Cuando Céleste Albaret entró a trabajar en casa de Proust, por entonces el 102 del Boulevard Haussmann, el escritor ya estaba inmerso en el encierro creativo que depararía En busca del tiempo perdido. Publicada ya Por el camino de Swann, la novela que la joven pueblerina recién llegada a París se encargaría de distribuir entre amigos, conocidos y críticos como primer encargo doméstico, Proust, que comenzaba a ser famoso, se encontraba -como diría Maurice Blanchot- en el espacio de la obra, fuera entonces del tiempo, más cerca del «él» que del «yo», experimentando los tormentos y favores creativos de una muerte repetida, puesta a distancia, mientras la verdadera, la física, se intuía ya demasiado cercana. Es de esos años de escritura febril y a contrarreloj que van de 1913 a 1922 de los que versan las memorias de Céleste, su última criada, gobernanta, mensajera, madre y enfermera; también y sobre todo su última testigo, cómplice y entregada víctima masoquista. Una convivencia de casi una década en la que Proust, subvertida la jerarquía día-noche, pasaba la mayor parte de las horas encamado, escribiendo o dictando, sin apenas ingerir otro alimento que ese café que inauguraba la jornada bien pasado el mediodía. Reveladas por primera vez en 1973, cuando la mujer sobrepasaba los ochenta años y más de cincuenta habían transcurrido desde la desaparición del escritor, con ellas Céleste, de natural reservada y desinteresada, pretendía final y definitivamente salir al paso de las muchas falsedades e inexactitudes con las que se había tropezado al leer la numerosa bibliografía que ya se acumulaba sobre el Proust escritor e íntimo.
«Usted es la única que me conoce de verdad. Nadie sabe tan bien como usted lo que hago, ni puede saber lo que a usted le cuento. Después de mi muerte, su diario se vendería más que mis libros. Sí, sí, se vendería como rosquillas y usted ganaría una fortuna». Unidos inesperadamente tras una Gran Guerra que sacaría al antiguo servicio -el matrimonio Cottin- del domicilio de Proust y a su vez espaciaría las visitas al mismo del servicial taxista Odilon, ya marido de Céleste y la llave de su acceso a la particular caverna proustiana, el escritor y la criada empezarían a estrechar lazos afectivos tras un viaje (el último) a Cabourg, vínculos que luego reforzaría el tiránico día a día punteado de timbrazos al que Proust sometiera a una tan joven e inexperta como fascinada muchacha que apenas tardó en advertir las dimensiones del azaroso privilegio que le regalaba la vida. De ahí que sea verosímil ese comentario que según Céleste le repetía «el pequeño Marcel» y con el que hemos abierto el párrafo, la invitación a que escribiera un diario que recogiera la neurótica y ritualizada cotidianidad del escritor enfermo y, en especial, diera cuenta de las largas conversaciones que ambos solían mantener de madrugada, sobre todo tras los regresos de Proust de cenas o recepciones, salidas por entonces contadas. Y es en su negativa a llevarlo a cabo donde nos parece que se encuentra la clave que explicaría la naturaleza de este tardío Monsieur Proust así como su inequívoca condición de libro enunciado desde la admiración y la ternura; esclarecería, asimismo, la vocación sublimadora con la que Luis Antonio de Villena resume en su prólogo la tentativa de la criada por «limpiar el retrato» de Proust y, lo que más parece molestar al autor de Huir del invierno, obviar o poner en duda sus inclinaciones uranistas. Pues si Céleste influyó en Proust -es una de las personas reales tras la sirvienta Françoise del libro-, cómo calibrar la profunda señal del escritor sobre la mucama. Si casi cincuenta años después aún Céleste describe su metamorfosis personal en observadora ave nocturna, por qué no reparar en el lógico ascendiente formal y de sentido de En busca del tiempo perdido (que Céleste demuestra conocer en profundidad) sobre su Monsieur Proust. No hay que olvidar que, como muchos y grandes pensadores han expuesto, no se trata en Proust del tema de la memoria, sino de cómo el arte la trasciende, recobrándola. Es el profundo respeto al artista, nos parece, y no por lo tanto el supuesto moralismo de una provinciana que callase para santificarlo, lo que impulsa este emocionante libro donde Céleste, como recomendara expresamente su «señorito», no hace sino convertirlo en un ser monstruoso, es decir (y así terminaba El tiempo recobrado y su obra) en uno de esos personajes que ocuparían «un lugar sumamente grande […] comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo […]». Al igual que Proust resucitó mediante la literatura los días de la camelia en el ojal, así Céleste hace lo propio con sus vivencias alrededor del escritor, y también cuando presentía que no le quedaba demasiado por vivir.
En definitiva, y contra lo que cabría esperar del relato de una sencilla criada con todo su patrimonio de secretos a cuestas, Céleste, con sus limitaciones, escribe para la obra. Y eso es lo verdaderamente emocionante. Sus recuerdos sobre el proceder de Proust con sus cobayas humanas y, luego, con la colección de cuadernos y añadidos desde los que emergían los libros, apuntan a la interpretación que diera Deleuze en su clarificador ensayo Proust y los signos: la amistad, el amor y el arte como regímenes de signos a interpretar; la novela como máquina que funciona y que cada uno debe adaptar a sus necesidades.
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