La resbaladiza pendiente del silenciamiento

Por Diario 16  ·  28.09.2016

Pieza Perteneciente Al Libro Los Hombres Me Explican Cosas

í, claro que hay personas de ambos géneros que aparecen de re­pente en cualquier evento para pontificar acerca de cosas irrele­vantes y con teorías conspirativas, pero la total confianza en sí mismos que tienen para polemizar los totalmente ignorantes está, según mi experiencia, sesgada por el género. Los hombres me explican cosas, a mí y a otras mujeres, independientemente de que sepan o no de qué están hablando. Algunos hombres.

Todas las mujeres saben de qué les estoy hablando. Es la arro­gancia lo que lo hace difícil, en ocasiones, para cualquier mujer en cualquier campo; es la que mantiene a las mujeres alejadas de expresar lo que piensan y de ser escuchadas cuando se atreven a hacerlo; la que sumerge en el silencio a las mujeres jóvenes indi­cándoles, de la misma manera que lo hace el acoso callejero, que este no es su mundo. Es la que nos educa en la inseguridad y en la autolimitación de la misma manera que ejercita el infundado exceso de confianza de los hombres.

No me sorprendería si parte de la trayectoria política nortea­mericana desde 2001 estuviera marcada por, digamos, la incapa­cidad de escuchar a Coleen Rowley, la mujer del FBI que lanzó los primeros avisos acerca de Al Qaeda, y desde luego está influida por la administración Bush, a la cual no se le podía decir nada, ni siquiera el hecho de que Irak no tenía vínculos con Al Qaeda ni armas de destrucción masiva, ni el que la guerra no iba a ser «pan comido» (ni siquiera los expertos varones pudieron penetrar en la fortaleza de dicha petulancia).

Puede que la arrogancia tuviera algo que ver con la guerra, pero este síndrome es una guerra a la que se enfrentan casi todas las mujeres cada día, una guerra también contra ellas mismas, una creencia en su superfluidad, una invitación al silencio, una guerra de la cual una buena carrera como escritora (con un montón de investigaciones y estudios correctamente desarrolla­dos) no me ha librado totalmente. Al fin y al cabo, hubo un mo­mento en el que estaba más que dispuesta a dejar que el señor Muy Importante y su altiva confianza en sí mismo derribasen mis más precarias certezas.

No olvidemos que poseo mucha más seguridad acerca de mi derecho a pensar y a hablar que la mayor parte de las mujeres, y que he aprendido que cierta cantidad de dudas sobre las propias posibilidades suponen una buena herramienta para corregir, comprender, escuchar y progresar, aunque demasiadas pueden ser paralizantes y la total confianza en uno mismo produce idiotas arrogantes. Existe un feliz punto intermedio entre estos dos polos opuestos a los que los géneros se han visto empujados, un cálido e intermedio ecuador de intercambio que debería ser el punto de encuentro de todos nosotros.

Versiones más extremas de nuestra situación existen, por ejem­plo, en aquellos países de Oriente Próximo en los que el testimo­nio de la mujer no tiene validez alguna: una mujer no puede de­clarar que ha sido violada sin un hombre testigo que contradiga al hombre violador; algo que raramente sucede.

La credibilidad es una herramienta de supervivencia. Cuando yo era muy joven y justo empezaba a entender de qué iba el femi­nismo y por qué era necesario, tuve un novio cuyo tío era físico nuclear. Unas Navidades, este relataba —como si fuese un tema divertido y liviano— cómo la mujer de un vecino de su zona re­sidencial de adinerados había salido corriendo de casa, desnuda, en medio de la noche, gritando que su marido quería matarla. «¿Cómo supiste que no estaba intentando matarla?», le pregunté. Él explicó, pacientemente, que eran respetables personas de clase media. Y por eso el que «su marido intentase asesinarla», simple­mente, no era una explicación plausible para que ella abandonase la casa gritando que su esposo la estaba intentando matar. Por otro lado, ella estaba loca…

Incluso obtener una orden de alejamiento —una herramienta legal relativamente nueva— requiere poseer la credibilidad de convencer al juzgado de que determinado tipo es una amenaza, y después conseguir que los policías la hagan cumplir. De todas maneras las órdenes de alejamiento no funcionan. La violencia es una manera de silenciar a las personas, de negarles la voz y su credibilidad, de afirmar tu derecho a controlarlas sobre su dere­cho a existir. En este país, unas tres mujeres son asesinadas cada día por sus esposos o exesposos. Es una de las principales causas en los Estados Unidos de muerte de mujeres embarazadas. El eje central en la lucha del feminismo para que se catalogasen como delitos la violación, la violación durante una cita, violación mari­tal, violencia doméstica y el acoso sexual laboral ha sido la nece­sidad de hacer creíbles y audibles a las mujeres.

Tiendo a creer que las mujeres adquirieron el estatus de seres humanos cuando se empezó a tomar este tipo de actos seria­mente, cuando los grandes asuntos que nos paralizaban y asesi­naban fueron abordados jurídicamente a partir de mediados de los setenta; bastante tarde, más o menos cuando yo nací. Para cualquiera que quiera discutir sobre si la intimidación sexual en el lugar de trabajo no es un asunto de vida o muerte, recordemos a la cabo del cuerpo de marines Maria Lauterbach, de veinte años de edad, que fue aparentemente asesinada por su colega de rango superior una noche de invierno cuando ella estaba espe­rando para testificar que él la había violado. Los restos quema­dos de su cuerpo embarazado se encontraron entre las cenizas de una fogata en su patio trasero.

Decirle a alguien, categóricamente, que él sabe de lo que está hablando y ella no, aunque sea durante una pequeña parte de la conversación, perpetúa la fealdad de este mundo y retiene su luz. Tras la aparición de mi libro Wanderlust, en 2000, me di cuenta de que era más capaz de defender mis propias percepciones e in­terpretaciones. Durante aquella temporada en dos ocasiones re­criminé el comportamiento de un hombre, solo para que se me dijera que las cosas no habían sucedido para nada tal y como yo las contaba, que estaba siendo subjetiva, que deliraba, estaba alte­rada, era deshonesta; en resumen, era mujer.

Durante la mayor parte de mi vida, habría dudado de mí mis­ma y retrocedido. El tener respaldo público como escritora me ayudó a permanecer en mi lugar, pero pocas mujeres obtienen este apoyo, y probablemente ahí fuera, a millones de mujeres se les está diciendo, en este planeta de siete mil millones de personas, que no son testigos fiables de sus propias vidas, que la verdad no es algo que les pertenezca, ni ahora ni nunca. Esto va más allá del Hombres Que Explican Cosas, pero forma parte del mismo archi­piélago de arrogancia.

Y aun así, los hombres me explican cosas. Ningún hombre se ha disculpado nunca por explicarme erróneamente cosas que yo sabía y ellos no. Todavía no, pero según las tablas actuariales, puede que aún me queden otros cuarenta y tantos años de vida, más o menos, así que podría suceder. Pero no esperaré sentada a que suceda.

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Rebecca Solnit, nacida en San Francisco en 1961, es editora colaboradora de la revista Harper, donde escribe regularmente la sección ‘Easy Chair’. Ha escrito sobre una amplia variedad de temas, incluyendo el medio ambiente, la política y el arte. Desde la década de 1980 ha trabajado en numerosas campañas de derechos humanos —como el Proyecto de Defensa de Western Shoshone a principios de los 90, que describe en su libro Savage Dreams— y con activistas contra la guerra durante la era Bush.

En su libro Los hombres me explican cosas se reúne un conjunto de ensayos mordaces y oportunos sobre la persistente desigualdad entre mujeres y hombres y la violencia basada en el género. Solnit cita su experiencia personal y otros ejemplos reales de cómo los hombres muestran una autoridad que no se han ganado, mientras que las mujeres han sido educadas para aceptar esa realidad sin cuestionarla. La autora narra la experiencia que vivió durante una cena en la que un desconocido se puso a hablarle acerca de un libro increíble que había leído, ignorando el hecho de que ella misma lo había escrito, a pesar de que se lo hicieron saber al principio de la conversación. Al final resultó que ni siquiera había leído el libro, sino una reseña del New York Times.

Entre sus libros más conocidos destaca Un paraíso construido en el infierno (2009), en el que da cuenta de las extraordinarias comunidades que surgen tras ciertos desastres como el del huracán Katrina, un hecho que ya había analizado en su ensayo Los usos de desastres: notas sobre el mal tiempo y el buen gobierno, publicado por Harper el mismo día que el huracán golpeaba la costa del Golfo.

En una conversación con el cineasta Astra Taylor para la revista Bomb, Solnit resumía así el tema de su libro: “Lo que ocurre en los desastres demuestra el triunfo de la sociedad civil y el fracaso de la autoridad institucional”.

Solnit ha recibido dos becas NEA de Literatura, una beca Guggenheim, una beca Lannan y en 2004 la Wired Rave Award por escribir sobre los efectos de la tecnología en las artes y las humanidades. En 2010 Reader Magazine la nombró como “una de las 25 visionarias que están cambiando el mundo”.

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