Hoy en día, uno de los problemas que sufren las democracias es, en realidad, un problema de concepto; ya lo advirtieron las plazas hace más de una década: lo llaman democracia y no lo es. Reinhart Koselleck, un estudioso de los conceptos, planteaba en su obra Futuro pasado que los del orden político son “ambiguos”; sin embargo, es oportuno preguntarse si, además, en el caso de la democracia se ha operado un alejamiento del sustantivo lo suficientemente profundo que ya no cabe señalar una ambigüedad, sino una ruptura.
Dicha pregunta exige, en primer lugar, averiguar cuál es el significado original del concepto de democracia, una labor a la que el filólogo clásico Mogens H. Hansen ha dedicado gran parte de su vida. Fruto de ello es La democracia ateniense en la época de Demóstenes, que ha visto la luz por primera vez en nuestra lengua en la editorial Capitán Swing. Publicada por primera vez en 1991, la obra de Hansen es una que da prueba de la precisión que caracteriza a su autor, la misma que le ha consolidado entre los grandes especialistas en la Grecia clásica: Hansen, que había ido publicando sobre la Atenas de los siglos V y IV a.C. desde 1974, no da un paso en su explicación sin haber encontrado antes un apoyo firme en las fuentes.
A pesar del rigor científico del profesor danés, su prosa no presenta grandes obstáculos para las personas que se aventuren a leer La democracia ateniense, en parte porque su objeto de estudio es fascinante. Gracias a un saber consolidado durante años, Hansen alumbra una explicación omnicomprensiva del funcionamiento de la política democrática ateniense: desde su población hasta las instituciones que dieron fama y forma a la polis. Y el resultado es un libro prácticamente perfecto, una referencia en su campo desde su misma publicación.
¿Y qué es, en suma, lo que hace que una organización política sea considerada democrática? En una palabra: que el dêmos, un pueblo compuesto por unos 30.000 varones adultos y libres (alrededor de una décima parte de la población del Ática), ostente el krátos, es decir: el poder sobre los asuntos colectivos. Dicho logro que fue cristalizando de forma progresiva hasta alcanzar su versión “radical”, en expresión de Hansen, durante el período que va desde el 462 hasta el 404, con el paréntesis fugaz del gobierno oligárquico de los Cuatrocientos en el 411.
No obstante, las fuentes más fiables y sustanciosas no vienen del siglo de Pericles (Herodoto, Tucídides, el Viejo Oligarca), sino del siguiente (Platón, Aristóteles, Jenofonte), de ahí que la obra aluda en su título a Demóstenes, una de las figuras políticas más sobresalientes del segundo período. En opinión del autor danés, el cambio de centuria supuso además el paso de una democracia radical a una “moderada”, especialmente porque las leyes pasaron a ser aprobados por una serie de legisladores seleccionados por sorteo para un día en lugar de por el dêmos en la Asamblea, de forma que la misma se vio privada de unos “poderes legislativos” que a lo largo del siglo V había ostentado “en el verdadero sentido de la palabra”. A partir de ahí y hasta la supresión de la democracia, el dêmos se limitó a aprobar decretos, caracterizados por ser, al contrario que las leyes, normas singulares y no generales, de forma que solo concernían a asuntos o personas concretas.
La Asamblea, situada en la colina de Pnyx, era la institución principal del régimen ateniense, pero a su lado había dos instituciones más que ayudaron a articular una organización en el que, en palabras de Aristóteles, el dêmos era “gobernado y gobernaba por turno”: el Consejo de los Quinientos (boule), un comité de magistrados elegidos por sorteo que elaboraba la agenda de la Asamblea; y el Tribunal del Pueblo (dikasterion), con competencia para juzgar cualquier causa.
Quizás lo más sorprendente, visto desde hoy, sea que los puestos en el Consejo de los Quinientos y en el Tribunal del Pueblo fueran ocupados por ciudadanos (politai) que no eran expertos ni profesionales. Es más: el salario (misthós) instaurado en tiempos de Pericles, que era percibido por los ciudadanos cuando se hacían cargo de una magistratura con el fin de evitar el peligro de ruina de los más pobres, fue suprimido en el salto al siglo IV. En su litigio contra los principios oligárquicos, el amateurismo, que venía garantizado por el sorteo y la rotación, era un valor en sí mismo; ya decía Cornelius Castoriadis en sus seminarios sobre Lo que hace a Grecia que “se aprende a gobernar gobernando: no hay otro método”.
Dichos elementos fueron varios de los protagonistas de la Atenas democrática a lo largo de casi dos siglos: los que van desde las reformas de Clístenes en el 507 hasta el 322, cuando la ciudad-Estado sucumbe finalmente al poderío de Macedonia.
El régimen vencido se sumió, a partir de ahí, en un silencio del que solo se recuperaría, según explica el profesor Sheldon S. Wolin en Democracia S.A., en el siglo XVII, cuando los debates de Putney, con la guerra civil inglesa de fondo, habilitaron un espacio para la constitución de un nuevo demos en el otoño de 1647. Dichos debates, de los que Capitán Swing se ha ocupado de dar cuenta en un libro con el mismo título, presentaron una serie de conceptos que hoy resultan familiares: la figura del contrato, el sufragio o la soberanía popular. Aun así, la democracia siguió siendo un régimen que generaba profundas reservas: sirva pensar, ahora en la orilla occidental del Atlántico, en Alexander Hamilton, John Jay y James Madison, los autores de Los papeles del federalista, que aspiraban a alejarse simultáneamente de la monarquía inglesa y de la democracia ateniense, lo que resultó en que la Constitución de 1787 no contempla la palabra democracia, sino la expresión “una forma republicana de gobierno”, y una sola vez. Al cabo de unos años, ya durante la Revolución en Francia, Maximilien Robespierre, cuidándose “tanto de las tempestades de la democracia absoluta como de la perfecta tranquilidad del despotismo representativo”, planteó el 5 de febrero de 1794 delante de la Convención que, en realidad, la democracia es un régimen “en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo lo que puede hacer, y mediante delegados todo lo que no puede hacer por sí mismo”. Finalmente, a pesar de los esfuerzos de L’Incorruptible por hacer ver que Francia había sido el primer país en instaurar la democracia, los Jacobinos sufrieron un golpe el 9 de Termidor y la democracia quedó asociada al Terror.
El problema es que las prácticas democráticas que habían caracterizado el régimen ateniense y que habíamos visto en la obra de Hansen se habían perdido en los silencios y las variaciones experimentadas. No en vano, en los albores de la Modernidad Bodin o Hobbes habían secularizado el concepto de soberanía, que eclipsaría al de krátos, alterando sutil pero radicalmente el elemento que alude al poder en el concepto de democracia. Y en los siglos XIX y XX el foco se centra en la separación de poderes, en la ampliación del sufragio y en la consolidación de la representación, alejándose progresivamente al dêmos de los espacios políticos, que a su vez ceden posiciones frente a lo que Arendt llamaba “lo social” (una expresión en la que ahora vale leer “la economía”). Con los años, el resultado fue el alumbramiento de un concepto que partía del habitual pero al que se había agregado un adjetivo de cuño hispano: la democracia pasaba a ser liberal.
El proceso de cambio que experimenta la democracia desde su viejo a su flamante significado encuentra en la Comuna de París de 1871, posiblemente, su capítulo más significativo. Adolph Thiers lideraba el gobierno que habían alumbrado las primeras elecciones de la Tercera República, celebradas con sufragio universal masculino, cuando el pueblo de París se subleva contra la rendición de la ciudad. El gobierno se refugia en Versalles mientras en la capital se articula un régimen que podría adaptarse fácilmente a lo que en la Atenas del siglo IV se habría calificado de democrático, una vez que los ciudadanos y las ciudadanas de París se aventuraron “a gobernar la ciudad por sí mismos”, en palabras de John Merriman. Sin embargo, el gobierno de Versalles, que había sido elegido siguiendo la lógica democrática contemporánea, vence a la Comuna ahogándola en sangre: hay saldos que elevan a 30.000 la cifra de asesinados; irónicamente, un número similar al de los ciudadanos que, según sabemos, habían poblado la Atenas clásica.
¿Y qué caracteriza a la democracia de hoy en día? Sirva responder a dicha pregunta ayudándonos de Giovanni Sartori, que en ¿Qué es la democracia? hizo una salvedad clave: “La experiencia histórica ha producido y ensayado dos tipos de democracia”, advierte el politólogo: “La democracia directa o, vale decir, democracia como participación” y “la democracia indirecta o, por así decirlo, democracia representativa”, siendo la primera “un ejercicio directo del poder” y la segunda “un sistema de control y de limitación del poder”, subrayando uno de los principios liberales a los que la democracia había quedado ligada en el siglo XIX.
El gesto de Sartori, en realidad, es un capítulo más de una serie que viene repitiéndose desde la consolidación del parlamentarismo inglés en el siglo XVII y que ha consolidado dos posturas opuestas: la de quienes piensan que un régimen representativo admite ser calificado de democrático y la de quienes piensan que no. Por ahí, Castoriadis afirmaba sin vacilar que los regímenes de hoy solo admitían una calificación: la de “oligarquías liberales”. Y Jacques Rancière ahondaba en lo mismo al plantear que “no vivimos en democracias”, sino en “Estados de derecho oligárquicos”, es decir: “Estados donde el poder de la oligarquía está limitado por el doble reconocimiento de la soberanía popular y de las libertades individuales”.
En 2011, seis años después de que Rancière publicara El odio a la democracia, hubo plazas que se hicieron eco de la vieja problemática: “Lo llaman democracia y no lo es”, por lo que es oportuno recuperar la cuestión y volver a explorarla.
En un sentido estrecho, arduamente podría decirse que los regímenes actuales son democráticos, y vale realizar una valoración superficial del binomio que compone dicho concepto para cerciorarse de ello: el demos hoy es mucho más amplio que en Atenas, una vez que los derechos políticos se han extendido a las personas adultas originarias o asimiladas de un país; sin embargo, el krátos lo ostentan solamente una serie de cargos electos extraídos de dicho demos. He ahí la razón de que en los últimos años vengan editándose obras que se rebelan contra dicha situación: en España, ya durante la pandemia, Ernesto Ganuza y Arantxa Mendiharat lanzaron La democracia es posible, un título significativo de por sí, abogando por recuperar la figura del sorteo. Y en Estados Unidos, ya en 2022, Hélène Landemore ha publicado Open Democracy, que aún no ha sido volcado al español, en una línea similar a la de Ganuza y Mendiharat, ya que, en su opinión, los regímenes actuales expulsan de los asuntos políticos al 99% de la población, es decir: a todas las personas que no forman parte del grupo de representantes.
En un sentido amplio, es preciso citar un libro que ha llegado a las librerías españolas hace unos meses: Caída y ascenso de la democracia, de David Stasavage. Gracias a su asunción de que un régimen democrático es uno en el que existe una asamblea o un consejo colectivo, el profesor de la Universidad de Nueva York ha podido realizar una lectura original de la historia de la democracia, advirtiendo su existencia en varios lugares que hasta ahora habían sido ignorados (es el caso de los hurones en América del Norte durante el siglo XVII) y planteando que su versión actual es un “experimento en curso” cuyo éxito dista de ser seguro.
En consecuencia, el dilema es el siguiente: si optamos por el sentido estrecho, próximo al significado original que los griegos dieron en su día al concepto de demokratía, el riesgo es el de no conocer más régimen democrático que el de la Atenas de los siglos V y IV; y, si optamos por el sentido amplio, próximo al significado que los regímenes occidentales dan hoy al concepto de democracia, el riesgo es el de usar una palabra que no se adapta a la realidad.
El problema de elegir el sentido amplio viene sintetizado en la Introducción realizada por Andrés de Francisco a La democracia ateniense en la época de Demóstenes. Allí, el profesor explica que “el diseño institucional de la democracia ateniense pretendía evitar la oligarquía”, que es “el objetivo contrario al que presidió la forja del constitucionalismo moderno y su gobierno representativo”. Ni la soberanía nacional ni el sufragio universal, alcanzados y consolidados de forma progresiva, habrían alterado la esencia del propósito advertido por de Francisco.
De ser así, sucedería que hemos adoptado una palabra, que habría pasado de ser vilipendiada a gozar de un gran éxito, con el fin de legitimar unos regímenes políticos a los que, sin embargo, no se adapta. En consecuencia, en el caso de la democracia posiblemente sea más adecuado pensar en una ruptura y no en la ambigüedad conceptual identificada por Koselleck. Hasta que dicha brecha no sea subsanada, ello explicaría que las plazas siguieran señalando que lo llaman democracia y no lo es y que, de cuando en cuando, desde cualquier espacio posible, sea oportuno seguir cuestionándose por qué, en efecto, es así.
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