“Este cuadro es un escándalo”. El periodista Peio H. Riaño y quien escribe miran La perla y la ola, obra de Paul-Jacques-Aimé Baudry que cuelga en la sala 62 del Museo del Prado. Una adolescente posa desnuda, “ofreciéndose”, para quien quiera mirar. El autor de Las invisibles (Capitán Swing), que tilda en el libro al artista de “pintor tan amable que los colores ni siquiera chocan entre ellos”, no comprende por qué en la cartela que acompaña al lienzo no se explica bien qué representa esta “mujer objeto” y en qué contexto se dibujó: a mediados del siglo XIX, unos años de tensión artística entre los marginados realistas y los académicos relamidos.
Algo similar ocurre en la sala anterior con Las hijas del Cid, del romance XLIV del Tesoro de Romanceros, de Dióscoro Puebla. Fueron “mancilladas y ultrajadas” por su maridos, reza la descripción, aunque no hay rastro de la afrenta en sus cuerpos. Debería poner “violadas”, dice Riaño; muchos han hecho la misma interpretación. El texto del romance aludido no aclara este punto, mientras que el célebre Cantar describe una tortura salvaje. Y no hay evidencia de que el episodio ocurriera. A la izquierda, otro lienzo, Doña Juana la Loca, de Francisco Pradilla y Ortiz, en el que subyace la idea, analiza el autor, de que la reina no estaba capacitada para gobernar.
“Empujado por la emergencia feminista” y a partir de 18 obras, Riaño aflora -no es el primero, él mismo cita en el volumen una amplia bibliografía- la cuestión de género en el arte, el trato hacia las mujeres. Pero se fija, en concreto, en los museos, “construcciones culturales” que, opina, se han quedado atrás ideológica y políticamente -“hay que repolitizarlos”-. Como el Prado. “El arte debe abrirse a algo más que a las pinceladas, la luz y los colores”, añade. Es más, cree que los historiadores del arte -él lo es- “tienen la obligación de revisar el pasado con los ojos del presente sin tergiversar, sin caer en anacronismos y contextualizando lo máximo posible”.
En Las invisibles se cruzan varias ideas. La primera, la cuantificable e inapelable, es la nimia representación femenina en este y otros museos como la National Gallery o el Louvre. En el Prado hay expuestas 11 pinturas y una escultura de seis mujeres artistas entre más de 1.700 obras (en total, el centro posee más de 30.000, de las que unas 8.000 son pinturas). Ellas son Clara Peeters, Sofonisba Anguissola, Artemisia Gentileschi, Rosa Bonheur, Cristina Iglesias y Angelica Kauffmann. En la última década se han adquirido obras de tres mujeres y de más de 120 hombres; en los almacenes hay más artistas “enterradas”, como la pintora Rosario Weiss.
La segunda idea tiene que ver, en palabras del autor, con la “corrupción”. Muchos títulos de los cuadros que contemplamos durante la entrevista han sufrido cambios en los últimos siglos “al menos una decena de veces”. “¿Por qué no vamos a poder alterarlos nosotros?”, se pregunta, “estamos plenamente legitimados para ofrecer un relato de los acontecimientos”. Y señala directamente a Pedro de Madrazo (1816-1898), al que llama en el libro “portero del patriarcado” y en la conversación, “falsario”, hijo del entonces director del museo. Se encargó durante más de cinco décadas de los catálogos de pintura e hizo “lo que le vino en gana”, explica.
Este historiador cambió en 1843 “sin criterio científico” el título del único cuadro de Rembrandt que hay en el Prado, Judit en el banquete de Holofernes. Lo rebautizó como Artemisa, “una mujer que acepta su invisibilidad”, una decisión que se deshizo en 2009 por gracia de Teresa Posada, conservadora del museo. Hay que decir, no obstante, que ha habido otras teorías de expertos sobre la protagonista que apuntaban a que podría ser Sofonisba o, incluso, Ester. Madrazo fue también quien puso el nombre de Las Meninas al cuadro de Velázquez, el de un “personaje secundario” de la obra, “con una carga peyorativa contra las mujeres evidente”.
Encadena esto con la tercera idea, la supuesta “ocultación”. Si el ateniense Teseo utiliza la palabra “violar” en Las Metamorfosis de Ovidio, ¿por qué no puede modificarse el título de El rapto de Hipodamía de Rubens?, plantea Riaño. El concepto del rapto de mujeres, muy utilizado en la mitología clásica, es desde su punto de vista un “eufemismo” que no reconoce “los hechos”. Le parece inconcebible, además, que en la web del Prado se haga notar que tanto en este lienzo como en El rapto de Proserpina, también del pintor flamenco, ellas “aterradas, apenas muestran signos de lucha y resistencia ante sus captores”.
La última idea es la del contexto. Riaño cree que el Prado adolece del mismo (político, social) en las obras que expone, por eso, mantiene “un discurso de hace 200 años para una población de hace 200 años que excluía a una mitad de la población”. “Si un artista como Guido Reni fue misógino toda su vida, eso hay que contarlo”, comenta. Si otro como Antonio Fillol, que se posicionó contra la opresión de la mujer con cuadros como La bestia humana (sin exponer), quedó ensombrecido por un Sorolla que optó por ir “hacia donde estaba el dinero”, también. No culpa al pintor de Chicos en la playa de nada, aclara, sino a los que hicieron de él un “mito”.
El revisionismo cultural (y de la ficción) es un asunto peliagudo. El autor, cuyas tesis reciben tantas críticas como loas, insiste en que las obras son intocables, no así el discurso de quienes las interpretan: “No es que Rubens anulara a la mujer, es que que los historiadores del arte han anulado a la mujer contando a Rubens”. “Todas las épocas y las comunidades”, mantiene, están legitimadas para mirar hacia atrás y fiscalizar, pero con una “argumentación contrastada” que se someta al “consenso y el debate”. Es muy distinto, opina, “el revisionismo que puede hacer, por ejemplo, la Fundación Francisco Franco, tomando partes que le favorecen”.
El Prado ha organizado en los últimos años algunas exposiciones dedicadas a artistas mujeres, como Clara Peeters y Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Para el 31 de marzo tenía prevista otra llamada Invitadas -aplazada por la pandemia global-, que aborda el papel de la mujer en el arte en el siglo XIX y principios del XX. Pero Riaño es escéptico con los cambios. Aunque reconoce en Miguel Falomir, director del museo, “esa sensibilidad” -está en los agradecimientos del libro-, recuerda que en 2016 prometió convertir en permanente el “recorrido sobre la diversidad sexual” que ofrecía la exposición temporal La mirada del otro y no lo hizo.
Falomir ha reconocido públicamente que el museo, como la sociedad, ha sido “machista”. No solo con las artistas o las visitantes: a pesar de que, históricamente, mujeres como Isabel II o María Isabel de Braganza fueron cruciales para la institución, nunca ha tenido una al frente. En este sentido, Riaño sí apuesta por el futuro nombramiento de Marina Chinchilla, actual directora adjunta. Hasta entonces, pide una reflexión sobre el concepto de “genialidad”, atribuido siempre a los artistas masculinos, “los que tuvieron las oportunidades”, o sobre por qué, aparte de la de Los Jerónimos, las otras tres puertas del Prado se llaman Velázquez, Goya y Murillo. Lo dice desde su posición de “converso”, epíteto que le dedicó, en un tuit, Pérez Reverte.
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