Unos amigos festejan, en Moscú, el año nuevo a lo ruso: bebiendo como cosacos en una sauna. Y en un momento dado, acuden a uno de los aeropuertos de la capital soviética para despedir a uno de ellos, Pávlik, que debe tomar un avión a Leningrado. Pero, debido a la monumental cogorza, se equivocan de amigo, y es a otro, Zhenya, absolutamente ebrio e inconsciente de dónde lo meten, al que se hace viajar a la ciudad que lleva el nombre del fundador de la URSS.
Cuando el amigo llega, resacoso, a la actual San Petersburgo, pensando que se halla en Moscú, pide un taxi, y dice al taxista que lo conduzca hasta su calle y número.Calle y número que, por casualidad, existían también en Leningrado. Al llegar allá, no sale de su error: el edificio también es idéntico a su vivienda moscovita. La llave resulta serlo también, y entra en un piso que no deja de pensar que es el suyo, pues la disposición de los muebles también es muy similar. Se acuesta, entonces, a dormir plácidamente: solo descubrirá todo el entuerto cuando la auténtica inquilina llegue a casa y descubra, como Ricitos de Oro, que un extraño duerme en su propia cama.
Ironía del destino, ¡o disfrute de su baño!, la película dirigida por Eldar Riazánov que divirtió a los ciudadanos soviéticos del año setenta y cinco con este argumento, era una sátira de la monotonía de las mikrorayons: los distritos masivos de bloques de pisos idénticos, construidos a gran velocidad con paneles prefabricados de hormigón, que fueron característicos del urbanismo de los países del socialismo real. En nuestros días, su desasosegante fealdad es un must de la enumeración de miserias con que se dicta condena de la civilización soviética desde Occidente.
Para el turista que visita Cracovia, Praga o Budapest, la visión de las torres cenicientas y desportilladas que rodean como un dogal los exquisitos centros históricos no parece tener defensa posible, ni dejar de hablar del fracaso del sistema que, proclamando altos principios de justicia y belleza, los erigió. Sin embargo, desde el Este que los habitó, la visión de las jruschovkas —así se conocía popularmente a estos edificios, por Jrushchov— es como mínimo más compleja: allá saben y recuerdan que las mikrorayons fueron la respuesta a la crisis de vivienda provocada por la combinación de la destrucción causada por la segunda guerra mundial y el incremento de la natalidad que sucedió a su final; y que lo fueron desde la voluntad genuina de proporcionar viviendas decentes a los trabajadores, tan subvencionados que resultaban prácticamente gratuitas. Como explica Owen Hatherley en Paisajes del comunismo,
«En lugar de construir majestuosos pasajes abovedados que condujeran a barrios pobres, bulevares adecuados para poca cosa más que tanques o castillos de mayólica y granito, reformistas como Jruschov o Gomu?ka prometieron crear —por primera vez en la mayoría de esas ciudades— viviendas decentes para todos los trabajadores, donde no tendrían que compartir habitación ni apartamento con otras familias, donde dispondrían de calefacción central, electricidad, agua caliente y otras comodidades modernas, poco habituales en aquel entonces».
El libro de Hatherley es un recorrido por la arquitectura toda de la civilización soviética: por las jruschovkas, pero también las magistrales, los memoriales, los mausoleos, las bibliotecas, los restaurantes, los rascacielos, las casas del pueblo, los pequeños quioscos o incluso las iglesias que la Polonia socialista no dejó de construir. Y por supuesto, las estaciones de metro; el de Moscú, pero no solo. También era edilicia soviética aquella maravilla arquitectónica del siglo XX, que sigue asombrándonos con su suntuosidad puesta al servicio, no ya de la aristocracia, sino de la clase trabajadora. «Sus palacios son para los faraones, pero los nuestros son para el pueblo», dejó dicho Alexéi Dushkin.
Hatherley nos proporciona el dato de que se destinó más mármol a las estaciones de la primera línea del metro de Moscú que a todos los palacios del zar en el medio siglo previo a la Revolución de Octubre. Periodista especializado en temas arquitectónicos, hijo de militantes comunistas, viaja junto a su pareja polaca, Agata, por todo el antiguo bloque soviético, de Riga a Tbilisi, de Moscú a Liubliana (y también a la antigua Yugoslavia), y da testimonio de todo: lo excelso y lo grotesco, lo grandioso y lo pequeño, lo luminoso y lo siniestro.
En los países comunistas hubo también palacios para los faraones como la Casa Popolurui rumana, segundo edificio más grande después del Pentágono, mareantemente edificado arrasando buena parte del centro histórico de Bucarest. Y no es este un libro que corra un tupido velo frente a los horrores de aquel mundo, pero tampoco es uno que dicte una condena terminante o no se haga cargo de lo mucho que de bueno supo tener y conquistar.
De los buenos libros, lo es ya la frase destacada con que se abren. El de Hatherley se abre con una enjundiosísima de Deng Xiaoping sobre el mausoleo de Mao: «Fue inapropiado construirlo, como también lo sería demolerlo».
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