Oídos acostumbrados a escuchar que la presencia de las mujeres en la Ciencia es algo bastante reciente –ya se sabe: todos esos siglos en los que se pensó que eran simples e incapaces de elaborar pensamientos por sí mismas, más aquellos en los que tuvieron expresamente prohibido estudiar no fuera a ser que sí pudieran tener ideas, más todas las trabas que les pusieron posteriormente para pasar de los estudios a la práctica durante tantísimo tiempo y etcétera–, se sorprenderán de encontrarse a lo largo de la Historia con los nombres de, por ejemplo, aquella que creó los primeros calendarios hace miles de años (la suma sacerdotisa En’Heduana), la que predecía los eclipses hace solo unos cuantos menos (Aglaonike) y, ya en el conteo de la Historia después de Cristo, la figura de la matemática, filósofa y astrónoma Hipatia de Alejandría. Quizá con esta haya menos sorpresa, porque hasta hicieron una película sobre ella en este siglo. Hubo muchas otras, y sobre todo muchas en el campo de la astronomía y las matemáticas, dos ramas de la Ciencia muy ligadas. Los libros de las autoras estadounidenses Dava Sobel y Margot Lee Shetterley, publicados ambos recientemente, se encargan de actualizar la información sobre astrónomas y matemáticas desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX y dan cuenta de una larga lista de mujeres dedicadas a la Ciencia pese a quien pese. Las dos escritoras han trabajado desde ángulos muy distintos, pero el título del ensayo de la segunda podría ser vir muy bien para el de la primera. Se llama Figuras ocultas (publicado en castellano por Harper Collins Ibérica) y, en este caso, lo que se expone es la colaboración de las mujeres científicas afroamericanas en el desarrollo de la industria aeronáutica y astronáutica, desde los aviones de guerra de la Segunda Gran Guerra hasta la puesta en órbita de los famosos ‘Apolos’. Sobel, por su parte, va más atrás en el tiempo y analiza la presencia en el estudio del firmamento –el recuento de estrellas, las distancias, las velocidades y el comportamiento de los cuerpos celestes– de decenas de mujeres desde el siglo XIX en El universo de cristal (CapitánSwing).
En ese recuento, a Sobel le salen muchas, muchísimas… Las primeras que menciona fueron –como ya lo fue tres siglos antes Sofía Brahe, la hermana de Tycho Brahe–, las ayudantes en las tareas de observación y cálculo. Se trataba de esposas, hermanas y sobrinas que, animadas por el trabajo que ejercían los hombres de sus familias, se pasaban las noches mirando al cielo, sacando imágenes con técnicas rudimentarias y analizando datos para compartir después los hallazgos con astrónomos de todo el mundo. Así se hicieron los primeros mapas del cielo.
Un poco más adelante, pero aún hace más de cien años, las mujeres comenzaron a tener su propio nombre en las investigaciones. Hubo un núcleo importante en el Observatorio de la Universidad de Harvard (financiado en gran parte por una viuda rica aficionada a la astronomía, Anna Palmer Drapper), narra Sobel, y es que el director Pickering contrató a un grupo de veintiún mujeres que, en fin, se llegó a conocer por el sobrenombre de el Harén de Pickering. Al principio hacían cálculos matemáticos como locas, quemándose las pestañas durante horas y horas del día y de la noche; su trabajo sirvió para hacer la clasificación y la catalogación de la intensidad de la luz de aquellas lucecitas.
En el grupo destacaron las figuras de Williaminna Fleming (1857-1911), la primera mujer contratada en Harvard y que fue quien descubrió cuestiones como las enanas blancas, varias novas, nebulosas y centenares de estrellas variables. Annie Jump Cannon (1863-1941) creó el sistema de clasificación espectral de las estrellas, Antonia Maur y (1866-1952) el que hacía referencia a las diferentes luminosidades de cada uno de esos cuerpos que se veían por el telescopio y en las placas y Henrietta Leavitt (1868-1921) descubrió, entre otras, casi dos millares de estrellas variables. El universo de cristal cuenta sus vidas y sus logros y también los de Margaret Harwood, Ida Woods, Florence Cushman y Arville Walter, entre otras muchas.
Algunas de esas pioneras oficiales del estudio profesional de las estrellas, que empezaron trabajando como calculadoras humanas –para que digan que las mujeres y los números no se llevan– estaban aun vivas cuando la Segunda Guerra Mundial abrió la puerta de los espacios reser vados a los hombres en el campo de la aeronáutica, que en solo unos años daría lugar a la astronáutica y la carrera espacial. Por allí entraron las mujeres, y no solo eso: las mujeres negras. Margot Lee Shetterley recupera sus historias en Figuras ocultas.
Hubo miles, tan necesarias en el esfuerzo de guerra tanto como sus compañeros masculinos, y pasaron en solo unos años de ser calculadoras a ser ingenieras, investigadoras, inventoras (sin que fuera fácil, porque a todo lo demás se sumaba la segregación racial que les impedía estudiar en las mismas universidades en las que los blancos tenían acceso a los mejores programas, por no hablar de los baños, los restaurantes y los transportes). Pese a todo, en las décadas de los cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo pasado personas como Katherine Globe (1918) contribuyeron al diseño de aparatos más rápidos y ligeros. Esta física, científica espacial y matemática a la que Barack Obama condecoraba hace solo unos años, además, calculó la trayectoria para el Proyecto Mercur y y el vuelo del Apolo 11 a la Luna en 1969.
Junto a ella, cuenta la autora, estuvieron entre otras Dorothy Vaughan (1910-2008), experta en computación que estuvo trabajando en los primeros proyectos de lanzamiento de satélites Scout al espacio, y Mary Jackson (1921-2005), que pasó de ser maestra –casi el único puesto cualificado que una mujer negra con estudios superiores podía desempeñar en su época– a ser la primera ingeniera de color de la NASA. Durante toda su trayectoria, compaginó la Ciencia con su trabajo en pro de la igualdad racial y de géneros.