Hay libros que te llenan de una profunda y extraña melancolía mientras te conducen por recovecos inesperados y extravagantes de la historia. En Los osos que bailan (Capitán Swing, 2019), el periodista y escritor polaco Witold Szablowski (Ostrów Mazowiecka, 1980) nos lleva a seguir con él, hasta Bulgaria, el rastro de los últimos de esos animales amaestrados para trabajar como atracciones de feria. Es un mundo extravagante, a menudo mísero y cruel pero que transpira una rara magia, la de lo exótico, desmesurado y perdido. De la mano del autor conoceremos la historia de la osa Valentina, Vela para los amigos, que bailaba al son de la gadulka,el violín tradicional, comía caramelos y se dejaba caer gimiendo, como si le hubiesen entrado en falta, al pedirle que imitara a Hristo Stoichcov. Aprenderemos cómo se adiestraba a esos grandes seres hirsutos —con dolor pero también con malentendido amor, y siempre con riesgo: “Un oso no sabe lo que es la gratitud”, sentencia un amaestrador— y descubriremos que existió incluso una academia oficial para osos, en Smorgon, entonces Polonia y hoy Bielorrusia, fundada por un príncipe Radziwill.
La secular tradición de los osos bailarines prácticamente ha desaparecido, pero Szablowski ha encontrado aún en varios rincones de la Europa del Este —y los ha entrevistado— a varios adiestradores y propietarios de esos plantígrados convertidos a su pesar en artistas. En su inmensa mayoría los dueños y domadores son de etnia gitana, romaníes, y han convivido largamente con sus osos, enseñándoles trucos, compartiendo su casa y su comida —y también su miseria, recalca el escritor—, y viajando con ellos. Ahora, se les fuerza a desprenderse de los animales y se traslada a estos, muchas veces pobres bestias viejas y desdentadas, adictas a los dulces y al alcohol, a reservas para que retomen su naturaleza salvaje y traten de ser libres.
Szablowski, ganador del premio Kapuscinski, establece en su libro, subtitulado Historias reales de gente que añora vivir bajo la tiranía, un sorprendente paralelismo entre la dificultad de esos osos para separarse de sus amos y adaptarse a una nueva situación y la de los ciudadanos de los países del Este en el postcomunismo, que también han de aprender, destaca, a usar la nueva libertad, y a veces, incapaces de asumirla, reniegan de ella.
¿Qué fue antes para escribir el libro, el interés por los postreros osos bailarines o por los efectos de la caída del comunismo en la gente? “Todo a la vez”, responde el autor polaco, que ha visitado Barcelona para hablar en la Escuela Europea de Humanidades, en el Palau Macaya de La Caixa. “He cubierto los cambios en el Este desde que me hice periodista y soy hijo de esa transformación: tenía 9 años cuando cambió mi mundo, casi de la noche a la mañana, y lo recuerdo”. Szablowski decidió recuperar historias de esa transición, “pero no tenía un leit motiv y entonces un amigo me explicó esa historia de los osos bailarines y cómo los llevaban a un parque especial que era un verdadero laboratorio de la libertad”. Sintió que había algo en común con los europeos del Este. “Nunca nos enseñaron a ser libres, hubo que aprender cada uno”.
El escritor visitó el parque al que van a parar los osos incautados y donde se les intenta despertar su verdadera naturaleza de osos, haciéndolos lo más libres posible. “La primera reacción de los osos es asustarse, se sienten perdidos, no entienden qué pasa y no saben qué hacer; luego cuando empiezan a sentirse libres, se vuelven agresivos. Observé con asombro que es lo mismo que vemos en mucha gente del Este, esa agresividad que proviene del miedo y la desazón de qué hacer con una libertad para la que no estabas preparado”.
¿Es un cariño sincero, el de los dueños? “Absolutamente. Por supuesto ese amor es duro para los osos. Es como el amor de los pedófilos por los niños, o el de los dictadores por sus países”.
Con respecto a los osos bailarines y ese mundo que desaparece, se percibe en el libro una ambivalencia. “Es un mundo cruel, triste y miserable, brutal, con animales maltratados y torturados, pero a la vez es un mundo muy interesante. Aparte de las ciencias políticas, la etnografía es mi disciplina preferida. Cuando ves que en esa tradición hay un vocabulario propio —mechkadar, adiestrador de osos en búlgaro; jolka, el aro para manejarlos con el que se les atravesaba tan dolorosamente la nariz; namordnik, la máscara en forma de bozal…-, leyendas y creencias populares, como la de que si te ponen un oso encima le traspasas la enfermedad que sufras y sanas”. La tradición de los osos danzarines sigue viva en la India y en Pakistán. “Viene de allí, y fue apareciendo en todos los países del camino de los gitanos hacia occidente, en el Cáucaso, en Turquía, en los Balcanes…”.
El libro se centra en los osos búlgaros y sus amos. “Son los últimos, hasta la entrada de Bulgaria en la UE, los espectáculos con osos eran habituales en el país. Con el hundimiento del comunismo y la pérdida de trabajos estatales, gitanos de nuevo empobrecidos y convertidos otra vez en ciudadanos de la categoría más baja, habían vuelto al adiestramiento y la exhibición de osos, como Grigori Mirchev, que dejó el tractor y se compró un oso”. Aparecen también en el libro familias como los Stanev, de larga tradición, acreditados como los últimos adiestradores de osos de Bulgaria. “Con el ingreso en la UE se acabó. Les quitaron los osos a todos”. El autor explica cómo alguno parecía querer más a su oso que a su mujer. “Cuando les obligaban a desprenderse de los animales era un drama, lloraban como si les arrebataran a un miembro de la familia. Insistían en que, además de que eran su medio de subsistencia, siempre habían tratado bien a sus osos, y trampeaban para conservarlos”. ¿Es un cariño sincero, el de los dueños? “Absolutamente. Por supuesto ese amor es duro para los osos. Es como el amor de los pedófilos por los niños, o el de los dictadores por sus países”.
“En cierta manera, por seguir con la metáfora”, remata Szablowski, “el amaestrador es como Putin, hace todo lo posible para seguir dominando al oso pese a que los tiempos de la Guerra Fría hayan cambiado. Aunque aquí la metáfora es doble, y Putin es también el oso que baila”. Vaya, ¿y quén toca el violín?, ¿Trump? “Jajaja, no creo. China tal vez”.
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