Steinbeck y Capa viajaron a la URSS en 1947. «Diario de Rusia» refleja sus impresiones. También su falta de espíritu crítico hacia Stalin y su régimen de terror
Por César Antonio Molina
Cuando después de casi cuarenta días por la Unión Soviética, Steinbeck y Capa la abandonaron, en el mes de septiembre de 1947, las autoridades estalinistas le confiscaron al fotógrafo gran parte de los carretes, tras ser revelados e inspeccionados. La Oficina de Extranjería exigía esta investigación como paso previo al visado de salida del país. Capa, según lo describe Steinbeck, era un tipo maniático, nervioso y compulsivo, y ese día agónico lo sobrellevó paseando de un lado a otro de su habitación, pensando que destruirían todo el material e incluso temiendo ser detenido. Gritaba que no abandonaría el país sin sus negativos. Daba patadas a lodo lo que encontraba a su paso. «Ni siquiera solicitaron mis notas. No habría habido mucha diferencia si lo hubieran hecho, nadie habría podido leerlas. Incluso yo tengo problemas para hacerlo», escribe el autor de Las uvas de la ira.
Capa no cumplió sus bravuconadas y salieron del hotel camino del aeropuerto de Kiev. Era todavía de noche y ambos desconocían el destino que le habían dado al trabajo fotográfico. Sentados en el aeropuerto bajo un retrato de Stalin, el escritor a duras penas contenía la ira de su compañero de viaje. Pasado algún tiempo, llegó un mensajero y puso una caja de cartón en las manas de Robert. Estaba atada y lacrada con pequeños sellos de plomo que no podían ser arrancados hasta que hubieran abandonado el aeropuerto, Capa la agitó y le dijo a John que solo pesaba la mitad de lo que debería. Muchas de las fotos que hizo le fueron confiscadas, aunque el reportaje fotográfico se salvó.
Steinbeck y Capa eran dos personas de izquierdas que visitan el paraíso comunista soviético con la intención de hablar con sus gentes no de política. Sino de su vida cotidiana. Pronto comprobarían, sobre todo el escritor -el narrador de esta historia-, las dificultades que encontrarían para llevar a cabo su labor. Steínbeck no critica, sino que únicamente describe todo cuanto les va aconteciendo, y el lector deduce las carencias de libertad con las que viven los ciudadanos. campesinos, granjeros o proletarios.
La gente rusa era agradable pero silenciosa; cómo no iba a serlo, estando Steinbeck y Capa acompañados de un intérprete, comisario puesto a disposición de los visitantes por el propio Estado soviético. El Premio Pulitzer y Nobel de Literatura acaba su relato de la siguiente manera: “No satisfará ni a la izquierda eclesial ni a la derecha reaccionaria. La primera dirá que es anti-ruso, y la segunda dirá que es pro-ruso. Seguramente será superficial, pero ¿de qué otra forma podría ser? No tenemos conclusiones que sacar salvo que los rusos son como cualquier otro pueblo del mundo. Seguramente los haya malos. Pero con mucho la mayoría son muy buenos».
Cuarenta millones de muertos
Viaje fallido desde un principio. Steinbeck era un gran escritor, pero en absoluto un intelectual. Lo desconocía todo de Rusia y estas páginas abundan en su ignorancia. Se nota a las claras que no había leído nada de la literatura rusa (ni siquiera a los grandes), y sabía aún menos de arte o cine. Por otra parte, ¿cómo evitar la política? ¿Cómo se puede ir a un país donde han muerto más de veinte millones de personas en la guerra y otros tantos en los campos de concentración o gulags, y no enterarse ni hacer la más mínima referencia a ello? ¿Cómo se puede escribir un libro sobre la Unión Soviética sin decir casi ni una sola palabra realmente crítica sobre un asesino como Stalin?
Si comparamos este libro con el de Berlín nos entra ira y vergüenza, Capa y Steinbeck en los grandes hoteles fumando y emborrachándose las más de las veces, asistiendo a fiestas, bailes y peleas, gastándose entre ellos bromas que a un lector honorable le harán poca gracia.
Moscú, Kiev, Stalingrado; Rusia, Ucrania, Georgia: son las ciudades y las repúblicas que visitaron. ¿En realidad de qué se habla en este libro? De pocas cosas interesantes: de la reconstrucción de la posguerra; del orgullo por haber derrotado al fascismo: de las cosechas, de las obras escolares, de los trabajos en las empresas; de los prisioneros alemanes, de la burocracia imposible con la que se van topando. Y de los encuentros con los escritores serviles al régimen,
«No pudimos contestan»
Evita Steinbeck hablar de política e insiste en el entendimiento mutuo entre ciudadanos soviéticos y norteamericanos. Cree percibir en la población rusa una profunda preocupación ante la posibilidad de un gran conflicto bélico entre su país y EE.UU. La propaganda soviética hacía creer a sus ciudadanos que el Estado totalitario era el mejor y que había que apoyarlo, mientras los gobiernos democráticos estaban vigilados constantemente para evitar las corrupciones y los abusos del poder,
Steinbeck es tolerante con el régimen soviético, pero nadie puede dudar de su defensa de la democracia: «Explicamos nuestra teoría sobre el Gobierno, en el que todas las partes tienen otra parte que las controla. Intentamos explicar nuestro miedo a las dictaduras, nuestro miedo a los líderes con demasiado poder, de modo que nuestro Gobierno está diseñado para impedir que al¬guien tenga demasiado poder o, si lo tiene, que lo conserve. Aceptamos que esto hace que nuestro país funcione más lentamente, pero desde luego logra que funcione de manera más segura».
El novelista y periodista defiende también la libertad de prensa frente al control estatal. Quizá una de las preguntas más complejas que le hacen es la relativa a por qué el Gobierno norteamericano tiene como amigos a otros gobiernos reaccionarios, como los de Franco, Trujillo, Turquía o la monarquía corrupta de Grecia. «No pudimos contestar a estas preguntas”, admite Steinbeck.
Viviendo en un cruel Estado totalitario que, además, usurpó la libertad a toda la Europa Central, el novelista se siente interesado en: ¿cómo viste la gente? ¿cómo hace el amor y cómo muere? ¿de qué habla? Cuestiones realmente poco trascendentes. ¿Estos asuntos eran los que les interesaban a los lectores del New York Herald Tribune?
En todas partes
Los comentarios sobre Stalin, a pesar de la asepsia que procura mantener, son de este calibre: «Nada en la URSS escapa a la mirada de escayola, bronce, óleo o bordado del ojo de Stalin. Su estatua se levanta al frente de todos los edificios públicos. Su busto está delante de todos los aeropuertos, estaciones de ferrocarril, de autobús, en todas las aulas, y a menudo su retrato está detrás de su busto. En los parques está sentado en un banco de yeso discutiendo problemas con Lenin. Los estudiantes, en los colegios bordan su retrato con aguja e hilo. Las tiendas venden millones y millones de caras suyas, y todas las casas tienen al menos un retrato. Seguramente el pintado, el modelado, el fundido, el forjado y el bordado de Stalin es una de las grandes industrias de la URSS. Está en todas partes, lo ve todo».
Steinbeck reconoce que la presencia del dictador (palabra que nunca pronuncia) molestaría al sentimiento de los americanos, «con su miedo y su odio al poder investido en un hombre y a la perpetuación del poder, esto es algo terrorífico y de mal gusto». ¿Qué motivos ve el Premio Nobel para el culto a la personalidad? Que Stalin era un sucedáneo de los zares; que los rusos estaban acostumbrados a los iconos: o que, simplemente, era amado por su pueblo, que necesitaba tenerlo siempre presente. Curiosas justificaciones. Además, el narrador cree la ingenuidad de que todo este montaje se lleva a cabo a espaldas del didictador, a quien no le gusta nada verse tan omnipresente.
La segunda cita de Stalin se hace cuando se encuentran en Georgia. En Tiflis está probablemente la imagen de Stalin más grande y espectacular de la URSS: «Es una cosa gigantesca que parece medir cientos de metros de altura, y está contorneada de neón, que, aunque ahora está roto, se dice que cuando funciona se ve desde cuarenta y dos kilómetros”.
Santuario nacional
La tercera referencia a Josef Stalin se produce cuando visitan la ciudad natal del politico, Gori, a unos setenta kilómetros de Tiflis Steinbeck comenta que el lugar se ha convertido en un santuario nacional. La casa donde nació Stalin es un museo. Una residencia diminuta de una sola planta, construida de revoco y escombros; dos habitaciones con un pequeño porche que recorre la fachada; y, aun así, la familia de Stalin era tan pobre que solo habitaba la mitad del domicilio, un cuarto. Steinbeck enumera el mobiliario y los pobres utensilios de la vida cotidiana, así como otros objetos: fotografías, cuadros, el retrato policial de cuando fue arrestado. un mapa de sus viajes y de las prisiones en las que estuvo encarcelado y de las ciudades de Siberia donde permaneció detenido; libros, papeles, documentos manuscritos.
Al referirse a un retrato de juventu, el narrador, que parece emocionado, afirma que Stalin tenía una mirada fiera y salvaje. Steinbeck ve natural que reciba tantos honores en vida, que nadie lo contradiga, que las únicas citas que se hagan en los discursos sean suyas, que nadie reconozca sus equivocaciones. La cuarta y última mención al dictador se refiere de nuevo, únicamente, a la gigantesca iconografía, sin más.
También visitan Capa y Steinbeck el museo de Lenin. El escritor. abrumado por la cantidad de objetos del lider que allí se conservan, comenta irónicamente que no debe de haber vida más documentada en la Historia: «Lenin no debió de tirar nada». Resalta la desaparición de cualquier referencia a Trotsky y se da cuenta de que la iconografía de Stalin es superior a la de Lenin. Steinbeck no hace el más mínimo comentario crítico del revolucionario, aunque sí echa en falta en la museografía un toque de humor: «No hay pruebas de que en toda su vida tuviera un pensamiento ligero o humorístico, un momento de risa entregada o una tarde de diversión. No puede haber duda alguna de que esas cosas existieron, pero históricamente quizá no se permite que las tenga». De nuevo Steinbeck desconoce el tiempo, el lugar. la geografía y la Historia. Comentarios como este son casi insultantes.
Arquitecto del alma Este viaje por la URSS carece de crítica, de agudeza, de conocimientos: es permanentemente autoindulgente y tiene la desfachatez de criticar a los expertos cronistas y corresponsales. Para Steinbeck. el pueblo ruso admira a Stalin y lo necesita. Lo salvó de los nazis, reconstruyó el país, lo puso en marcha: lo demás se puede justificar.
De su compañero Capa destaca el conocimiento de idiomas que tiene, excepto del ruso: “Habla español con acento húngaro, francés con acento español, alemán con acento francés e inglés con un acento que nunca ha sido identificado». Las fotos de Capa son totalmente didácticas y puramente documentales.
Es curioso que el mundo cultural ruso conozca mejor la literatura estadounidense que Steinbeck la rusa. El norteamericano es crítico con el papel que el escritor tiene asignado en los países comunistas. Ironiza un poco con la idea de Stalin de que el creador es el arquitecto del alma: «En América el escritor no es considerado el arquitecto de nada y solo Se le empieza a tolerar un poco después de Que ha muerto y ha sido cuidadosamente ignorado durante unos veinticinco años». No lo diría por él, autor de éxito, Pulitzer en 1940 y Nobel en 1962.
No hace la más mínima referencia a las persecuciones y los asesinatos de autores por el régimen de Lenin y Stalin. Yo no voy a sacar la lista aquí. pero muchos de los nombres están en la mente de todos.
Vodka o cerveza
El paseo por la destruida Stalingrado es de los momentos más emotivos del libro y el mejor escrito, mientras que el paseo por el Kremlin le lleva a decir, con razón, que es el lugar más lúgubre del mundo.
Capa no solo hace su fotorreportaje, sino que también escribe “Una Queja legitima”. Justifica su interés por llevar a cabo el viaje: quería conocer el lugar de donde procedían los aviones de morro chato que bombardeaban a los sublevados durante la Guerra Civil española. E ironiza sobre su compañero de viaje, un hombre muy tímido que, tras cierta cantidad de vodka o cerveza, sabe expresar sus ideas con fluidez y tiene muchas opiniones firmes sobre todo.
Diario de Rusia solo nos vale como pincelada antropológica. Steinbeck realmente no se enteró de nada y solo contó aquel lío que las autoridades querían que contase. A veces recobraba la cordura y de ahí algunos pasajes menos vergonzosos.