Por los libros que dejó escritos Lynn Margulis (1938-2011), sabemos que las células de nuestro organismo son una serie de encuentros históricos entre bacterias. De esta manera, el origen de la vida reside en la simbiosis entre distintas entidades orgánicas.
Con esta premisa, la bióloga norteamericana dio a entender que somos la parte resultante de todas esas historias que un día cruzaron sus destinos y que se beneficiaron mutuamente para conseguir el desarrollo vital de nuestra especie. Por decirlo de otra manera, la naturaleza es el resultado de una simbiosis; una cooperación entre especies diferentes.
Hay ejemplos en todos los órdenes. La relación que se da entre el pequeño calamar hawaiano y la bacteria Vibrio fischeri es el modelo que nos va a servir para ilustrar tal fenómeno. Sin el encuentro con dicha bacteria, el pequeño calamar no sobreviviría. Porque los calamares hawaianos no nacen con esta bacteria tan importante para ellos, sino que la tienen que encontrar. Solo cuando dan con ella en las profundidades marinas consiguen desarrollar el órgano luminiscente que les permite ocultar su sombra y escapar así de los depredadores.
El calamar se ilumina por debajo gracias a una luz cuyo origen no es otro que una colonia de bacterias bioluminiscentes. De igual manera, todo el desarrollo de la naturaleza obedece a un codesarrollo, a una asociación simbiótica por la cual las células de una especie contribuyen al desarrollo de otra especie. A partir de este principio, la antropóloga Anna Lowenhaupt Tsing, en su libro titulado La seta del fin del mundo (Capitán Swing), traza una relación de hechos que tocan todas las ramas científicas, desde la biología hasta la ciencia política, y que tienen como eje central el matsutake, un hongo muy apreciado en Japón por su aroma; un bien escaso cuyo valor de cambio impide a la mayoría conocer su sabor.
El matsutake nace bajo los pinos rojos de forma espontánea. Su origen reside en la asociación íntima que el hongo mantiene con el mismo pino, una simbiosis, es decir, una relación fúngica por la cual el hongo desprenderá fuertes ácidos para descomponer las rocas del suelo, liberando con ello nutrientes que hacen posible su desarrollo junto al desarrollo del pino; una alianza natural que perderá su origen biológico desde el momento en que pase a ser un producto del mercado y forme parte de una cadena de suministro que Anna Lowenhaupt Tsing identifica con la historia que cuenta Herman Melville en Moby Dick, cuando el novelista norteamericano describe el proceso de la producción del aceite de ballena, un trabajo que empieza desde el momento en que los arponeros del barco apresan al animal.
Son indígenas no asimilados de las costas orientales que carecen de la disciplina industrial de los tiempos. De igual manera que sucede con los arponeros de Melville, sucede con los recolectores del matsutake, una mano de obra que carece de disciplina fabril y que va tras una ballena blanca que ahora se ha convertido en una olorosa seta, a su vez llamada la seta del fin del mundo porque crece en bosques devastados por la acción del ser humano.
Por estos detalles, el libro de Anna Lowenhaupt Tsing es de esos libros que nos siguen contando cosas una vez que han sido leídos; uno de esos libros que nos sitúan en el principio de todo, cuando el primer ser vivo surgió gracias a su relación con la materia viviente.
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