¿Cómo era en realidad la democracia ateniense? A esta pregunta responde el filólogo Mogens H. Hansen en un libro ya clásico y adictivo que ha traducido al castellano Capitán Swing
Por Ramón González Férriz03/05/2022 – 05:00
Muchas veces pensamos en Atenas como la cuna de la democracia. En ocasiones, algunos incluso añoran lo que parecía un sistema extremadamente justo: las discusiones en la Asamblea, una unidad política pequeña y de apenas unas decenas de miles de ciudadanos que podían dedicar parte de su tiempo a la política. Y, sobre todo, un sistema democrático directo: los ciudadanos no escogían a sus representantes, sino que decidían directamente lo que la ciudad debía o no debía hacer. Hay quien cree que sería razonable volver a un modelo parecido. Otros piensan que eso no es más que una utopía, puesto que nuestras sociedades son demasiado complejas para basarse en este tipo de democracia y en las opiniones de unos ciudadanos que, en general, no tenemos ni idea de los asuntos sobre los que hay que tomar decisiones. Pero, ¿cómo era en realidad la democracia ateniense?
A esta pregunta responde el filólogo Mogens H. Hansen en un libro ya clásico, ‘La democracia ateniense en la época de Demóstenes’ , que ha traducido al castellano la editorial Capitán Swing. Es una obra académica, larga, erudita, a veces obsesiva en el tratamiento de las fuentes, pero adictiva y recomendable para los aficionados duros a la política.
Hansen deja una cosa clara: el sistema político ateniense era complejo y no tan igualitario como solemos creer; solo participaban en él los varones con propiedades, que suponían una minoría en la Atenas del siglo IV antes de Cristo. Ni las mujeres, ni los esclavos, ni los extranjeros residentes podían intervenir en las deliberaciones y las votaciones, aunque tenían derechos como individuos privados. Y, al mismo tiempo, plantea innumerables preguntas: ¿era aquella democracia tan directa como creemos? ¿Se parecía a la actual? ¿Tiene sentido utilizar conceptos actuales, como los partidos, la soberanía o los políticos, para referirnos a esa época?
Breve esplendor
El libro empieza explicando cómo eran las instituciones democráticas atenienses en un breve periodo de esplendor que duró unos ochenta años, los que van del final de la guerra del Peloponeso a la derrota frente a los macedonios, que puso fin a la participación de todos los ciudadanos en la política. Si ahora entendemos que nuestros estados son fruto de la suma de un territorio, un pueblo y unas administraciones públicas, cuenta Hansen, antes importaban mucho más lo segundo y lo tercero; el territorio era más laxo y podía comprender la propia ciudad, el campo que la rodeaba e incluso las agrupaciones de ciudadanos en el exterior. Como cuenta Aristóteles, se distinguía sobre todo entre dos modelos políticos alternativos, la democracia y la oligarquía; para él, lo ideal era una mezcla de ambos, lo más moderada posible. La democracia ateniense de esa época era, en cambio, una democracia radical. Su base ideológica eran la libertad y la igualdad; estas protegían la libertad de expresión y la igualdad ante la ley, pero también muchas normas que hoy nos resultan familiares, como la protección de los ciudadanos individuales y sus propiedades y casas, e incluso una relativa igualdad de oportunidades.
La Asamblea era el órgano de gobierno más importante: controlaba la política exterior y muchos aspectos de la política interna de la ciudad. Se reunía en el Pnyx, una colina rocosa con una gran meseta con gradas y muros tallados que permitían albergar a los 6.000 ciudadanos que llegaban a juntarse allí en las sesiones en las que se tomaban decisiones importantes (a los ciudadanos se les pagaba por acudir, por lo que a veces había empujones para franquear la entrada). En ese sitio no lejos de la Acrópolis y el Ágora, uno de los lugares fundacionales de la democracia, dieron discursos míticos Pericles, Alcibiades o Demóstenes. De hecho, lo que a veces entendemos como deliberación o debate no era sino eso, cuenta Hansen, “una serie de discursos no relacionados entre sí”. Por mucho que la idea de la democracia ateniense fuera igualitaria, “la comunicación iba solo en una dirección, del orador a la audiencia”. Por lo tanto, los oradores debían estar formados en la retórica y tener el don de la elocuencia, lo que erosionaba de por sí esa igualdad pretendida. Eso hacía que, en realidad, la Asamblea estuviera en manos de los pocos cientos capaces de “reunir el coraje para subir a la tribuna y proponer algo”; es más, que estuviera en manos de unos pocos “políticos profesionales” que se dedicaban con ahínco a dar discursos.
“La democracia solo podía funcionar si había un número razonable de ciudadanos dispuestos a subir a la tribuna y hablar”
Lo cual, por supuesto, como sucede en la democracia actual, generaba suspicacias. “Los atenienses eran ambivalentes respecto a los líderes políticos en la Asamblea. Por un lado, les preocupaba que los oradores, gracias a su elocuencia, pudieran llevar al pueblo por el mal camino y malearse ellos mismos por causa de los regalos de gobernantes extranjeros o de los enemigos de la democracia”. Pero, al mismo tiempo, de nuevo como en la actualidad, “la democracia solo podía funcionar si había un número razonable de ciudadanos dispuestos a subir a la tribuna y hablar o hacer mociones”.
‘La democracia ateniense’ describe también las demás instituciones políticas de la ciudad: si ahora nos parece que tenemos demasiada gente dedicada profesionalmente a la política, resulta reconfortante pensar que en una Atenas con apenas decenas de miles de habitantes había legisladores, un tribunal popular, consejeros varios e incluso el llamado Consejo de los Quinientos, un comité de quinientos magistrados que recibían los mensajes de los Estados extranjeros, dirigían la economía ateniense y ejercían la supervisión de los demás organismos. Es decir, era algo equivalente a una burocracia sin poder de decisión, pero con una inmensa tarea administrativa y supervisora que, por tanto, era menos democrática que la Asamblea y pone en entredicho a quienes creen que la democracia ateniense era puramente representativa y carecía de lo que hoy llamamos instituciones contramayoritarias. En Atenas la democracia estaba diseñada especialmente para que la política no quedara en manos de una oligarquía, un puñado de ricos asociados en lo que hoy llamaríamos una facción o un partido. Para ello, los cargos, incluidos los burocráticos, se sorteaban, los mandatos eran muy breves y, además, rotatorios.
Hoy podríamos pensar que esos son los mecanismos a recuperar para que nuestra democracia vuelva a ser directa, estrictamente igualitaria y ajena al poder económico. El libro de Hansen es una introducción ardua pero fascinante de cómo se traducía eso en el día a día institucional de Atenas. Sin embargo, también nos recuerda que el experimento duró relativamente poco. Y deja en el aire si es eso lo que deberíamos desear para nosotros en la actualidad.
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