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‘Las campanas del viejo Tokio’, un libro impresionista y elegante

Por El Imparcial  ·  28.11.2022

El japonismo es un mal occidental del que casi todos estamos ya más o menos contagiados. Al no haberse encontrado aún una vacuna realmente efectiva, ni un Zendal que acoja a los convalecientes, lo más que se puede recetar contra él es algún recurso paliativo. Y en ausencia de un viaje que permita sufrir el síndrome de Stendhal ataviado con un yukata en cualquier templo de Kioto, las alternativas son la lectura, el visionado de alguna película o el viaje a un restaurante japonés de cierta enjundia. Las campanas del viejo Tokio bien puede ser uno de esos paliativos.

Anna Sherman es una estadounidense welleslyana y oxoniana, créditos más propios de una bostoniana de pro que de una nativa de Arkansas. Como muchos estadounidenses o británicos, en algún momento de su juventud se fue a Japón, más concretamente a Tokio, donde trabajó para un arquitecto. Este trabajo le permitió, según cuenta ella misma, conocer bien la ciudad y caer stendhalianamente rendida ante su extraña y diversa belleza. ¿Y quién no caería rendido ante ese extraño monstruo, ese dragón humeante, compuesto de una miríada de bultos, pústulas y recovecos, y que de vez en cuando piafa amenazando a los que se resguardaron en los orificios de su piel y sus escamas?

Las campanas del viejo Tokio es un libro impresionista y elegante, que transita por los tópicos más agradecidos del Japón contemporáneo: la delicada sofisticación de humildes regentadores de pequeños negocios, anécdotas de la historia más heroica y mantenida medio escondida en pequeños rincones de la ciudad, las enormes heridas producidas por los estadounidenses en la segunda guerra mundial, heridas que todavía supuran culpabilidad y narraciones autojustificadoras en los intelectuales y políticos de aquel país y del mundo anglosajón en general. Y la invisibilidad de la autora en todo ello.

El libro se compone alrededor de un hilo conductor, los delicados cafés que produce Daibo, un joven hombre japonés en un pequeño y despojado garito en el que el café se infusiona gota a gota a través de un hilo. Daibo, hombre y/o café, es un refugio de seres variopintos, excéntricos a la tokiota, silenciosos pero efectistas. La autora o narradora (nunca se llega a disociar una cosa de otra) recala periódicamente allí, lo que hace que Daibo sea una suerte de refugio, nodo, y punto de inflexión de su vida y de la narración. Sherman, sin embargo, propone las campanas del tiempo como nexo temático para explorar la ciudad. “Las campanas del tiempo” es un término, quizá no muy afortunado en español, para las campanas de templos que daban diariamente la hora en la ciudad de Tokio antes de la industrialización, antes del Japón moderno que comenzó en 1868 con la era Meiji. La autora, sin especificar cuáles son esas campanas con detalle, deriva su búsqueda hacia el concepto del tiempo a lo largo de la historia nipona, lo que nos lleva desde las fracciones del día regidas y bautizadas según el horóscopo chino al reloj más preciso del mundo, un ingenio atómico en proceso. Ese paseo de la mano del concepto nipón de tiempo, nos ofrece fragmentarios paseos por los principales barrios tokiotas y su historia: Hibiya, Nihonbashi, Asakusa, Akasaka, Mejiro, Nezu, Ueno, Tsukiji, Yokokawa-Honjo, Marunouchi, Kitasuna, Shiba Kiridoshi, Ichigaya, Shinjuku y Hibiya. No son todos, pero sí una representación de los más significativos. De cada uno, hay en el libro un apunte histórico, un detalle personal, una relación con algún templo o una pincelada del pasado. Y un desastre infligido por el ejército estadounidense a Tokio y a sus habitantes que se destila también gota a gota, como los exquisitos cafés de Daibo.

El libro tiene más de 50 páginas de notas, y casi 15 de bibliografía, un aparato crítico que nos dice que estamos ante una obra con un sustrato académico o academicista. Algunas notas son de la autora, y otras de la traductora del original inglés, Victoria Pradilla Canet, quien aparte de alguna decisión aislada discutible ya mencionada, vierte la obra a un español de agradable lectura, y de valor estilístico. En conjunto, notas y bibliografía forman otra lectura secundaria, pero provechosa. La edición y la traducción están cuidadas y los términos japoneses en general respetados y bien reproducidos.

Una reflexión interesante quizá sea: tras el agradable paseo por su lectura, ¿qué nos queda de ella? Por un lado, la sensación de que la autora es una persona sensible y preparada, que ha hecho unos deberes considerables antes de ponerse manos al ordenador. Pero ¿qué hay de esas campanas, y del tiempo y sus horas? ¿Qué relación tienen con el tokiota de hoy en día, con el japonés actual? ¿Y con el occidental enfermo de japonismo que busca, y encuentra, en Japón y en lo japonés, una suerte de paraíso perdido en el que una serpiente nos inoculó un extraño veneno a través de la palabra, la imagen y el silencio?

Obviamente, este libro no responde estas cuestiones, pero el lector se las puede llevar en el bolsillo por ese paseo, a la postre caótico, anglosajonamente penitencial, pero a la vez enriquecedor y stendhalianamente lleno de vacío y ansiedad derivados de esa visión de lo sublime que todo enfermo de japonismo siente cuando ve una vieja piedra cubierta de musgo, una trozo de cerámica rota entre unos bambúes en el camino adyacente a un templo, o en la minuciosidad de un ser, por lo demás anónimo, que destila absorto gotas infusionadas de café que caen por un hilo en un local diminuto de paredes de cemento.

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