“Diez días que sacudieron el mundo” es quizás la crónica más conocida de la revolución rusa de octubre de 1917, un trabajo del escritor norteamericano John Reed, que Nórdica y Capitán Swing coeditan acompañadas de unas vibrantes ilustraciones de Fernando Vicente, inspiradas en la cartelería de la época.
“He leído con el máximo interés y atención constante el libro de John Reed (…) y lo recomiendo sin reservas a los trabajadores del mundo. Este es un libro que me gustaría ver publicado por millones de ejemplares y traducido a todas las lenguas”, aseguraba ya entonces el compañero Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, a quien no se le puede presuponer una visión objetiva de aquellos hechos, pero que, como el periodista norteamericano, no hablaba de oídas.
Con una renovada traducción de Íñigo Jaúregui, los textos del ubicuo Reed -estuvo en todos los lugares y conoció a quien merecía ser conocido- recuperan el brío que otras versiones más farragosas habían sepultado, señala a Efe el madrileño Fernando Vicente (1963).
El dibujante ha realizado a cabo una exhaustiva documentación para empaparse de aquel ambiente, convulso en lo político y social pero igualmente en lo artístico, con corrientes visuales rupturistas como el suprematismo impulsado por Kazimir Malévich, que sobrevuelan las páginas del libro.
“Fue un momento revolucionario como no ha habido otro igual”, comenta el dibujante, algunas de cuyas ilustraciones remiten de forma directa a la abstracción geométrica de la obra de Malévich -presente en la opera “Victoria sobre el sol” y su cuadrado de negro absoluto- o al constructivismo de la pintora Serguéievna Popova, por citar algunas referencias evidentes.
Resulta paradójico que el autor del relato soviético por antonomasia -publicado originalmente en 1919- fuera John Reed (1887-1920), un niño bien nacido en el seno de una muy burguesa familia. Este renegado de clase, que había comenzado su carrera en la revista socialista “The masses”, estaba ya curtido en las huestes revolucionarias al haber acompañado a Pancho Villa como corresponsal de guerra, intimidad que llevó a su libro “México insurgente”.
Tras llegar a Rusia siguiendo los rastros del frente oriental en la Primera Guerra Mundial, Reed se sumerge en la selva del II Congreso de los Sóviets, celebrado en San Petesburgo: la vida de este hijo de un importante industrial de Oregón no volvería ser la misma.
Aquellas jornadas inacabables, en las que entró en contacto con los líderes de las múltiples corrientes que pugnaban por hacerse con el poder tras la caída del régimen zarista, fueron primero crónicas periodísticas de clara intencionalidad didáctica para intentar desenredar la maraña de nombres, organizaciones y comités, y supusieron la semilla de los “Diez días que sacudieron el mundo”.
El periodista, que en el libro no escondía sus querencias bolcheviques, quedó subyugado por el magnetismo de Trotski y Lenin, y de hecho Vicente refleja esa admiración con unos retratos de estos personajes al puro estilo soviético, y cierta magnificencia en las escenas de masas.
“He querido mostrar a Lenin como un gigante, un hombre pequeño que sabía imponerse ante el resto y ante la gente que le escuchaba, y cuya presencia hacia callar a todos”, revela el dibujante.
Aunque para muchos, la figura de Reed está asociada al rostro del actor Warren Beatty, que lo encarnó en la superproducción “Rojos” (1981) que él mismo dirigió, Vicente se ha decantado en la mayoría de la casi treintena de ilustraciones que acompañan al libro por la iconografía revolucionaria en vez del glamour hollywoodiense.
Vicente ya se había acercado al estilo del collage soviético en la ilustraciones que realizó para “El Manifiesto Comunista” (Nórdica), aunque opte aquí por el estilo de la cartelería propagandística para rememorar la toma del Palacio de Invierno o el discurso de Lenin sobre la tanqueta.
A su regreso a EE.UU., la biografía de John Reed -al que Vicente retrata en el libro como si se tratara de una vieja fotografía de corresponsal- se precipita. Funda el Partido Comunista de su país y radicaliza su discurso en un momento en el que Europa es un laboratorio ideológico, con un Occidente aterrado por el posible efecto “contagio”.
Acusado de espionaje, Reed se refugió en la recién creada Unión Soviética. El tifus, enfermedad que no distinguía entre héroes y villanos, se lo llevó por delante en 1920, poco antes de cumplir los 33 años, una existencia llena de épica con un colofón cinematográfico: su cuerpo fue enterrado en la Necrópolis del Kremlin, junto a otros líderes bolcheviques. Si ésta fuera la película de Beatty, ahora debería sonar “La Internacional”.
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