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La Revolución rusa contada por un formalista escéptico

Por El País   ·  30.12.2019

En los primeros días de 1917, cuando el soldado Viktor Shklovski trabajaba como instructor de la División Acorazada de la Reserva rusa, la revolución era un hecho asumido. Se palpaba. Incluso en los relatos de los tranvías de Píter (nombre popular de San Petersburgo) o en la profusión de folletines sobre Grigori Rasputín. Y sobre todo, en el desabastecimiento de víveres y la descomposición de la moral de la tropa por los desastres militares que sufría en la Primera Guerra Mundial. “Se sabía que estallaría. Se creía que se desencadenaría en cuanto terminara la guerra”, escribió Shklovski como punto de partida de Viaje sentimental, el libro en el que agrupó sus recuerdos entre 1917 y 1922, ahora publicado de nuevo en español por la editorial Capitán Swing tras años descatalogado.

En ese momento el soldado Shklovski ya era el principal teórico del formalismo ruso, el movimiento intelectual surgido en la Rusia prerrevolucionaria como reacción al simbolismo imperante y que causó una sugestiva deflagración creativa entre 1910 y 1930. Y Píter, que entonces ya se llamaba Petrogrado, acabaría siendo el principal foco de la Revolución de Febrero, la que forzaría la abdicación del zar Nicolás II y la caída de la monarquía. A finales de febrero, las imágenes se aceleran ante los ojos del soldado: tiroteos con víctimas en la avenida Nevski, un caballo muerto que permanece varios días en la esquina de la avenida Litéini, piquetes con ametralladoras en el cruce de Besséinaia con Baskóvskaia, patrullas cainitas sobre el puente Vladírmiski…

“Todavía me sorprendo de que tantos acontecimientos cupieran en un solo día”, se asombra en el momento de plasmarlo en el papel. El armatoste represivo del Gobierno se tambaleaba, el Estado entraba en diarrea. El regimiento Volinski forzaba el almacén de munición y se echaba a la calle. Los soldados del cuartel de Shklovski esperaban la orden de salir, los oficiales decían “Haced lo que os dé la gana”. Fuera se agolpaba la gente: “Parecía que esperasen un espectáculo”. La rebelión se propagaba hacia la Duma Estatal: “La corriente nos arrastraba a todos y la sabiduría consistía en dejarse llevar”. Shklovski llegó a la Duma en un Lanchester equipado con cañón. Allí, ante sus narices, se disparaba la carrera por los cargos con el primer jockey. Después los vería “a montones”.

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El desbarajuste había tomado el mando en Píter, con ametralladoras por los tejados, tropas que no sabían en qué bando combatían y arsenales destripados por la muchedumbre: “Poco a poco había ido quedando de manifiesto que, una vez sublevada, la ciudad no tenía con quién enfrentarse”. Shkolovski comía en cantinas con vituallas de saqueo y se sentía feliz: “Aquello era una Pascua, un alegre, desmadrado, inocente paraíso carnavalesco”. El Soviet se había aposentado en el palacio Táuride. Armado, “tumultuoso y vocinglero”, incandescente. A punto de alumbrar la Orden Número 1 (legitimación de los soviets y subordinación militar al Soviet y sus comités): “Predominaba un estado de ánimo luminoso, nos sentíamos felices creyendo a pies juntillas que aquello solo era el principio de todo lo bueno”.

En medio de aquella atmósfera burbujeante el soldado se convirtió en comisario rojo y vio por primera vez a Aleksandr Kérenski: “Vomitaba réplicas consabidas y realmente parecía crepitar y chisporrotear como un haz de yesca”. Le pareció “un hombre que ya se había vaciado por completo, que ya se sabía condenado”. Y apareció Vladimir Lenin. “Llegó cuando la revolución ya era un hecho y se apalancó. Lo que acaecía en Píter lo atraía mucho más que un modesto cargo en el frente”. Menudo, “con ciertos aires gatunos”, rapado, “el típico primero de la clase que soñaba con ser un genio”. Arrancó “en calidad de invitado”, pero “persuasivo, preciso y pertinaz” como era, estaba llamado a desempeñar “un papel relevante”. Lenin propuso enviar comisarios al Ejército. Se lo planteó a Shklovski. Partió como responsable de propaganda hacia el frente austríaco: “Fui a parar a un mundo muy distinto”.

El bolchevismo no había surgido y los regimientos todavía se aferraban a La Marsellesa y a la desidia residual militar. El Ejército estaba políticamente despedazado y fiaba la autoridad moral al Soviet de Petersburgo: “Claro, que el Soviet estaba tan quieto que seguirlo era como ir a ningún sitio”. Los regimientos sufrían abandono total. En el “inexorable proceso de degradación” algunos batallones se cosían calaveras y tibias cruzadas en la casaca. Los regimientos se negaban a cavar zanjas, “otras divisiones rechazaban hacer esto o aquello porque deseaba hacer lo de más allá o viceversa”. En algunos lugares del frente los soldados de uno y otro bando se juntaban y confraternizaban: “Hasta se llegó a organizar un burdel libre y neutral en tierra de nadie”.

El fogoso Shklovski invocaba el derecho de la revolución sobre la vida de los soldados para insuflar moral (“en aquella época aún no desdeñaba las palabras como las desdeño ahora”). Otros comisarios, como el camarada Anardóvich, regurgitaban los tópicos de las arengas del Soviet: “La retórica de la revolución había calado en su alma como una liturgia. Parecía un cristiano ortodoxo”. Pero enfrente solo había desolación, hombres derrumbados. Deserciones, fugas de compañías enteras, desbandadas de oficiales, soldados con los pies podridos por la humedad de las trincheras, desaliento y fuego austríaco y alemán.

Una de esas balas penetró en el abdomen de Shklovski. En la enfermería no le garantizaron sobrevivir. El enfermero que le quitó las botas y la chaqueta le pidió que se las regalara. Muerto no las iba a necesitar. Pero no había llegado su hora. Un telegrama le notificó que su misión había terminado. Recibió la Cruz de San Jorge pero el avance alemán empujaba, mientras “los hombres apuntalaban con sus brazos al Ejército en derrumbe, lo sostenían con sus vidas”. El herido, tras una vicisitud de camillas, convoyes militares y trenes, regresó a Píter, “a la querida, terrible ciudad de la Revolución rusa”. Entonces las tropas “se adherían al bolchevismo igual que un hombre desesperado se escapa de la vida hacia la psicosis”.

Con la misma actitud descreída, Shklovski, el joven que antes de la guerra deslumbró en el cabaret El Perro Callejero de San Petersburgo con su visión del futurismo en la poesía rusa, sigue su relato en Persia, adonde fue enviado como comisario del Ejército ruso de ocupación. De nuevo el caos, “tribus que se odiaban a muerte”, pogromos y un ejército que “se pudría sin remedio”. Shklovski regresó a Petersburgo en enero de 1918. Píter estaba “como ensordecido”: “Igual que tras una explosión, cuando ya todo es nada”. Era “un momento en el que todos hacían chocolate”. Como él no sabía hacerlo, se implicó en una conspiración para restaurar la Asamblea Constituyente disuelta por los bolcheviques.

Pero era “la época del poder local y el terror local”. Empezó la jauría. Lo buscaban: “Quedarse en Píter significaba la muerte segura”. Su hermano Nikolái fue fusilado. Se fue a Moscú con documentación falsa. A Sarátov. A Atkarsk. Lenin sufrió un atentado. Se estrechaba el cerco. Volvió a Moscú, le robaron el dinero y los documentos mientras compraba tinte para el cabello. Tuvo que raparse tras teñirse porque se le quedó el cabello de color lila. Pudo reír antes de huir a Ucrania, por donde pasaron una veintena de gobiernos. Cruzó tantas ciudades como oficios desempeñó. En ese tiempo las cortinas se convertían en trajes, las alfombras en abrigos, los sofás de ante en pantalones y los muebles y libros alimentaban las estufas. Imperaban el hambre y el frío. Chinches y piojos marcaban el ritmo.

Shkvloski pudo volver a Rusia ayudado por el influyente Maksim Gorki, fundador del movimiento literario realismo socialista. En 1921 abandonó la Unión Soviética y huyó a Finlandia, donde terminó de escribir Viaje sentimental, la crónica del periplo revolucionario de un intelectual confundido. El libro, con un tejido narrativo festoneado con ironía y formalismo, con abruptas y suculentas digresiones, se publicó en Berlín en 1923. El estado de ánimo luminoso ahora abrasaba. Pero volvió a Píter, que ahora se llamaba Leningrado, y se apretó el cinturón mientras duró la era Stalin. Vivió en Moscú, donde murió en 1984, pero no está enterrado en la Necrópolis de la Muralla del Kremlin, como John Reed, el autor de Diez días que conmovieron el mundo.

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