Habían llegado más lejos al sur que ninguna otra expedición hasta el momento. El viento formaba remolinos de copos de nieve y el mar, agitado, sacudía los témpanos de hielo unos contra otros. Muchos de ellos impactaban contra los costados del barco, cuando el capitán del Bélgica, el oficial naval belga Georges Lecointe, dio la orden: «¡Más hacia el sur!». Unos días después el comandante Adrien de Gerlache, responsable de aquella decisión, escribió en su cuaderno de bitácora: «Todas las velas desplegadas. El barco no se mueve». Era el 5 de marzo de 1898.
Petrificados, atrapados entre aquellas aguas gélidas, tendrían que pasar al menos un año más, otras Navidades a bordo y un invierno completo sin ver la luz del sol, hasta poder desencallar y virar hacia tierra firme. Un manicomio en el fin del mundo (Capitán Swing), del periodista americano Julian Sancton, es el relato de aquella epopeya, la aventura de unos hombres que, presos del hielo, sobrevivieron al delirio, al clima polar y a la interminable noche invernal de la Antártida.
Casi tres años le había llevado a su comandante recaudar la financiación —unos 200.000 francos de la época— y el personal necesarios para embarcarse. Ideada como una expedición científica de carácter nacional belga para atraer a posibles patrocinadores, el barco partió de Ostende el 23 de agosto de 1897 con 13 belgas, 10 extranjeros y dos gatos.
Sin embargo, como una de esas historias ya marcadas por un mal augurio, antes de poner rumbo al sur, De Gerlache, un joven de 31 años con poca experiencia, ya se había enfrentado a varios motines, tormentas, problemas de disciplina, el abandono de varios de sus hombres –entre ellos el cocinero y el médico, por quien más tarde ocuparía el puesto el norteamericano Frederick Cook– y a un azaroso accidente que le costó la vida al primero de sus hombres, un marinero noruego llamado Carl August Wiencke, cuyo nombre lleva hoy una de las islas de la Antártida.
El blanco silencio
Nada de todo aquello, no obstante, fue suficiente para que, cuando el Belgica avistó aquel continente por primera vez el 23 de enero de 1898, De Gerlache que soñaba con alcanzar la fama, decidiera adentrarse aún más y no retroceder, aún bajo el riesgo evidente de quedar atrapado en medio del invierno polar. Nadie, hasta entonces, había sobrevivido a algo así.
«Cuanto más al sur navegaban, mayor era el riesgo de no regresar –relata Sancton–. Los ruidos que resonaban en el interior del barco mientras se abría paso por la banquisa permitían adivinar que la textura del hielo era cada vez más densa. Pasaron de los bruscos golpes de los hielos flotantes contra la quilla de madera al lento redoble del conocido como hielo panqueque, y luego al crujido áspero de los enormes escombros de hielo a la deriva». Así, entre capas y capas de hielo, el Belgica fue avanzando poco a poco hasta una trampa casi mortal, donde quedó definitivamente atrapado en la banquisa polar.
«Nos encontrábamos aislados y desconectados como en la superficie de Marte y nos sumergíamos más y más en el blanco silencio de la Antártida», escribió al respecto Cook, el hombre que después sería recordado por afirmar que había sido el primer explorador en llegar al Polo Norte, en 1909, logro del que nunca pudo presentar pruebas evidentes y que se disputaría con su compatriota Robert Peary, que en principio se llevó el gato al agua, aunque hoy en día también es ampliamente cuestionado.
Sea como sea, movidos por la expectación de lo desconocido los hombres dedicaron los primeros días al trabajo y a crear una rutina, mientras los científicos salían a explorar el territorio. Fue entonces cuando el biólogo y espeleólogo rumano Emil Racovitza encontró «la planta con flor que crece más al sur de la Tierra, Deschampsia antárctica, una hierba muy escasa y resistente, capaz de soportar el frío, el viento y la pobreza del suelo» así como «una gran cantidad de microorganismos, como los tardígrados, octópodos y regordetes, capaces de sobrevivir a las condiciones más extremas. Recogió ácaros de las rocas recubiertas de líquenes y descubrió el animal más grande y estrictamente terrestre que habita en la Antártida: un mosquito de cinco centímetros, negro, incapaz de volar, conocido como Belgica antarctica en honor a la expedición».
La eterna noche polar
Pero tras saciar aquella curiosidad inicial, el frío, el viento y la monotonía fueron dando paso a la apatía. «Llevaban semanas midiendo el crecimiento de la oscuridad en función del tiempo que aún podían leer sin la luz de las velas», cuando llegó la noche perpetua. «Justo al mediodía se elevó sobre el hielo la mitad de la figura solar –recordaba Cook, narrando con extremado lirismo el último día de luz–. Era un semicírculo dorado, deforme, torpe, triste, que no daba calor ni emitía rayos. Se hundió de nuevo instantes después sin dejar tras de sí color alguno, nada alegre que recordar durante los largos días de oscuridad que siguieron».
Durante aquellos largos meses en que no volvieron a ver el sol, «la noche antártica no imponía un negro uniforme –explica Sancton–. Las rotaciones de la Tierra quedaban señaladas por un crepúsculo que duraba varias horas. Cada mañana se encaminaba a un clímax que nunca llegaba, torturándoles con una promesa permanente incumplida». Como la noche infinita, poco a poco el desánimo se fue apoderando de la tripulación, que se tornó apática y desmotivada. «La combinación de miedo y fatiga, depresión y desorientación, oscuridad y aislamiento; la posibilidad de que el hielo hiciera añicos el Belgica sin previo aviso; la inclinación del suelo, que no había vuelto a nivelarse tras las presiones de la banquisa de finales de mayo y parecía desnivelar la realidad misma; la plaga de ratas y la enfermedad que se había adueñado del barco sin motivo evidente; todo ello hacía que la mayoría de la tripulación sintiera cómo la cordura se les escapaba entre los dedos».
Como consecuencia de las extremas condiciones de vida, en los meses que quedaron retenidos, algunos hombres sufrieron trastornos y delirios mentales. Emile Danco, uno de los marineros de confianza de De Gerlache, murió repentinamente –hoy una de las costas de la Antártida lleva su nombre–. El médico del barco, al que Sancton describe como un hombre carismático y resolutivo, capaz de elevar los ánimos del Belgica durante los difíciles meses de invierno, combatió al escorbuto de gran parte de la tripulación administrándoles carne fresca de pingüino o foca.
Angustias profundas a plena luz
Pero la vuelta de la luz solar, el 16 de noviembre, no mejoró demasiado su situación. «Habían pasado el invierno soñando con el sol, pero la persistencia de la luz resultó tan perturbadora como la noche perpetua. Cuando el día estaba claro, no se veía una sola sombra en el hielo. El sol llevaba a cabo su asalto desde arriba y desde abajo, reflejado en la blancura prístina de la banquisa. Los que no tenían gafas protectoras se quejaban de que la nieve les cegaba incluso en días nublados. Las telas negras que los oficiales habían colgado en las portillas no lograban mantener la estancia a oscuras. Los hombres daban vueltas en la cama, obligados a enfrentarse a sus más profundas angustias a plena luz».
El miedo, la incertidumbre, el confinamiento, la monotonía, incluso la alimentación a base de la misma comida enlatada cada día, se tornaba más y más insoportable. De fondo, el temor de todos se expandía como un estribillo que repetían sin parar, ¿qué harían si el hielo no se derretía y la posibilidad de pasar un segundo invierno allí se volvía real? «Día tras día, y pese a los vientos favorables y al sol en el cielo, la banquisa permanecía intacta, la liberación se volvía cada vez menos probable».
En aquel reinado del hielo, solo la naturaleza podía devolverles la libertad que tanto anhelaban. Fue un 12 de febrero de 1899 cuando, gracias al viento y al movimiento del océano, las orillas del canal comenzaron a separarse. Poco después, ayudados por los explosivos que les quedaban, el canal alcanzó la anchura suficiente para permitir el paso al Belgica. «A las dos de la tarde del 14 de marzo, dejaron atrás la placa más septentrional de hielo marino. Poco después, lo único que podía verse de la cárcel de hielo era un resplandor blanco en el horizonte hacia el sur».
A su vuelta, la expedición del Belgica, dio nombres al estrecho de Gerlache o la isla Amberes, además de la isla Wiencke o la costa de Danco. Entre su tripulación, el segundo capitán de a bordo, el noruego Roald Amundsen, se convertiría años después en el primer hombre en pisar el Polo Sur. Muchos hombres, como el propio De Gerlache, nunca se recuperaron del todo. El Belgica fue recibido con honores a su regreso.
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