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Las entrañas malolientes del capitalismo… y el error del socialismo

Por El semanal digital  ·  02.03.2012

Una descripción cruel del libre mercado americano de hace un siglo es útil para entender la crisis de hoy. Aunque la demagogia tarda en curarse, hay vicios que siempre tientan.

Supongo que nadie ignora a estas alturas que hay por aquí una crisis económica. No lo ignoran desde luego los escritores y las editoriales, que aportan cada semana ideas nuevas a los escaparates. Sin embargo, antes de elegir soluciones hay que saber qué tipo de crisis tenemos, y cuáles son sus síntomas más peligrosos.

Una valiente novedad en el panorama editorial español. Pueden compartirse más o menos, o nada, las ideas que transmiten los libros de Capitán Swing, pero no puede negarse que recurrir a Ezra Pound ó a Pierpaolo Pasolini como se ha hecho publicitando esta joven editorial, para argumentar los defectos que se quieran ver en el capitalismo y en el libre mercado es valiente, acertado, revelador (y arriesgado para la editorial, dada la cultura general española de 2012). Del mismo modo que el Canto XLV de los Cantos, con lo que hoy estamos viviendo, a nadie dejará indiferente, tampoco la lectura de La Jungla, a un siglo de su publicación, puede separarse de esta crisis.

Aunque en parte de la misma época y entorno época y experiencias, difícilmente se encontrarán dos escritores norteamericanos más diferentes que Upton Sinclair y Ezra Pound. Frente a la especulación y los cambios sociales económicos, Pound insistió en la denuncia, añoró un pasado que no volvería, pasó por el fascismo y buscó siempre una nueva vía de salida no materialista. El autor de La Jungla, en cambio, denunció los defectos del capitalismo –en prosa y no en verso, y con despiadado realismo y no con símbolos- sin por ello renunciar a la idea de progreso y a la identificación de éste con la mejora material. Fue, en definitiva, socialista.

A nadie debe asustar que Sinclair fuese socialista o que se suela adscribir su prosa, y esta novela en especial, al realismo socialista o al naturalismo. No estamos hablando de un pasquín de propaganda política, sino de una gran obra literaria, con todas las particularidades de una novela publicada originalmente por entregas y vinculada a una cierta idea de la sociedad. Hoy en día, ni Sinclair se llamaría a sí mismo socialista ni lo harían sus admiradores ni sus críticos: su denuncia, el sangriento y triste recorrido de Jurgis Rudkos desde Lituania hasta lo más bajo del proletariado industrial de Chicago, no reniega de los elementos básicos del sistema. Es una denuncia del mal funcionamiento, de la corrupción y de los defectos de éste, pero no propone su destrucción sino su reforma. En 2012 Upton Sinclair sería un clásico socialdemócrata, e incluso moderado.

No se nos debe ocultar que aunque muchos de los vicios del capitalismo denunciados en La Jungla han sido en parte o del todo curados, y aunque otros persisten, el capitalismo de 1904 y el de 108 años después se manifiesta de diferente manera. La especulación patológica existía y existe, así como la usura, la falta de certezas y seguridades y el culto casi religioso al Eterno Progreso Material. Pero era una variante del sistema que, a diferencia de la actual, no necesitaba preocuparse del uso ilimitado de unos recursos limitados ni se basaba por entero sobre una riqueza irreal, teórica por entero, desconectada de la verdadera situación material.

Ambientada en los mataderos de Chicago y en los ambientes lumpenproletarios más sórdidos, La Jungla tenía todos los elementos para ser una novela de difícil lectura, una obra de propaganda pura y dura. Sinclair tuvo la habilidad de crear un relato que engancha, que uno no puede abandonar hasta el final y que logra transmitir sus ideas sin imponerlas y sin renunciar a ser auténtica literatura de la que perdura.

Es verdad que La Jungla sirvió de argumento al entonces joven Roosevelt (sobrino) para su campaña hacia la “Pure Food Legislation” federal en 1906, y es cierto que mucha de su denuncia es sanitaria y hasta ecológica. Pero el meollo de La Jungla es la cuestión social, y el debate más espinoso levantado en torno a esta obra sigue aún hoy en día. ¿Son los trabajadores libres sólo si actúan individualmente o necesitan asociarse para defender su libertad ante los más poderosos? ¿Son los sindicatos la solución que nos muestra Sinclair, si son libres, o el mal absoluto que señalan todos los fieles al libre mercado? ¿La libertad de mercado significa la nula intervención estatal, o si se quiere la intervención sólo para garantizar las libertades?

Seguramente un debate entre corporativistas y liberalistas sería hoy un pasatiempo trasnochado. Pues igualmente lo es la eterna discusión entre socialdemócratas y liberales. Es innegable que muchos de los problemas de comienzos del siglo XX fueron solucionados, o al menos parcheadas sus peores consecuencias, con la intervención pública; y es también innegable que hoy estamos ante una crisis y un abismo que difícilmente solucionarán recetas del pasado, ni unas ni otras. Pero es muy bueno que La Jungla nos recuerde que hay riesgos que no han desaparecido, que ciertas tentaciones resurgen siempre y que un mal raramente se soluciona con otro del pasado. Una reedición oportuna y bien hecha de un libro que habría que regalar a esos líderes sindicales que no trabajan, a esos magnates ajenos al bien común de la nación y a esos gobernantes a los que la macroeconomía no deja ver bien la dimensión social.

¿Es el Estado del Bienestar problema o solución de la crisis, y en particular de esta crisis?

Todo cambia con la crisis… todo menos los problemas

Nos habíamos educado creyendo que todo era seguro, y ya no lo es. Al menos lo que parecía serlo se ha hundido, y lo ha hecho estrepitosamente. Desde 1914 en parte, y desde 1945 decididamente en Occidente, con extensión desde 1989 al antiguo Este, los principales nudos de las Revoluciones Industriales parecían resueltos. Estaba claro que el mercado ha de ser libre para que los seres humanos sean prósperos, materialmente, y esta es, o era, la prioridad. Y estaba claro también que el Estado, defensor de esa libertad, había de intervenir pero sólo en los bordes del sistema, garantizando el bienestar. Capitalismo internacional y Estados socialdemócratas habían llegado a un equilibrio. O si se quiere a una sucesión de equilibrios, en la que cambiarían los matices pero no la bipolaridad.

Raúl Eguizábal nos anuncia, sencillamente, que se ha acabado la fiesta. Que de esta crisis no vamos a salir con un poco más de iniciativa privada o un poco más de intervención pública, sino dejando atrás la organización del Estado y del mercado que conocemos y que creíamos duradera. No lo es porque ya casi nada de lo que teníamos es seguro.

El cambio del capitalismo, el capitalismo global, ha implicado un cambio no sólo económico sino, a la vez, político social y cultural. Cuando el ocio es una consola, cuando las relaciones sociales son internet, cuando el bienestar es low cost y la gastronomía un producto global homogeneizado, las soluciones que sirvieron –si sirvieron- hace unas décadas ya son sólo objeto de estudio histórico y, si se quiere, de nostalgia. Nada volverá a ser como fue.

Los hombres y mujeres de la segunda década del siglo XXI han de preguntarse por la identidad de esta nueva comunidad, y por los valores subyacentes a la misma. Los viejos mitos legitimadores del sistema ¿siguen sirviendo hoy? ¿Podemos seguir creyendo en el progreso material como fundamento de la convivencia? ¿Necesitamos otra salida? El libro de Eguizábal es más una pregunta, una larga y variada pregunta que no necesita empezarse a leer por el primer capítulo, una pregunta a la que hemos de dar una respuesta si no queremos que la crisis se convierta en nuestro sistema.

Pascual Tamburri Bariain

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