de la nación americana. Unas herramientas de persuasión que buscan generar en el alumno, germen del futuro adulto, una actitud acrítica, que no preste atención a la causalidad, y que fijen en él discursos de corte patriota que no se pueden contradecir, salvo que se quiera correr el riesgo de ser señalado como «antiestadounidense».

Aunque el libro de Loewen se centra solo en Estados Unidos, para lo cual repasa acontecimientos «mal contados» como la guerra de Vietnam, la de Irak, el origen del Día de acción de gracias, la esclavitud o la ficticia idea de progreso norteamericano, lo cierto es que la situación que relata es compartida por otros países.

En España, sin ir más lejos, existe un debate en la actualidad sobre cómo afrontar el relato histórico de los territorios con deseos de independencia como el País Vasco o Cataluña. Un tema que se suma a narraciones de la historia, por ejemplo, el descubrimiento de América, que no tienen en cuenta a la población emigrante procedente de Hispanoamérica. Lo mismo sucede con la permanente ignorancia hacia el pueblo gitano y su cultura.

El 8 de abril de 2017, con motivo de la celebración del Día Internacional del Pueblo Gitano, el Consejo Estatal Gitano lanzó una campaña de comunicación en la que llamaba la atención sobre el hecho de que la cultura gitana y las personas de esa comunidad están ausentes de los libros de texto y planes de estudio. A pesar de lo justo de la reivindicación, un año más tarde, las autoridades educativas no han tomado ninguna decisión que resuelva la situación.

Definitivamente y aunque esté centrado en un país tan aparentemente lejano como Estados Unidos, no estaría mal prestar algo de atención a lo que cuenta Patrañas que me contó mi profe pues, como explica el propio Loewen, «los que no recuerdan el pasado están condenados a repetir… undécimo curso».

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