En un pasaje de su celebrado El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty afirma que en las novelas del siglo XIX, las de Jane Austen y Honoré de Balzac, el dinero estaba por todas partes. La razón de esa ubicuidad es, dice Piketty, que los diversos niveles de ingresos de los protagonistas transmitían al lector una información precisa sobre el nivel de vida y el estatus social que ocupaban.
En Offshore, el último libro del sociólogo inglés John Urry, el dinero también está por todas partes. Pero lo que le interesa a Urry es el dinero que falta, porque permanece oculto en algún banco con sede en Suiza, Singapur, Panamá, Hong Kong o alguna jurisdicción subnacional como las Islas Jersey, la Isla de Man, las Islas Caimán (todas del Reino), Delaware o Puerto Rico (Estados Unidos). Se ha escrito mucho sobre los fenómenos que, a partir de la década de 1970, introdujeron cambios en el capitalismo de bienestar instituido después de la Segunda Guerra Mundial. La revolución tecnológica, la aparición de nuevos paradigmas económicos en respuesta al fracaso del keynesianismo para resolver los problemas asociados a las repetidas crisis del petróleo y la aceleración de la globalización comenzaron a erosionar el crecimiento inclusivo del capitalismo posbélico. Si ya hay mucho escrito sobre el antes y el después que supuso la década de los setenta en las economías occidentales, ¿qué aporta Offshore?
El hilo conductor que vertebra el libro es la enorme magnitud de los movimientos de personas, recursos e instituciones alrededor del mundo. Más concretamente, el análisis se centra en que esos movimientos hoy se deben a un fenómeno sistémico, el de la deslocalización, que está transformando de múltiples y significativas maneras las sociedades contemporáneas. Según Urry, la deslocalización del trabajo (capítulo 3), el dinero (capítulo 4), el ocio (capítulo 5), la energía (capítulo 6), los residuos (capítulo 7), e incluso la seguridad (capítulo 8), desempeña un papel esencial, pero que se ha mantenido en la sombra, secreto (capítulo 2), en las sociedades globalizadas contemporáneas. La deslocalización, afirma Urry, es la forma en que ha venido organizándose el poder en las últimas tres o cuatro décadas. Pero, ¿cómo funciona la deslocalización? Y, sobre todo, ¿por qué debería importarnos?
Urry ilustra su respuesta a la primera pregunta con un ejemplo. Existe una empresa llamada Goldman Sachs Structured Products (Asia) Ltd, con residencia en Hong Kong, que, como decíamos al comienzo de esta reseña, opera como un paraíso fiscal. Esta empresa está controlada por otra llamada Goldman Sachs (Asia) Finance, registrada en la República de Mauricio, que ‒en efecto, ha acertado, querido lector‒ es un paraíso fiscal. Goldman Sachs (Asia) Finance está a su vez controlada por otra empresa de Hong Kong, dirigida desde otra situada en Nueva York. La empresa de Nueva York está controlada por otra de Delaware –acierta de nuevo, querido lector: otro paraíso fiscal–, que a su vez está dirigida por otra empresa, radicada igualmente en Delaware: GS Holdings (Delaware) L.L.C. II (sociedad de responsabilidad limitada). Esta última es una filial de la única empresa de Goldman Sachs de la que usted habrá oído hablar: el grupo Goldman Sachs, establecido en Battery City Park (Nueva York). Ahora bien, si piensa que esta maraña de títulos de propiedad constituye una excepción más o menos rocambolesca dentro de la empresa, ahora se equivoca, porque el grupo Goldman Sachs lo conforman más de cuatro mil entidades empresariales distintas, la mayoría radicadas en paraísos fiscales, con una presencia muy destacada de las Islas Caimán y la República de Mauricio. La mayoría de multinacionales hoy son como una matrioshka, en la que muchas de las partes que la conforman están radicadas en islas más bien exóticas que albergan más personas jurídicas que físicas.
La segunda pregunta no tiene una, sino varias respuestas. Fijémonos en la deslocalización del dinero (o fiscal). Quién evade impuestos –y cuántos– importa por tres razones. Primero, porque altera la distribución de derechos y obligaciones en una sociedad. Segundo, porque si supiéramos quiénes tienden a evadir –es decir, cómo está distribuida la evasión dentro de una sociedad– las autoridades fiscales podrían focalizar sus actividades de inspección en ellos. Y tercero, porque la evasión y elusión fiscales influyen cuando estudiamos la desigualdad económica. El aumento de la desigualdad en los últimos años es un hecho bien documentado por la literatura económica y constituye además uno de los principales problemas para los líderes mundiales. Sin embargo, siguiendo el trabajo precursor de Simon Kuznets, casi todos esos estudios están basados en declaraciones de la renta para estimar la evolución de la desigualdad. Y uno de los principales problemas de esa metodología es ‒vuelve usted a acertar, querido lector‒ la evasión fiscal. Debido sobre todo a la globalización y los avances en la tecnología al servicio de la evasión, es razonable pensar que el peso –expresado como porcentaje del PIB– del dinero oculto en paraísos fiscales es hoy, en nuestras sociedades occidentales, mayor de lo que lo era en los años setenta. Pero, ¿tenemos algún dato que confirme esta impresión, o no estamos más que alimentando la imaginación de los fans de Cuarto Milenio y las teorías de la conspiración en general?
La ausencia de estadísticas sobre elusión y evasión fiscal plantea el problema fundamental de que nos impide estimar su impacto sobre la desigualdad. Si las conductas de fraude y ocultación fiscal estuvieran distribuidas de forma más o menos homogénea entre la población, el efecto sería pequeño. Si la evasión se concentrara en un porcentaje más bien pequeño de la distribución –digamos el top 1%, por ejemplo–, el impacto sería significativo. Sobre todo porque en Estados Unidos, por ejemplo, el 0,1% más rico de la población –un club que reúne a individuos con un patrimonio superior a los veinte millones de dólares– ha visto cómo su participación en la riqueza total del país aumentaba desde el 7% a finales de los años setenta hasta el 22% actual.
En un trabajo reciente, Annette Alstadsæter, Niels Johannesen y Gabriel Zucman concluyen que toda la evidencia analizada –proveniente de tres fuentes: los Papeles de Panamá, Swiss Leaks (lista Falciani) y dos amnistías fiscales realizadas en Suecia y Noruega– apunta en la misma dirección: la probabilidad de incurrir en conductas de fraude y ocultación aumenta fuertemente a medida que subimos en la distribución del patrimonio, incluso dentro del grupo de los más ricos. En efecto, el patrimonio –acciones, bonos y participaciones en fondos de inversión– oculto en paraísos fiscales está extremadamente concentrado en el grupo de los más ricos. De acuerdo con los cálculos de Alstadsæter, Johannesen y Zucman, el 0,01% más rico concentra más del 50% del patrimonio oculto. Si combinamos ese cálculo con otras estimaciones previas de Gabriel Zucman, obtenemos otro par de datos interesantes. Uno es que el patrimonio oculto en paraísos fiscales (globalmente) equivale al 10% del PIB mundial. El otro, que el 0,01% más rico de la población oculta aproximadamente el 30% de su patrimonio real. Eso es un orden de magnitud mayor que la tasa media de evasión, que es de alrededor del 3% para el conjunto de la población.
Esto tiene serias implicaciones para el funcionamiento de nuestras democracias. Uno de los campos más fértiles de la investigación en el ámbito de la ciencia política empírica en los últimos años ha sido el de las implicaciones políticas del aumento de la desigualdad. Aunque el trabajo se refiere al caso de Estados Unidos, uno de los principales hallazgos de esa literatura empírica es que las decisiones de los representantes políticos correlacionan mucho mejor con las preferencias del 20% más rico que con las del 80% restante. Como dice Zucman en la introducción a su The Hidden Wealth of Nations, a pesar de que muchos gobiernos nacionales y organismos multilaterales han prometido innumerables luchas y actuaciones para acabar con ellos, lo cierto es que «los paraísos fiscales nunca han gozado de tan buena salud como ahora […]. La impunidad de los defraudadores es prácticamente total». Quizá la sobrerrepresentación de los intereses de los verdaderamente ricos en los procesos democráticos nacionales contribuye a explicar por qué.
Que los compromisos adoptados hasta ahora para evitar la deslocalización de la riqueza hayan sido más bien estéticos y las medidas de control evanescentes no significa que debamos renunciar a cualquier mejora en el futuro. El fraude y la deslocalización de los patrimonios de la gente verdaderamente rica puede detenerse. A esto dedica Urry el último capítulo del libro (capítulo 10), que titula «Recuperar lo que es nuestro». En lo esencial, la propuesta de Urry consiste en relocalizar o traer de vuelta a casa aquello que en las tres o cuatro últimas décadas se ha deslocalizado: los trabajos (en Estados Unidos existe la «Iniciativa de relocalización: cómo recuperar la producción industrial»), el dinero (Tax Justice Network ha propuesto que la cantidad de impuestos que paga una gran empresa se fije partiendo de la base de que es la misma entidad en todo el mundo), los residuos (el Massachusetts Institute of Technology ha desarrollado un prototipo para el rastreo de los residuos llamado TrashTrack), etcétera. Porque la deslocalización no tiene efectos sólo fuera, sino también en las economías desarrolladas, que pierden ingresos tributarios necesarios para el mantenimiento de sus Estados de bienestar. «La única alternativa ‒concluye Urry‒ es recuperarlo todo y devolverlo al complejo formado por la sociedad-Estado-nación».
La crisis de 2008 suele describirse como la primera crisis del capitalismo financiero globalizado del siglo XXI. En un contexto económico así, muchos analistas coinciden con Urry en lamentar la falta de un verdadero «regreso del Estado» a la arena económica, destacando que, a pesar de todos los desastres causados, la crisis de los años treinta tuvo el mérito de sentar las bases fiscales de los actuales Estados del bienestar. Pero, como observa Piketty cuando discute el diseño de un Estado social apropiado para el siglo XXI en El capital en el siglo XXI, el tamaño de los gobiernos nunca ha sido tan grande como ahora. Por decirlo con Piketty, «[y]a se dio el gran paso delante del Estado: no se dará por segunda vez, o por lo menos no de esa forma». Incluso si se comparte el diagnóstico de Urry –la impunidad de las personas, físicas y jurídicas, que defraudan es prácticamente total; pero la evasión puede y debe detenerse–, el tratamiento adolece de cierto anacronismo nostálgico.
Lo anterior, sin embargo, no anula el interés del libro. Los lectores que anhelen enfoques empíricos y soluciones posibilistas y radicalmente originales pueden prescindir de él sin temor a arrepentirse. Pero quienes busquen hibridaciones más o menos felices entre la sociología y la economía, salpicadas de anécdotas y ejemplos interesantes, encontrarán en el libro de Urry una lectura amena, ágil y escrupulosamente organizada.
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