En 2009 escribí un reportaje para este periódico acerca de la extracción en la República Democrática del Congo del coltán, un mineral compuesto esencial para la fabricación de baterías y condensadores de dispositivos electrónicos como teléfonos móviles o tabletas. Es descorazonador asistir al nulo avance en la protección de los derechos humanos y el medio ambiente desde entonces. Lo he podido comprobar leyendo Cobalto rojo (Capitán Swing), el desgarrador viaje a los infiernos de África en el que nos sumerge el investigador y activista contra la esclavitud moderna Siddharth Kara.
Cobalto rojo, prologado por uno de los referentes españoles del periodismo en África, Xavier Aldekoa, describe a la perfección cómo históricamente la riqueza natural de la República Democrática del Congo (RDC) es, paradójicamente, su mayor maldición. Este país cuenta con algunas de las mayores reservas de los minerales más codiciados del planeta, entre ellos el cobalto, del que en 2021 se extrajeron casi 112.000 toneladas, es decir el 72% de la reserva mundial.
Este metal se emplea en la fabricación de las baterías recargables de iones de litio, lo que irremediablemente nos lleva a los principales fabricantes de dispositivos electrónicos (Apple, Samsung…). Sin embargo, sin menospreciar la demanda de cobalto que exige la producción de esos terminales –que además se disparó con la pandemia de la covid-19-, lo que realmente ha roto la baraja son los vehículos eléctricos. Como relata Kara, si en 2010 tan sólo circulaban 17.000 de estos vehículos en todo el mundo, en 2021 ya eran 16 millones y, con iniciativas como EV30@30, el objetivo es llegar a 230 millones en 2030, es decir, que los eléctricos supongan el 30% de las ventas totales de vehículos.
Como relaté hace 15 años con el coltán, la explotación infantil y la constante vulneración de derechos humanos se reproducen en la extracción del cobalto. Los fabricantes, tanto de electrónica como del mundo del motor, miran como entonces a otro lado, con comunicados, memorias y notas de prensa que buscan reafirmar su compromiso con las normas internacionales de derechos humanos. Sin embargo, el viaje que durante varios años realizó Kara por la RDC y que relata en este libro muestra una realidad bien distinta: esclavitud, explotación infantil, nulas medidas de seguridad, mutilaciones, intoxicaciones, desplazados, derrumbes, muertes…todo ello por cerca de un dólar al día (a las mujeres se les paga menos por el mismo saco), principalmente en la minería artesanal y de pequeña escala que emplea a 45 millones de personas en todo el mundo (el 90% del total de la mano de obra minera mundial).
En Cobalto rojo podrán encontrar el relato de primera mano de las víctimas de esta explotación con testimonios tan crudos como “nos roban nuestros recursos para mantenernos pobres”, “los mosquitos no beben la sangre de la gente que trabaja aquí” (por los niveles de toxicidad de la extracción y lavado del cobalto) o “doy gracias a Dios por haberse llevado a mis bebés [dos abortos]; aquí es mejor no haber nacido”. Sin embargo, en lo que me quiero centrar más es en la hipocresía del Norte Global, tanto fabricantes como consumidores que obvian esta realidad.
Lavado de imagen
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A pesar de que como indica Kara, la propia OCDE admite que entre el 70% y el 72% del suministro de cobalto “tiene algún vínculo con el trabajo infantil”, todos los fabricantes afirman que su cobalto está limpio. Se han creado, incluso, dos asociaciones en las que figuran todos que, supuestamente, velan por ello: la Responsible Minerals Initiative (RMI) y la Global Battery Alliance (GBA). A lo largo de todo su recorrido durante años, el autor de libro afirma que “nunca vi ni oí hablar de actividades vinculadas a ninguna de estas asociaciones, y mucho menos de algo que se pareciese a compromisos empresariales con las normas internacionales de derechos humanos, auditorías de terceros o políticas de tolerancia cero frente al trabajo forzoso e infantil”.
Sencillamente, es como si no existieran. Y cuando dan la cara, resultan ser un fiasco. BMW es uno de los fabricantes que decidió desviar su provisión de cobalto a Marruecos; su proveedor de cobalto allí está certificado por RMI y una investigación conjunta de varios medios destapó que la mina estaba liberando grandes cantidades de arsénico al agua.
El clima de miedo y represión que describe Kara, con yacimientos custodiados por el ejército, la policía, seguridad privada o milicias da una idea de las vulneraciones de derechos humanos que se cometen para extraer el mineral necesario para nuestras baterías. Tanto es así que los nombres propios que aparecen son ficticios para proteger las fuentes y el mismo autor cuenta situaciones tensas en las que cree peligrar su vida.
“Cuanto más me adentraba en las provincias mineras, más turbio resultaba el tramo inferior de la cadena de suministro del cobalto”, apunta. Y es que si algo saben hacer los grandes fabricantes de dispositivos móviles y del motor es crear una cadena tan extensa de intermediarios, en muchas ocasiones absolutamente innecesarios, que las responsabilidades se diluyen a lo largo de los diferentes eslabones.
En un capítulo del libro, uno vislumbra un rayo de esperanza, cuando Kara cuenta la iniciativa de CHEMAF, una empresa minera creada en 2017 a la que compañías como Apple, Microsoft, Google, Dell y Trafigura inyectaron millones de dólares para llevar a cabo buenas prácticas: nada de trabajo infantil, solo mineros adultos registrados en una cooperativa, análisis periódicos de niveles de exposición a uranio radiactivo, etiquetado de este cobalto ‘limpio’ para diferenciarlo del que se comercia manchado de sangre, auditorías para mantener estos protocolos e, incluso, la escolarización de menores víctimas de explotación infantil. Cuando el investigador acudió al lugar descubrió que nada de esto sucedía: trabajaban niños, no se realizaban mediciones de niveles de uranio, no había etiquetado… y de los 2.000 niños y niñas que se iban a escolarizar, solo se sabía que se habían matriculado 219, pero se ignoraba si acudía o no a la escuela.
Hace años que la ONU es consciente las violaciones de derechos humanos que se dan en la industria minera, y en la última Cumbre del Clima (COP28), su propio secretario general, António Guterres, subrayó en su discurso que la extracción de minerales críticos “debe realizarse de manera sostenible, justa y equitativa” para evitar repetir los “errores del pasado”. Kara y su Cobalto rojo nos enseñan que no son del pasado, que son muy actuales y llevan produciéndose desde hace décadas –incluso con procesos judiciales abiertos-, con ciudades como Kasulo convertidas en un cementerio en el que nadie sabe cuánta gente hay enterrada allí. A pesar de ello, de que organizaciones como Amnistía Internacional también han iniciado campañas, ninguna conferencia sobre minería de cobalto en la OCDE de París o en la ONU de Ginebra o Nueva York ha invitado jamás a los mineros artesanales.
Mientras en el Norte Global disfrutamos de nuestros dispositivos y vehículos eléctricos, pensando además que con éstos últimos contribuimos a la transición energética, en RDC los mineros artesanales, tanto adultos como menores, saben que viven de prestado, “trabajamos en nuestras tumbas”, y “las partes interesadas de la cadena se niegan a aceptar su responsabilidad a pesar de que todos se benefician de una forma u otra de su trabajo”, concluye Kara en esta obra imprescindible para tomar conciencia de la realidad.
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