Céleste Albaret (1891-1984) fue la última sirvienta que tuvo Marcel Proust. Céleste –muy joven- se casó en 1913 con un taxista de París, Odilon Albaret que había trabajado para Proust como recadero o chófer en sus ya pocas salidas nocturnas… Odilon fue compañero de Alfred Agostinelli, uno de los grandes amores de Marcel, taxista también, antes de hacerse aviador y morir en un accidente junto a la Costa Azul. En 1913 se publicó –hace ahora cien años- el primer tomo de “En busca del tiempo perdido”, “Por el lado de Swann” que Proust pagó de su bolsillo. El primer contacto de Marcel con Céleste -todavía lejano- fue que ésta hizo de recadera, llevando paquetes que contenían el libro a amigos o conocidos de “Monsieur”
Pero cuando estalló la gran guerra y el señorito Marcel rompió con el matrimonio que le atendía antes y que no se avenía bien a los extravagantes horarios de señor enfermo, entonces entró Céleste como ama y señora, esto si entendemos que tenía que seguir a rajatabla las órdenes de Proust, que incluían pasarse toda la noche en vela, mientras él trabajaba, por si sonaba la campanilla. Entre 1914 y la muerte de Proust en noviembre de 1922, Céleste fue criada y confidente. Claro que Proust no le podía contar todo (sobre todo no los mayores secretos de su vida, la relación edípica con su madre, y sus estancias en el mundo de Sodoma) de todo lo demás le habló a Céleste mientras descansaba de su magna tarea, de sus amigos o no tan amigos, de príncipes y princesas, de sus parientes, del arduo trabajo en que estaba… Si lo podemos entender (no es fácil) sin dejar de ser nunca la criada, Céleste fue también la amiga, que se iba fascinando por las rarezas del señor y que, poco a poco, lo fue mitificando al intuir que ese ser desvalido y con graves crisis de asma, iba a ser (en el futuro) alguien muy importante. No se equivocó. Por eso Céleste –desde 1923 prácticamente desaparecida del ámbito proustiano, regentó con su marido un hotelito muy corriente en París- reapareció, triunfalmente, viuda, cuando en 1973 salió este “Monsieur Proust” (que ahora reedita en español Capitán Swing) con las confesiones que Céleste le hace al periodista Georges Belmont que llanamente las “recoge”. El libro no es la Biblia sobre Proust pero tiene valor y amenidad porque nos mete en su vida cotidiana de los últimos tiempos, cuando se esforzaba por concluir su novela-catedral. Informativo, rico en datos y chismes, un tanto sobreprotector con el “señorito”, Proust está vivo en el libro/recuerdo de Céleste. La engaña, a veces, pero no le miente. Cuenta que va al burdel de Le Cuziat (Jupien en la novela) pero no como asunto personal, sino en tanto investigador de los “vicios” que debía narrar en su libro. Céleste (le cae bien Morand, no Gide) hace que se lo cree. Pero esa será la gran incógnita. ¿Sabía lo que calló? ¿Los camareros del Ritz que visitaban de madrugada a su señor, mientras ella estaba en la cocina? Como sea, es obra fundamental, incluidos los respetuosos silencios.
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