“El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial”. Así reza el subtítulo de este libro, escrito en 1997, cuando este holocausto, este círculo del infierno que dejó en mero juego de niños los versos más truculentos de Dante o la imaginación más sanguinaria de El Bosco. Por fortuna, mucha gente conoce ya los sucesos de Nanking. Por fortuna, también, disponemos de este libro, demoledor, sin el cual no hubiera sido posible que llegara a cualquier hogar la existencia de ese horror, un horror inimaginable para el narrador de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas. Exagerado hasta mucho más allá de lo inhumano. Solo citaremos una frase: “Pocos saben que los soldados empalaban a bebés en bayonetas y los arrojaban, todavía vivos, a calderas de agua hirviendo”. Podemos asegurar que no es la descripción de una atrocidad más severa que contiene este libro. Para estómagos más delicados, si quieren conocer algo más sobre un episodio que dejó cerca de 400.000 cadáveres asesinados en los más altos grados de lo siniestro, pueden ver la película Flores de la guerra, de Zang Yimou. Y si superan la prueba, vivir aquello tan intensamente como se vive en las páginas de este extraordinario libro a través de otra película: Nanking, ciudad de vida y muerte (2009), de Lu Chuan, tal vez la última obra maestra que se ha realizado en la historia del cine.
Los pasajes que observamos en Nanking, ciudad de vida y muerte están, en su mayor parte, recogidos de La violación de Nanking, o beben de las mismas fuentes: la documentación recogida para los juicios posteriores o los informes de los ejércitos, algún testimonio de supervivientes o los registros de los protectores de la zona de refugio, occidentales que se agruparon, en 1938 sin importar el origen ni la ideología, para proteger a la población; desde un diplomático alemán nazi a un americano misionero protestante. Ellos salvaron a tantas vidas como pudieron, aupando a niños escondidos bajo capas de muertos durante cinco días, con heridas de bayoneta, o mujeres violadas hasta desangrarse. Este libro bebe del mismo espíritu que la película. Pretende ser una denuncia con fundamento, con intención de advertir sobre la posibilidad de que se repita el espanto. En la película, el protagonista es un soldado japonés que asiste atónito a la masacre, con rostro de cera, registrando tantas barbaridades en su memoria que su honor terminará por no permitirle vivir con ello. El libro es, por su parte, un reportaje con tintes de visión antropológica, si es que la antropología sirviera para explicar lo que allí tuvo lugar. O la psicología.
En realidad, quien más cerca estuvo de dar en el clavo para explicar por qué nadie se rebelaba cuando recibía la orden de decapitar a un civil tras otro, de violar a una niña y luego entregarla a los perros para que le arrancaran la garganta, por ejemplo, fue Hanna Arendt. Sus hipótesis sobre la obediencia a la autoridad como agua en la que se disuelve el azucarillo de la conciencia y los escrúpulos morales, analizando el caso de Eichmann, podría aplicarse a la representación a la que asistimos aquí, crónica tras crónica, narradas de manera que nos resulta imposible no trazar la imagen de un degüello o una inhumación en nuestra cabeza. Eichmann y la obediencia como fuente de mal, como justificación de actos inevitables, se estudiaron en el conocido “experimento de Milgram”, en el que un psicólogo estadounidense sugería a los voluntarios, y desde el momento en que eran voluntarios se sentían obligados a participar hasta donde se les empujara, aplicar descargas eléctricas a un actor que simulaba recibirlas cada vez que no podía responder a una pregunta. Los espeluznantes resultados señalan que la mayoría de los voluntarios no titubeó cuando tuvo que alcanzar la máxima potencia de 450 voltios. Esta condición de voluntarios es, tal vez, según las hipótesis de Iris Chang (Princeton, 1968 – San José, 2004), junto a la supervivencia que suponía la academia y el aprendizaje militar en Japón, y su sentido del honor y la hipnosis de pueblo elegido, la que apenas retuvo dos o tres brazos a la hora de asesinar a sangre fría, en menos de una semana, a la mitad de la población de Nanking, que no tuvo tiempo de huir. El debate está y estará siempre abierto. Pero lo que no es prescindible, de ninguna manera, es la lectura de un libro como éste. Por mucho que nos arda el estómago.
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