La reconquista del espacio público

Por El País  ·  23.06.2018

La Bienal de Venecia, el Premio Europeo de Espacio Público y varios libros analizan la amenaza de privatización de las ciudades y las iniciativas cívicas para combatirla

El pabellón de Luxemburgo en la Bienal de Arquitectura de Venecia —abierta hasta el 25 de noviembre— tiene un pasillo muy estrecho donde se concentran los visitantes. Está rodeado de maquetas casi inaccesibles de los nuevos rascacielos de la capital. ¿La razón? El viandante se mueve en un 8% del pabellón, “el porcentaje de espacio público que queda en Luxemburgo”, se lee al final del corredor. ¿Un país privatizado es una empresa o un Estado?

Se suele describir el ágora griega —un lugar para el comercio y la cultura donde se intercambiaban ideas y mercancías— como el primer espacio público. La urbanidad, el respeto hacia los demás, se aprende en ese ámbito que el agresivo urbanismo de hoy, orientado casi exclusivamente hacia la rentabilidad, condena a la extinción en urbes de crecimiento acelerado, como Dubái o São Paulo, en las que es difícil caminar sin jugarse la vida. El espacio público se redefine, sin embargo, en propuestas temporales —como huertos urbanos o baños colectivos— en las megalópolis informales africanas, asiáticas e iberoamericanas. También en las urbes europeas que se mueven entre la creciente dependencia del turismo y la turismofobia.

¿Qué está ocurriendo? Mientras buena parte de la arquitectura que se levanta en el mundo evita responsabilizarse de la construcción y del mantenimiento del espacio público —por su nula rentabilidad económica y por su carácter democrático—, la autoconstrucción —que está detrás de un tercio de las viviendas del planeta— lo reclama. En la citada São Paulo, favelas como Paraisópolis se han convertido en barrios de clase media necesitados de lugares comunes. En Medellín (Colombia), la instalación del metrocable en la colonia Santo Domingo Savio dio lugar a plazas y campos de juego. También en ciudades con un urbanismo formal —es decir, planificado— como Berlín, Detroit o Zaragoza, los descampados reconvertidos en zonas de recreo conviven ahora con la arquitectura reglada.

Pero hay más paradojas. En muchas urbes europeas y norteamericanas el espacio público está cada vez más vigilado por cámaras de seguridad “mientras algunos edificios privados se hacen accesibles durante el día”, como explica la arquitecta angloiraní Farshid Moussavi. En esa línea ambigua, muchos Ayuntamientos llenan las aceras de terrazas —que convierten la calle en un lugar de pago— y de asientos individuales que tratan de evitar que los sin techo duerman en los bancos afeando las calles. Por eso parece necesario plantear cuán público es hoy el espacio común que ha definido las ciudades mediterráneas desde sus inicios y sentado las bases de su modelo de urbanismo.

El turismo puede ser tan depredador para una ciudad como el colonialismo para un país, avisa Marina Garcés

Aunque lo primero que el arquitecto indio Charles Correa diseñó en Bombay fueron bancos “para que durmiesen los miles de personas que llegan a diario en busca de una vida mejor”, los pinchos disuasorios proliferan hoy en los alféizares de los escaparates para impedir que la gente se siente en la calle. “Queremos ciudades en las que pasee la gente, pero solo la gente guapa, limpia y rica”, opina el antropólogo Manuel Delgado. La libertad que se reclama desde la ambigüedad del lema Freespace de la presente Bienal de Venecia —que quiere que la arquitectura sea generosa, pero evita posicionamientos políticos— contrasta con la denuncia de ensayos recientes que urgen a repensar nuestro actual modelo de ciudad, como los de Marina Garcés —Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg)— o Richard Sennett —Building and Dwelling: Ethics for the City (Farrar, Straus and Giroux), Construir y habitar. Ética para la ciudad, de próxima publicación en Anagrama—.

¿Quiénes utilizan los espacios públicos de las ciudades?, se pregunta Garcés mientras describe a los turistas como el paroxismo de la indiferencia: “Consumen sin valorar ni evaluar las consecuencias de su impacto económico”. En su libro, la filósofa barcelonesa hace el ejercicio de aplicar a la industria turística masiva el análisis que el economista Alberto Acosta —candidato a la presidencia de Ecuador en 2013— aplicó a la explotación colonial y la conclusión es elocuente: el turismo es una nueva modalidad de colonialismo. Como este, produce dependencia económica al concentrar toda la actividad en una sola fuente, genera riqueza rápida y pobreza a largo plazo, no calcula el valor de lo que destruye, crea “zonas de excepción” jurídica y urbana y acaba con la diversidad social.

“Es la flexibilidad de la imperfección la que permite la convivencia de culturas, costumbres y economías diversas”, opina el urbanista brasileño Jaime Lerner, padre del modelo de ciudad sostenible que fue Curitiba en los años ochenta y que el pasado día 14 acudió a Pamplona para participar en el congreso Menos arquitectura, más ciudad. Lerner se refiere a los mercados callejeros que conviven con las tiendas de alta costura en las calles de Roma, pero también a la legislación que protege a ese mercado local aunque marcas multinacionales estén dispuestas a pagar mucho más por el lugar que ocupan. También el sociólogo estadounidense Richard Sennett defiende la informalidad, “los espacios sin acabar para que la gente pobre no esté incómoda en lugares públicos”.

¿Conseguirá Europa mantener su espacio público como el salón de sus habitantes o pasará a ser el escenario por el que desfilarán quienes visiten el continente convertido en parque temático de su propia historia? Que el espacio público se resista a menguar depende de los ciudadanos. Y esa resistencia lo reinventa. Ya no son solo las aceras o las plazas los lugares para el encuentro, el descubrimiento, el conflicto o la reivindicación. También pueden serlo las infraestructuras: puentes, senderos, márgenes de los ríos, carriles bici o una fuente en la que refrescarse en verano.

Tal vez sea necesario recordar que muchos parques públicos nacieron de decisiones políticas, cesiones de terratenientes y poderosos y de reclamaciones ciudadanas iniciadas en el siglo XIX. También hoy, mejoras en la iluminación o la instalación de ascensores urbanos llegan tras pioneras demandas vecinales. Por eso, en el décimo aniversario del Premio Europeo de Espacio Público, fallado el pasado miércoles, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) demuestra cómo ha evolucionado este concepto. Este año, junto a la peatonalización de la plaza Skanderbeg de Tirana (Albania), que resultó ganadora, competían por el galardón una cocina comunitaria en un poblado de la Costa da Caparica (Portugal), la iniciativa de las supermanzanas barcelonesas para reducir el tráfico y ganar espacio verde y una explotación minera convertida en parque en Essen (Alemania).

El espacio público refleja la convivencia y el conflicto. Allí se hace historia y se desarrolla la vida cotidiana. A veces se planifica y otras se improvisa. Pero lo que lo define es siempre lo mismo: el acceso universal. Por eso es un lugar de mezcla que hace visibles los problemas y muchas veces también hace posibles sus soluciones.

Hoy, cuando se cuestiona su falta de rentabilidad, se intenta adulterar su naturaleza abierta limitándolo y vigilándolo, y cuando la gentrificación —la expulsión de los habitantes de un barrio al aumentar los precios de los alquileres— o la commodificación —adquisición de fincas no para vivir en ellas sino como bien de inversión— lo ponen en peligro, su conservación se ha convertido en un asunto más político y social que arquitectónico. Así, muchos barceloneses prefieren que sus calles carezcan de las zonas ajardinadas que prometen las supermanzanas si el precio a pagar es un aumento del alquiler que terminará expulsándolos del barrio. Que son los ciudadanos y no los edificios los que hacen una ciudad lo escribió ya Aristóteles en su Política.

El espacio público inaccesible es un oxímoron contra el que se puede legislar. Algunos ya lo han hecho. En abril el Ayuntamiento de Palma de Mallorca prohibió el alquiler turístico de pisos. El de Pontevedra hace tiempo que solucionó sus problemas de tráfico y contaminación y el riesgo de vivir con “una infancia expulsada de las calles” cuando su alcalde, el médico Miguel Anxo Fernández Lores, propuso defender el “derecho al espacio público” al llegar a la alcaldía. Lo hizo reduciendo la circulación de coches un 97% al tiempo que crecía la economía terciaria.

Los problemas globales pueden tener soluciones locales. “Son los Ayuntamientos los que legislan contra el capitalismo global para proteger las ciudades”, opina Sennett, defensor de los lugares públicos “conquistados desde abajo”. No por casualidad, la plaza Tahrir en El Cairo o la Puerta del Sol en Madrid dieron nombre a las protestas que, desarrolladas en ella, recuerda la socióloga turca Nilüfer Göle. Göle habla de “una nueva gramática urbana”: la ciudad que hacemos con nuestros gestos cotidianos, parándonos ante un paso de cebra o no, controlando los prejuicios o el miedo. “Cuantas más personas haya en las calles, menos policía necesitaremos”, clamaba la pionera del urbanismo participativo Jane Ja­cobs, que consiguió que la neoyorquina Washington Square se convirtiera en una plaza y no en un nudo de autopistas.

Son muchos los autores que han escrito contra la defensa cívica de las calles a partir del clásico sesentayochista de Henri Lefebvre El derecho a la ciudad, pero no se trata solo de poder entrar en una ciudad o de instalarse en ella, se trata también de poder cambiarla. En ese sentido, la antropóloga brasileña Teresa Caldeira habla en el ensayo Europe City, Lessons from the European Prize for Urban Public Space (CCCB / Lars Müller Publishers) de “los habitantes del sur que solo pueden permitirse habitar en ciudades si, directamente, las construyen”. Caldeira considera que en el proceso de levantar sus propios barrios los recién llegados se transforman en “sujetos políticos conocedores de sus derechos”. Por eso, esta profesora de Berkeley está convencida de que Europa no puede ser ya modelo para la creación de las nuevas ciudades autoconstruidas.

¿Se ha tendido a legislar en exceso el espacio de todos para que pueda seguir siéndolo? Muchas de las propuestas recientes defienden, por ejemplo, un uso cambiante de las calzadas. Si el estudio Basar montó en la calle Arthur Verona de Bucarest una piscina para niños en el lugar donde antes aparcaban los coches, en Guimarães (Portugal) bastó con cambiar la normativa para que las fuentes se transformaran en piscinas públicas. Al este de Londres, el Coriander Club de Spitalfields nació como un huerto sembrado por mujeres de Bangladés para cultivar las verduras que no encontraban en las tiendas y se ha convertido en un lugar de socialización para inmigrantes que apenas salían de sus casas.

Un huerto en Londres es hoy el lugar de socialización de mujeres inmigrantes que apenas salían de sus casas

Richard Rogers, autor del Centro Pompidou y asesor de la alcaldía londinense durante la larguísima urbanización de la orilla sur del Támesis, defiende todavía el urbanismo mediterráneo: “En Inglaterra tenemos el club para los privilegiados y el pub para los trabajadores; la calle es el lugar donde ambos se encuentran”. El espacio público es siempre una incógnita. No tiene garantía de uso ni de éxito. Ni siquiera quienes lo planifican, regulan o reclaman pueden saber si terminará usándose para jugar, para protestar o para someter. Tal vez por eso, la democracia, que nació en las ciudades, sigue teniendo en ellas su mayor esperanza.

Lecturas a pie de calle: El derecho a la ciudad, de Henri Lefebvre. Introducción de Manuel Delgado. Traducción de Ion Martínez Lorea y J. González-Pueyo. Editorial Capitán Swing

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