La segunda vida de las ciudades

Por Revista de Libros  ·  15.11.2017

Victor Hugo sentenció que la historia se escribe en las alcantarillas. Es probable que con ello quisiera decir, simplemente, que los hechos fundamentales son los más anónimos y sucios, y que, al contrario de lo que proclaman las narraciones asépticas de los académicos profesionales, las cosas importantes se dirimen allá abajo, en las cloacas. Pero la sentencia puede interpretarse de otra manera, más literal si se quiere, en la medida en que lo que mejor define nuestras ciudades son quizá las propias alcantarillas: esas infraestructuras ocultas y malolientes que mantienen el decoro del espacio que está arriba, la superestructura urbana. No hubo ciudad moderna hasta que no hubo limpieza, y la limpieza ‒sanitaria pero también visual‒ se fio a las cloacas; de ahí que la historia del urbanismo también tenga que acabar escribiéndose en las alcantarillas.

Las ciudades modernas han sido fruto de la obsesión por la higiene. El barón Haussmann que recompuso París, el ingeniero Cerdá que dilató Barcelona (y de paso se inventó el término «urbanismo») y, en general, los ingenieros y arquitectos que diseñaron los «ensanches» burgueses del siglo XIX: todos ellos recurrieron, a la hora de explicar sus estrategias planificadoras, a un nuevo vocabulario técnico, pero intuitivo, que no ocultaba su condición higienista. Había que «sanear», «limpiar», «esponjar» o incluso «desinfectar» la ciudad tradicional, caliginosa y maloliente, al mismo tiempo que el escalpelo de los ingenieros de hierro «tajaba» sus murallas anacrónicas y drenaba su pus medieval para extender la «urbanización» todo lo que se pudiera, ocupando los suculentos vacíos que se abrían en las periferias dedicadas hasta entonces a la agricultura. La confianza en la higiene corrió pareja a la confianza en los poderes uniformadores del espacio, y ambas se coaligaron para quitar coágulos, trombos o tumores allí donde la urbe los tuviera, y para introducir orden y construcción en el campo con el fin de volverlo rentable. Dos fueron los objetivos y escenarios de este impulso moderno: la ciudad tradicional, que comenzó a llamarse «centro», y los espacios recién urbanizados, que merecieron un nombre correlativo que desde entonces ha tenido singular fortuna: la «periferia». Desde mediados del siglo XIX, el problema del urbanismo ha sido un problema de «centros» y «periferias».

Mientras trabajaron con las periferias, o mientras tuvieron fuerza para quitar los coágulos y tumores del centro mediante operaciones tan violentas como rápidas y eficaces (los bulevares parisienses, el Ring vienés, la Gran Vía madrileña), los arquitectos e ingenieros pudieron ejercer su dictadura higienista y espacial sin demasiados sobresaltos. En su empeño heroico no sólo los apoyaban los poderes públicos ‒poco escrupulosos a la hora de expropiar‒, el capital ‒que vio en el mercado inmobiliario un prometedor negocio‒, los gremios profesionales de arquitectos e ingenieros ‒entonces casi todopoderosos‒ y la opinión pública burguesa ‒fascinada por la idea de progreso‒: los apoyaban, de hecho, incluso otros estratos de la sociedad muchos más radicales, las vanguardias artísticas, cuya obsesión por la modernidad se traducía en programas cuyo objetivo era, lisa y llanamente, la destrucción de la ciudad tradicional, en la que no veían más que una rémora intelectual, material y moral. Valgan dos ejemplos. Durante una visita a Venecia en 1910, Filippo Marinetti incitó a la población local a rellenar los canales de la ciudad con los escombros de sus monumentos demolidos y a convertir el decadente escenario lacustre en un gran puerto higienizado y militar donde fondearían cruceros de guerra para dominar el Adriático; después, lanzó desde la Torre del Reloj de San Marcos miles de octavillas en las que se repudiaba la antigua Venecia extenuada y carcomida de voluptuosidad, «cloaca máxima» que adolecía de la enfermedad del pasado. Unos años después, Kazimir Malévich, al calor de la revolución soviética, seguiría la estela de los futuristas para reconocer, sin ningún remordimiento, que lamentaba más «el desprendimiento de una tuerca que la demolición de la catedral de San Basilio». Fueron los años gloriosos de una modernidad desacomplejada y prepotente que estaba muy lejos de ver en la ciudad histórica, en los centros carcomidos, nada digno de respeto.

No hubo ciudad moderna hasta que no hubo limpieza, y la limpieza ‒sanitaria pero también visual‒ se fio a las cloacas

Con estos precedentes, e impulsado por los dogmas progresistas del siglo XIX, el programa basado en «sanear» y «crecer», decidido a quitar tumores en los centros y segregar nuevos tejidos periféricos, era a mediados del siglo XX un lugar común no sólo entre los ingenieros, los arquitectos y los políticos, sino también entre la intelligentsia de Occidente. En muchos países, la coyuntura facilitó además el trabajo a los planificadores, pues los inmensos vacíos creados en las ciudades demolidas por las bombas durante la Segunda Guerra Mundial fue la oportunidad que algunos estaban esperando para llevar a los centros ‒convertidos ahora en no-lugares‒ las mismas estrategias planificadores que se venían aplicando con «éxito» en las periferias. No fueron muchos los casos en que se devolvió a los centros bombardeados su aspecto original, y cuando tal se hizo no se debió sólo a una mengua en la confianza de los ideales modernos, sino a una especie de sentimiento de orgullo que vio en el patrimonio ‒aunque se tratara, de hecho, de un patrimonio de cartón piedra‒ el sostén material de un imaginario cívico o nacionalista que debía conservarse a toda costa.

En rigor, los problemas para los planificadores «clásicos» que, cien años después del París de Haussmann, seguían ejerciendo al modo de los cirujanos de hierro del siglo XIX, comenzaron en la década de 1950 y en un contexto que no fue el previsible: las grandes ciudades de Estados Unidos, que muchos consideraban ejemplos por antonomasia del progreso urbanizador y capitalista en su versión más virulenta. Allí, la creciente dictadura del automóvil y la cultura del sprawl habían llevado al urbanismo a ser de facto poco más que la ciencia de la gestión de los movimientos de personas y mercancías, de acuerdo con un punto de vista que aplicaba a la ciudad los valores y métodos de la ergonomía productiva del taylorismo. Este énfasis en las circulaciones no era nuevo ‒en su Teoría general de la urbanización, de 1867, ya Cerdá había concebido la ciudad como «el medio que ha de servir a todas las exigencias del movimiento urbano»‒, pero la tendencia que en Europa experimentaba un influjo moderador gracias a la tradición cívica asociada a la plaza o a la calle no tenía un freno de igual fuste en Estados Unidos, carente por lo demás de una verdadera cultura del urbanismo.

Las recetas de Mamá Jacobs

Contra la arrolladora planificación higienista, ya un tanto anacrónica a mediados del siglo XX, no se alzaron muchas voces, pero la escasez se compensó quizá con la fuerza que tuvo una de ellas, aparentemente muy débil: la de la activista Jane Jacobs (1916-2006), ama de casa, profesora de instituto y humilde empleada de la Administración federal a la que su marido arquitecto ayudaba a interpretar los planos, y cuya denuncia no se apoyó en sesudos estudios urbanísticos o sociológicos ‒por mucho que Jacobs fuera al cabo autora de siete libros‒, sino en los aparentemente más modestos poderes del sentido común. Sostenida en su extremadamente desarrollado common sense, Jacobs ‒afincada en Nueva York antes de exiliarse a Toronto para evitar que sus hijos fueran al matadero de Vietnam‒ supo hacer frente a muchos proyectos del planificador por excelencia de su tiempo, Robert Moses, una especie de barón Haussmann a la americana cuyos programas de higienización espacial (que por entonces comenzaron a merecer el nombre más presentable de urban renewal) tiraban manzanas y hundían barrios para someterlos al rigor del tiralíneas. A través de influyentes artículos publicados en revistas especializadas de arquitectura ‒muchos de ellos sin firma‒, Jacobs fue capaz de denunciar, primero, y parar, después, proyectos tan ambiciosos como la Lower Manhattan Expressway, una autopista elevada de ocho carriles que amenazaba con partir Manhattan en dos. Pero, sobre todo, fue capaz de movilizar a la opinión pública y, con el tiempo, acabar transformando también los criterios modernos de intervención sobre la ciudad.

Su mayor legado, en este sentido, fue la publicación de un libro fundamental para el urbanismo de la segunda mitad del siglo XX, The Death and Life of Great American Cities (1960), reeditado recientemente en español por la editorial Capitán Swing, y cuya tesis principal no ha perdido vigencia: la planificación moderna, sometida al imperio del coche y a las exigencias del mercado inmobiliario, no crea verdaderas ciudades ‒es decir, lugares para «estar» en vez de simplemente «pasar»‒, sino espacios tan limpios como muertos en los que el valor de cambio predomina sobre el valor de uso. Partiendo de esta denuncia, Jacobs pensaba que la alternativa a la construcción desaforada de nueva planta o a las intervenciones radicales de saneamiento urbano debía ser una reforma moderada que permitiese conservar lo mejor de las ciudades espontáneas y no planificadas, las ciudades orgánicas que crecían por sí mismas dotándose de órganos de tamaños y funciones diversas e interrelacionadas: los centros históricos, los barrios, las plazas, las calles.

Las razones aducidas por Jacobs para defender la riqueza urbana que uno puede experimentar en las calles y barrios de una ciudad «de verdad» no dejaban de ser obvias, y, presentadas con esa prosa coloquial tan peculiar a la activista estadounidense, se acaban traduciendo en poco menos que una suerte de antropología de andar por casa. En este sentido, son razones cuya fortaleza está en su carácter de evidencia casi banal, como las siguientes: las calles tradicionales, donde se prioriza al peatón frente al coche, son las más frecuentadas y, por eso, son también más limpias, más seguras y fortalecen la vida cívica; los barrios sectorizados en función de su uso (barrios industriales, comerciales, residenciales o de ocio, según el modelo de la Carta de Atenas) fracasan a la hora de crear ese «ballet de la calle» que fomenta la cercanía entre personas y clases sociales y que es tan característica de los barrios tradicionales; los centros históricos son necesarios porque garantizan la presencia en el interior de la ciudad de las clases más desfavorecidas, incapaces de pagar el coste de las promociones recién construidas. No son argumentos muy sofisticados, desde luego, y esto explica en parte que otro crítico de la modernidad, Lewis Mumford, se refiera a ellos, no sin sorna, como «los remedios de Mamá Jacobs». Sin embargo, fue precisamente la sensibilidad, la sencillez y la fuerza sensata con que Jacobs presentó sus ideas lo que las hizo tan convincentes y eficaces. Las reformas de los centros históricos, las peatonalizaciones (a veces indiscriminadas) y las consultas ciudadanas de que hoy se precia cualquier ciudad «civilizada» no dejan de ser, en el fondo, una herencia del activismo populista y a un tiempo ilustrado de Jane Jacobs.

El marxismo alegre de Lefebvre

Comparado con el de Jacobs, el trabajo del filósofo Henri Lefebvre muestra todas las fortalezas ‒y, pasado el tiempo, diríamos que todavía más las debilidades‒ del verdadero intelectual frente a la activista «aficionada». Traductor de los manuscritos de juventud de Marx y bestia negra de aquel estructuralismo que abdujo a los intelectuales franceses durante las décadas de 1960 y 1970, Henri Lefebvre (1901-1991) es hoy conocido por ser el autor de dos libros de diferente calado: una obra mayor, La production de l’espace (1974), y otra menor, pero puede ser que de mayor resonancia, quizá por su título, Le droit à la ville (1968), ambas reeditadas en español por Capitán Swing, como la ya mencionada de Jacobs. Al igual que la estadounidense, el Lefebvre involucrado en las protestas y las dérives de mayo del 68 es un crítico acérrimo del urbanismo moderno (se refiere una y otra vez a la «muerte de la ciudad»), pero su abordaje del tema está en las antípodas del pragmatismo de Mamá Jacobs (que es, en realidad, el pragmatismo de la mejor tradición estadounidense), por cuanto es de naturaleza filosófica y se sostiene en una mezcla, por momentos desabrida, de la capacidad analítica y explicativa del marxismo con la potencia poética de la fenomenología.

La tesis fundamental de Lefebvre es que el espacio, lejos de presentarse como una herramienta neutral, se manifiesta como un producto material e ideológico de la acción social, un producto que se explica por tal acción al mismo tiempo que determina a ésta, al ser campo de la praxis. Partiendo de esta premisa, Lefebvre elabora una convincente historia de la producción del espacio de la ciudad moderna, que desde el modelo orgánico de la ciudad tradicional conduce a esa urbanización completa del mundo que cabe esperar del futuro, pasando por las situaciones intermedias que han ido alimentando las diferentes revoluciones industriales en su pugna con las diferentes tradiciones culturales. Para Lefebvre, el problema es que este proceso de urbanización general ‒el autor emplea, con naturalidad, el término «urbanización» en los sentidos más primarios que le dio su creador, Ildefonso Cerdá‒ resulta ser puramente instrumental y lleva a la creación de un espacio abstracto que se define por la homogeneidad, la fragmentación y la jerarquización. Tres características, cada cual más ominosa, que, según el filósofo francés, se imponen a quien se pasee o intente pasearse (en las ciudades genéricas no se pasea) por las barriadas periféricas fruto del funcionalismo moderno, en particular las inspiradas por Le Corbusier, especie de demonio de la planificación a quien Lefebvre tiene especial inquina.

Es aquí donde hace su aparición el «derecho a la ciudad» que da título a su libro más popular, aunque en ningún momento a lo largo del discurso de Lefebvre esta expresión ‒que con el tiempo ha demostrado ser tan sexi para los críticos del capitalismo‒ parezca trascender la bienintencionada vaguedad. El derecho a la ciudad sería un derecho a la oposición, incluso a la desobediencia, una especie de versión ligera del antiguo ius que justificaba la rebeldía política y, en último término, el asesinato del tirano, y que, en el contexto de lo urbano, se traduciría en la resistencia a la acción manipuladora y al parecer omnipresente del Capital-Estado. La fuente y el escenario de tal resistencia no sería otro que el campo de acción espontáneo de las calles, el lugar donde «se juega y se aprende» y cuyo valor ‒de uso, no de cambio‒ resulta para Lefebvre inconmensurable con la acción arrolladora y cuantitativa del planificador moderno.

La destrucción creativa de las ciudades

El tiempo ha convalidado en parte la imagen urbana radiografiada hace medio siglo por Jacobs y Lefebvre. Es cierto que el ímpetu arrollador de la planificación higienista se ha detenido en buena medida en Europa, y que hoy se asumen o tienden a asumirse con naturalidad ideas y modos de intervención sobre la ciudad que hace unas décadas no pasaban de ser marginales, como el enfoque multidisciplinar y no meramente funcional o higienista del diseño, la participación ciudadana en la elección de los objetivos planificadores, el respeto a la memoria y al paisaje urbano tradicionales de los centros, el fomento del transporte público o la confianza en la diversidad frente a la dañina sectorización que fue característica de la planificación moderna.

Pero esta loable y conquistada sutileza a la hora de abordar el problema de la ciudad quizá sea sólo un espejismo, como demuestra, por ejemplo, el carácter que tuvo la crisis inmobiliaria de la última década, que tan profundamente golpeó a España y que, no en vano, se basó en el añejo pero muy rentable modelo de la promoción mercantil de periferias sectorizadas e higiénicas. Tal vez también sea un espejismo en la medida en que, considerado desde una perspectiva lo suficientemente amplia, los mecanismos de planificación de raíz moderna no se han desactivado en absoluto, sino que gozan de excelente salud y se aplican a una escala desconocida en Europa y América, como prueba el crecimiento urbano, absolutamente planificado, sectorial e higiénico, que viene experimentando China desde hace tres décadas. A ello debe añadirse lo que ha ocurrido en los centros degradados de las ciudades occidentales, aquejados de unos fenómenos de gentrificación que pueden ser tal vez mucho más sutiles que los de hace unas décadas, pero que no por ello dejan de ser tan rotundos como ellos y, al cabo, tan inquietantes.

Detectar los mecanismos de la gentrificación y explicarlos en su contexto histórico y social es el objetivo de First We Take Manhattan. La destrucción creativa de las ciudades, un libro escrito al alimón por el sociólogo Daniel Sorando y el arquitecto Álvaro Ardura, entre cuyas principales virtudes ‒que son muchas‒ está la claridad, la agilidad, la densidad de referencias y la amplia perspectiva a la hora de dar cuenta de contextos diferentes, desde los barrios de Malasaña o Lavapiés en Madrid hasta el Bronx en Nueva York, pasando por el Raval barcelonés, el Belleville parisiense o el Kreuzberg berlinés. Compartiendo la sensibilidad de Jacobs y Lefebvre, pero también la de geógrafos como David Harvey, sociólogos como Richard Sennett o especialistas en el tema como Loreta Lees o Peter Marcuse, Sorando y Ardura elaboran una convincente teoría evolutiva de la gentrificación, un proceso de gran complejidad y, por momentos, contradictorio que, según ellos, se sostendría en varias etapas. Primero, el deterioro de los centros históricos y la huida de la clase media a las periferias; después, la estigmatización de esos centros debido a la caída del precio de los alquileres y la llegada de las clases más desfavorecidas, especialmente inmigrantes; en tercer lugar, el desembarco de artistas y jóvenes profesionales que hacen las veces de «colonos» en busca de centralidad, carácter y buenos precios; más tarde, la regeneración operada por los poderes públicos a través de estrategias que los autores, tomando el término del economista Joseph Schumpeter, denominan de «destrucción creativa»; y finalmente, el alza desproporcionada de los precios, la llegada de población con cada vez mayor poder económico (yuppies, hipsters y demás tribus), el desplazamiento a la periferia de las clases populares que aún quedaban en el centro y las tensiones producidas por los inevitables desencuentros sociales que produce tal desplazamiento.

Sorando y Ardura no ocultan en ningún momento la perspectiva de la que parten, que es, en el fondo, la marxista. Como Lefebvre y Sennett, analizan el problema de la gentrificación de los centros urbanos como la expresión indeseable de la primacía del valor de cambio económico sobre el valor de uso social, y ven la acción de promotores y autoridades públicas como una implacable máquina que intenta apoderarse del beneficio económico que, contra todo pronóstico, acaban produciendo los suelos degradados de las ciudades históricas. A esta perspectiva analítica de raíz marxista se debe lo mejor del libro, que es su manera aguda y convincente de poner en evidencia la ideología que sostiene los procesos gentrificadores, pero también lo peor, que es su renuncia implícita a proponer alternativas que vayan más allá de esos mecanismos capitalistas que tan bien saben detectar, explicar y denunciar. No cometen el error de Lefebvre de quedar subyugados por las utopías de límites borrosos (no en vano, han pasado ya cincuenta años desde el mayo del 68 y sus derivas situacionistas), pero no saben aportar, en realidad, otras soluciones que las ya planteadas por Mamá Jacobs ‒soluciones, en puridad, propias de un capitalismo moderado y pragmático‒, y, siendo como son miembros de la intelligentsia de un país socialdemócrata ‒o que, al menos, solía serlo‒, parecen acabar fiando su empeño a los poderes de control y regulación de las instituciones públicas, es decir, el Papá Estado y sus regulaciones y subvenciones.

No por ello su análisis deja de ser convincente, aunque a la postre no pueda evitarse la sensación de que los autores parten de un presupuesto moral un tanto manido ‒las sociedades populares de los barrios tradicionales, los de los menestrales e inmigrantes, son los «buenos»; las sociedades de yuppies, hipsters y demás gente del Capital que compra pisos reformados en Malasaña, los «malos»‒, y de que, en el fondo, su análisis parezca ser fruto de la seducción ante la imagen pintoresca que antaño tuvieron unos barrios céntricos que en realidad ya no existen, pero que al parecer siguen irradiando ‒canalizada ahora a través del imaginario de la cultura de masas‒ la misma atracción pintoresca que hizo que Eugène Atget fotografiara el viejo París maloliente y caótico a punto de ser derribado por el higienismo del barón Haussmann o que Victor Hugo convirtiera en protagonistas de la historia a las alcantarillas de la ciudad. Por decirlo de otro modo: nadie duda de que los procesos de gentrificación sean fruto de un interés especulativo que es necesario atenuar, corregir o, cuando sea necesario, simplemente desactivar, pero resulta mucho más dudoso que el carácter de los centros históricos pueda custodiarse artificialmente más allá de las consabidas rehabilitaciones de fachadas y subvenciones para que se mantenga al cabo la ilusión social y estética de que la ciudad ha conservado de algún modo su pintoresquismo precapitalista y prehigiénico, ahora al parecer tan valioso.

¿Nostalgia del barón Haussmann?

Al barón Haussmann no le importaba mucho el tejido fétido y pintoresco del París medieval, como tampoco hoy les importa el pasado a sus muchos homólogos en China. A lo sumo, Haussmann, como los tecnócratas del imperio oriental, se preocupaba de conservar algunos monumentos, las piezas dotadas de valor «cultural» que podían coserse con facilidad al nuevo tejido urbano cartesiano e higiénico. A los planificadores de la Gran Vía les resultó aún posible «sanear» y «abrir» las tramas históricas, como lo fue incluso para Oriol Bohigas y su equipo de ilustrados cirujanos de hierro al intervenir en la degradada Barcelona preolímpica mediante estrategias de «esponjamiento urbano», vulgo demolición higienista. Son pocos quienes cuestionan hoy a Haussmann o a Bohigas ‒convertidos en figuras históricas‒, pero el hecho es que ya nadie se atreve a imitarlos. La sensibilidad introducida por Jacobs y fomentada por los muchos estudiosos y activistas que la siguieron, y, sobre todo, la cada vez mayor tendencia a la patrimonialización de Todo ‒del Taj Majal al Empire State, pasando por el flamenco, la isopolifonía albanesa o la danza de tambores saudí‒, han provocado que, en los países occidentales, los bienes culturales e históricos, incluso los inmateriales, tiendan a asumir una condición que trasciende la de fetiches que siempre tuvieron, para adoptar la de incómodos tabúes. La calle, la plaza o el barrio de la ciudad histórica corren, así, el riesgo de devenir intocables.

Las ciudades no dejan de envejecer y la entropía comienza a cebarse ya en esas periferias construidas hace más de cincuenta años

Pero el que va del fetiche al tabú, de lo reverenciado a lo intocable, resulta ser hoy un tránsito desesperado. Las ciudades no dejan de envejecer y, aunque se hayan remozado sus centros o se esté en vías de hacerlo con mayor o menor fortuna (el turismo sugiere bien la doble cara de la moneda), la entropía comienza a cebarse ya en esas periferias construidas hace más de cincuenta años y que hace mucho tiempo que dejaron de ser «modernas». Si se persevera en el impulso patrimonializador, ¿acabarán también protegiéndose las propias periferias, convertidas en una especie de «centros» de escala territorial? Si a esta coyuntura se suma el hecho de que el suelo disponible (el petróleo del negocio inmobiliario) es menos abundante y más caro, y que, al parecer, a los bancos no les sale a cuenta prestar dinero (que es la mecha de tal negocio), lo que en origen fue una situación coyuntural puede devenir en una nueva estructura que acabe traduciéndose en un cambio de sensibilidad y perspectiva.

El problema es que, de momento, la nueva «estructura» no tiene unos contornos definidos; como antaño Dios, se define más por lo que no es que por lo que es, y no resulta de ningún modo aplicable a contextos distintos al occidental, donde lo que predomina es una versión extremada y acelerada de la planificación moderna que crea megalópolis genéricas nacidas desde cero, pero dotadas de sus propios monumentos icónicos. El panorama no está claro ni en lo conceptual, ni en lo ideológico, ni en lo geográfico. Así y todo, pueden seguirse algunas pistas y evidencias, y un buen indicio de lo que se cuece hoy en la arquitectura y el urbanismo de los países occidentales en relación con sus ciudades históricas y su compleja relación con las periferias sería, por ejemplo, un evento reciente concebido por y para arquitectos, y que, precisamente por ello, resulta muy significativo: el programa del premiado pabellón español de la última Bienal de Arquitectura de Venecia, dirigido por Iñaqui Carnicero y Carlos Quintáns, y titulado Unfinished.

Más allá del hecho de que los contenidos expuestos en este tipo de muestras no suelen definirse por su profundidad intelectual y su capacidad para dar cuenta de los matices que hacen interesantes y relevantes los debates, la propuesta expositiva presentada el año pasado en Venecia tenía una sana vocación de funcionar como una radiografía, esbozando, a través de una pertinente selección de casos, el nuevo carácter que ha tenido que asumir por fuerza el trabajo de los arquitectos en y sobre la ciudad. No es casualidad que, con este afán, las obras presentadas tuvieran en común su condición relativamente humilde. Se trataba de pequeñas intervenciones en solares o edificios inacabados o en ruinas de la trama urbana cuyo objetivo era trabajar con lo viejo más que con lo nuevo, es decir, con la herencia incómoda dejada por la planificación moderna, aunque también con los vacíos, el desorden y la degradación debidos al tiempo y que son implícitos a toda verdadera ciudad. Son casos que apuntan a un cambio de perspectiva y que fuerzan también un cambio de vocabulario: los edificios modestos, las intervenciones pequeñas, resultan aquí innovadoras porque renuncian a «higienizar», «sanear», «tajar» o «esponjar» el tejido urbano; lo que pretenden es «consolidarlo», «adaptarse» a él o «reapropiarse» de él, «desnudarlo» o, como mucho, «rellenarlo».

Es como si el cirujano de hierro de antaño, que trataba directamente con los reyes, se hubiera convertido en un humilde especialista en acupuntura que sabe que su acción es limitada y que, muy probablemente, será cuestionada. Son este tipo de acupuntores urbanos, modestos y familiarizados con la entropía, los que quizás exige nuestra sutil y cada vez más humanista manera de entender la ciudad, pero la pregunta al final es: ¿son los que exigen los duros tiempos de la globalización, con sus escalas inmensas, sus tiempos acelerados y su «espacio basura»? Está por verse si el crecimiento de la población, el envejecimiento de las ciudades, el enturbiamiento político y la influencia de la tecnología ‒por muy aséptica que ésta se pretenda‒ no nos harán al cabo echar de menos algunos de aquellos poderes tan laminadores como eficaces que un día tuvo y supo ejercer el ominosamente ilustrado barón Haussmann.

Ver artículo original