10º Aniversario
¡El capitán cumple diez años!
descúbrelo

La pandemia es un portal

Por Finantial Times  ·  03.04.2020

¿Quién puede usar ahora el término “hacerse viral” sin estremecerse un poco? ¿Quién puede mirar ya a cualquier cosa: un pomo de puerta, una caja de cartón, una bolsa de verduras – sin imaginárselo rebosante de esas manchitas invisibles, no-muertas, no-vivas dotadas de ventosas que esperan agarrarse a nuestros pulmones?

¿Quién se imagina besar a una persona extraña, subirse a un autobús o mandar a sus hijos al colegio sin una sensación de verdadero miedo? ¿Quién puede pensar en una de esas cosas placenteras de todos los días y no calcular el riesgo que entraña? ¿Quién de todos nosotros no es un epidemiólogo, virólogo, estadístico y profeta de pacotilla? ¿Qué profesional de la ciencia o de la medicina no reza en secreto para que se produzca un milagro? ¿Qué sacerdote no se rinde – aunque solo sea en secreto – a la ciencia?

Y hasta cuando el virus sigue extendiéndose, ¿quién podría no sentirse encantado cuando en las ciudades se elevan los cantos de los pájaros, los pavos reales bailan en los semáforos y en los cielos hay silencio?

El número de casos ha superado esta semana el millón en todo el mundo. Ya han muerto más de 50.000 personas. Las proyecciones hacen pensar que ese número podría aumentar hasta los cientos de miles, quizá más. El virus se ha movido libremente por los senderos del comercio y el capital internacionales, y la terrible enfermedad que ha traído tras de sí ha confinado a los seres humanos en sus países, en sus ciudades, en sus hogares.

Pero, a diferencia del flujo de capitales, este virus busca la proliferación, no el lucro, y por lo tanto, inadvertidamente, ha revertido la dirección de esos flujos. Se ha burlado de los controles migratorios y biométricos, de la vigilancia digital y de cualquier otro tipo de análisis de datos y ha golpeado más fuerte – por el momento – en las naciones más ricas y poderosas del mundo, haciendo que el motor del capitalismo se haya detenido con una sacudida. Temporalmente, quizás, pero al menos durante un tiempo lo suficientemente largo para que analicemos sus piezas y componentes, hagamos una evaluación y decidamos si queremos ayudar a repararlo, o a buscar otro mejor.

A los mandarines que gestionan esta pandemia les gusta hablar de la guerra. Ni siquiera lo usan como una metáfora, lo usan literalmente. Pero, si fuera una guerra de verdad, ¿quién estaría mejor preparado que Estados Unidos? Si no fueran mascarillas y guantes lo que necesitaran sus soldados de primera línea, sino fusiles, bombas inteligentes, armas anti-búnker, submarinos, aviones de combate y bombas nucleares, ¿habría escasez?

Noche tras noche, desde el otro lado del mundo, algunos de nosotros miramos las ruedas de prensa del gobernador del estado de Nueva York con una fascinación que resulta difícil de explicar. Seguimos las estadísticas, y escuchamos las historias de hospitales sobrepasados en Estados Unidos, de personal sanitario mal pagado y sobreexplotado que se tiene que fabricar mascarillas con bolsas de basura e impermeables viejos, arriesgándolo todo para llevar auxilio a las personas enfermas. Vemos a Estados que se ven obligados a pujar unos contra otros para adquirir respiradores, nos llegan noticias de los dilemas a los que se enfrentan médicos que tienen que decidir qué pacientes deberían disponer de un respirador y a quiénes se deja morir. Y nos decimos en nuestro fuero interno: “¡Dios mío, pero si esto es Estados Unidos!”.

Esta tragedia es inmediata, real, épica y se está desarrollando ante nuestros ojos. Pero no es nueva. Es el choque de un tren que llevaba años deslizándose sin control por las vías. ¿Quién no se acuerda del “patient dumping” – el abandono de pacientes, personas enfermas, aún con la bata de hospital que les deja el culo al aire, a quienes se deja abandonadas en secreto en una esquina? Demasiado a menudo las puertas de los hospitales han estado cerradas a los ciudadanos menos afortunados de Estados Unidos, sin que importara lo enfermos que estuvieran ni lo mucho que hubieran sufrido.

Al menos, no hasta ahora – porque ahora, en la era del virus, la enfermedad de una persona pobre puede afectar a la salud de una sociedad próspera. Y sin embargo, incluso ahora, Bernie Sanders, el senador que ha hecho campaña de manera incansable por la sanidad universal, sigue estando considerando un marginal en su apuesta por la Casa Blanca, incluso dentro de su propio partido.

El virus en India

¿Y qué pasa con mi país, con mi pobre-rico país, India, suspendido entre el feudalismo y el fundamentalismo religioso, el sistema de castas y el capitalismo, y gobernado por nacionalistas hinduístas de extrema derecha?

En diciembre, mientras China se enfrentaba al brote del virus en Wuhan, el gobierno de India se enfrentaba a un levantamiento masivo de cientos de miles de sus ciudadanos en protesta por La ley de Ciudadanía, descaradamente discriminatoria contra los musulmanes, que acababa de aprobar el parlamento.

El primer caso de Covid-19 se registró en India el 30 de enero, solo días después de que abandonara Delhi el honorable invitado principal del Desfile del Día de la República, el hambrón de la selva amazónica y negacionista del Covid Jair Bolsonaro. Pero seguía habiendo demasiadas cosas que hacer en febrero como para incluir al virus en el calendario del partido en el poder. La visita oficial del presidente Donald Trump estaba prevista para la última semana de ese mes. Se le había atraído con la promesa de una audiencia de un millón de personas en un estadio deportivo en el estado de Gujarat. Y eso requería dinero, y mucho tiempo.

Luego estaban las elecciones a la Asamblea de Delhi, en las que estaba cantado que el partido Bharatiya Janata iba a morder el polvo a menos que se pusiera las pilas, cosa que hizo, lanzando una campaña despiadada de nacionalismo hinduista en la que valía todo, amenazando repetidamente con la violencia física y con matar a los “traidores”.

Igualmente perdió. Así que luego había que castigar a los musulmanes de la ciudad, a quienes se culpó de esa humillación. Hordas armadas de “justicieros” hindús, apoyados por la policía, atacaron a musulmanes en los barrios obreros de la parte noreste de Delhi. Quemaron casas, tiendas, mezquitas y escuelas. Los musulmanes, que esperaban el ataque, lo repelieron. Murieron más de cincuenta personas, musulmanes y algunos hinduistas.

Miles de personas se trasladaron a campos de desplazados en cementerios locales. Aún se seguían extrayendo cuerpos mutilados de la asquerosa y maloliente red de alcantarillado cuando los funcionarios gubernamentales tuvieron por primera vez una reunión en torno al covid-19 y cuando la mayor parte de los indios empezaron a oír hablar por primera vez de una cosa llamada desinfectante de manos.

El mes de marzo también fue movidito. Las primeras dos semanas se dedicaron a derribar al gobierno de Partido del Congreso en el estado indio central de Madhya Pradesh y a instalar en su lugar a otro del Partido Popular. El día 11 de ese mes la OMS declaró que el covid-19 era una pandemia. Dos días más tarde, el 13 de marzo, el ministro de Sanidad anunció que el virus “no es una emergencia sanitaria”.

Por fin, el 19 de marzo, el primer ministro indio se dirigió a la nación. No se lo había preparado mucho. Se cogió prestado el libro de jugadas de Francia e Italia. Nos habló de la necesidad de “distanciamiento social” (fácil de comprender para una sociedad donde el sistema de castas está tan arraigado) e hizo un llamamiento a hacer un día de “toque de queda popular” el 22 de marzo. No dijo nada sobre lo que su gobierno iba a hacer en la crisis, pero pidió a la gente que saliera a los balcones y tocara timbres o golpeara cacerolas y sartenes para homenajear a los trabajadores sanitarios.

No comentó el hecho de que, hasta ese mismo momento, India había exportado equipos de protección y respiradores, en lugar de conservarlos para los trabajadores sanitarios y los hospitales de la India.

La sugerencia de Narendra Modi fue recibida con gran entusiasmo, claro. Hubo caceroladas, bailes comunitarios y procesiones. Poco distanciamiento social, la verdad. En los días posteriores hubo hombres que se metieron en barriles de caca de vacas sagradas, y simpatizantes del Partido Popular que hicieron fiestas para beber orina de vaca. Para no ser menos, muchas organizaciones musulmanas declararon que el Todopoderoso era la respuesta al virus e hicieron un llamamiento para que los creyentes se reunieran masivamente en las mezquitas.

El 24 de marzo a las 20.00 Modi volvió a aparecer en la televisión para anunciar que, a partir de la medianoche de ese mismo día, toda India estaría en estado de confinamiento. Se cerrarían los mercados. No habría ningún tipo de transporte, ni público ni privado.

Comentó que esa decisión la tomaba no solo como primer ministro, sino como patriarca de nuestra familia. ¿Quién más puede decidir, sin consultar con los gobiernos estatales, que son quienes tendrían que hacer frente a los efectos de tal decisión, que una nación de 1.380 millones de personas debería entrar en confinamiento sin ninguna preparación y con solo cuatro horas de preaviso? Los métodos del primer ministro desde luego dan la sensación de que piensa que la ciudadanía constituye una fuerza hostil a la que hay que tender emboscadas, pillar por sorpresa y en la que no hay que confiar jamás.

Confinados estábamos. Muchos profesionales sanitarios y epidemiólogos han aplaudido esta medida. Quizá tengan razón en teoría. Pero sin duda ninguno de ellos puede apoyar la calamitosa falta de preparación y planificación que convirtió el confinamiento más grande y punitivo del mundo en lo contrario de lo que se supone que debía lograr.

El hombre al que le encantan los espectáculos había montado la madre de todos los espectáculos.

Mientras el mundo observaba horrorizado, India se reveló en toda su vergüenza – su feroz desigualdad estructural social y económica, su cruel indiferencia ante el sufrimiento.

El confinamiento funcionó como un experimento químico que de repente sacaba a la luz cosas ocultas. A medida que cerraban tiendas, restaurantes, fábricas y la industria de la construcción, mientras las clases media y acomodada se encerraban en sus urbanizaciones con seguridad privada, nuestras ciudades y megalópolis empezaron a expulsar a sus ciudadanos de clase trabajadora – sus trabajadores migrantes – como un enorme acumulado indeseable.

A muchos los echaron sus empleadores y caseros. Millones de personas empobrecidas, hambrientas, sedientas, jóvenes y ancianas, hombres, mujeres, criaturas, personas enfermas, ciegas, con discapacidad, sin ningún lugar a donde ir, sin transporte público en perspectiva, comenzaron una larga marcha de regreso a sus pueblos de origen. Caminaron durante días, hacia Badaun, Agra, Azamgarh, Aligarh, Lucknow, Gorakhpur – a cientos de kilómetros de distancia. Algunos murieron por el camino.

Sabían que tal vez volvían a casa a morirse de hambre lentamente. Quizá incluso sabían que podían llevar el virus con ellos, y que contagiarían a sus familias, a sus padres y abuelos en el hogar familiar, pero necesitaban desesperadamente una brizna de familiaridad, de dignidad y refugio, además de comida, si no de amor.

Mientras caminaban, algunos fueron golpeados brutalmente y humillados por la policía, a quien se había encargado la aplicación estricta del confinamiento. A hombres jóvenes se les obligó a agacharse y a hacer el salto de la rana por la autopista. En las afueras de la ciudad de Bareilly, se juntó a un grupo de personas y se les desinfectó a manguerazos con un producto químico.

Pocos días después, ante la preocupación de que la población de que huía fuera a extender el virus a los pueblos, el gobierno selló las fronteras estatales hasta para quienes viajaban a pie. La gente que llevaba días caminando se vio obligada a detenerse y volver sobre sus pasos a campos en las ciudades que se habían visto obligados a abandonar.

Entre las personas de mayor edad, esto les trajo recuerdos de los movimientos de población de 1947, cuando India fue dividida y surgió Pakistán. Excepto que este éxodo actual no estaba organizado en torno a la religión, sino a las divisiones de clase. Aun así, estas no eran las personas más pobres de la India. Estas eran personas que tenían (al menos hasta ese momento) empleo en la ciudad y hogares a los que regresar. Las personas sin trabajo, sin hogar y sin esperanza se quedaron donde estaban, en las ciudades y en las zonas rurales, donde el sufrimiento profundo llevaba ya mucho tiempo extendiéndose antes de que ocurriera esta tragedia. A lo largo de todos estos días horribles, el Ministro de Asuntos Interiores se mantuvo apartado de los medios.

Cuando comenzó la marcha desde Delhi, usé un pase de prensa de una revista para la que escribo a menudo y me desplacé hasta Ghazipur, en la frontera entre el estado de Delhi y Uttar Pradesh.

La escena era bíblica. O quizás no. En la Biblia no se habrían visto números semejantes. El confinamiento para forzar el distanciamiento social había conseguido justo lo contrario – la compresión física hasta una escala impensable. Esto es cierto incluso en el interior de las ciudades y pueblos del país. Puede que las calles principales estén vacías, pero a los pobres se les ha encerrado en reducidísimos espacios en asentamientos y zonas de chabolas.

Todas las personas con las que hablé estaban preocupadas por el virus. Pero eso era menos real, tenía menos presencia en su vida que la perspectiva del desempleo, el hambre y la violencia de la policía. De todas las personas con las que hablé ese día, incluido un grupo de sastres musulmanes que pocas semanas antes habían sobrevivido a los ataques anti-musulmanes, me impactaron de manera especial las palabras de un hombre. Era un carpintero llamado Ramjeet, que pensaba ir caminando hasta Gorakhpur, cerca de la frontera con Nepal. “Quizá cuando Modi decidió hacer esto, nadie le habló de nosotros. A lo mejor no sabe lo que nos está pasando”, comentó.

Ese “nosotros” son aproximadamente 460 millones de personas.

Los gobiernos estatales en la India (como en Estados Unidos) han mostrado mayor corazón y comprensión en la crisis. Ciudadanos particulares, sindicatos, y otros colectivos están distribuyendo comida y raciones de emergencia. El gobierno central ha tardado en responder a sus peticiones desesperadas de fondos. Resulta que el Fondo Nacional de Asistencia del primer ministro no cuenta con dinero en metálico del que disponer. Sin embargo, al nuevo Fondo llamado PM-CARES (Al Primer Ministro le importa), bastante secreto, están entrando a espuertas donaciones de admiradores. Han empezado a aparecer comidas preenvasadas con la foto de Modi.

Además, el primer ministro ha compartido sus vídeos de yoga nidra, en los que un Modi resuelto y transformado con un cuerpo de sueño demuestra asanas de yoga para ayudar a la gente a enfrentarse al estrés del aislamiento.

El narcisismo resulta muy preocupante. Quizás una de las asanas podría ser una de petición en la que Modi le pida al primer ministro francés que se eche atrás en el problemático contrato de los aviones de combate Rafale y usar los 7.800 millones de euros para medidas de emergencia que se necesitan desesperadamente para ayudar a unos cuantos millones de personas hambrientas. Seguro que los franceses lo comprenderán.

Cuando el confinamiento entra en su segunda semana, las cadenas de suministro están rotas, y escasean las medicinas y ciertos productos esenciales. Miles de camioneros siguen atrapados en las autopistas, con poca agua y comida. Los cultivos en pie, listos para ser cosechados, se pudren lentamente.

La crisis económica está aquí. La crisis política continúa. Los medios de comunicación de masas han incorporado la historia del covid a su implacable campaña de intoxicación anti-musulmana. Una organización musulmana, llamada Tablighi Jamaat, que celebró una reunión en Delhi antes de que se anunciara el confinamiento, ha resultado ser una “super-transmisora”. Esto se utiliza para estigmatizar y demonizar a los musulmanes. El tono general sugiere que los musulmanes fueron quienes crearon el virus y lo han difundido deliberadamente como una forma de yihad, de guerra santa.

La crisis del covid está por llegar. O no. No lo sabemos. Cuando llegue, si es que llega, sabemos que será abordada, con todos los prejuicios dominantes de religión, casta y clase social bien puestos.

Hoy, día 2 de abril, en India hay casi 2.000 casos confirmados y 58 muertes. Estas cifras son seguramente muy poco fiables, basadas en un número penosamente insuficiente de tests. Las opiniones de los expertos varían sobremanera. Algunos predicen millones de casos. Otros opinan que la pérdida de vidas humanas será mucho menor. Puede que nunca lleguemos a conocer los contornos reales de la crisis, ni siquiera cuando nos llegue. Todo lo que sabemos es que el agobio en los hospitales aún no ha comenzado.

Las clínicas y hospitales públicos de India – incapaces de enfrentarse al casi millón de niños que mueren cada año de diarrea, desnutrición y otros problemas de salud, ni a los cientos de miles de casos de tuberculosis (una cuarta parte del total mundial), ni a una enorme población anémica y desnutrida vulnerable a un gran número de enfermedades menores que para ellos pueden resultar letales – no podrá hacer frente a una crisis parecida a las que acosan a Europa y Estados Unidos en este momento.

Prácticamente todo cuidado sanitario se ha puesto en suspenso dado que los hospitales se han dedicado por completo al servicio del virus. El legendario centro médico de Delhi All India Institute of Medical Sciences está cerrado, y a los cientos de pacientes de cáncer conocidos como refugiados del cáncer porque viven en las calles aledañas los han echado de allí como si fueran ganado.

La gente caerá enferma y morirá en casa. Puede que nunca conozcamos su historia. Puede que ni siquiera se conviertan en una estadística. Solo podemos esperar que sean correctas las investigaciones que dicen que al virus le gusta el tiempo frío (aunque otros estudios ponen esto en duda). Nunca un pueblo ha anhelado tanto y de forma tan irracional la llegada de un verano indio abrasador hasta el extremo.

¿Qué es esto que nos ha sucedido? Es un virus, sí. Por sí mismo carece de sentido moral. Pero claramente es mucho más que un virus. Algunas personas creen que es la forma que tiene Dios de hacernos entrar en razón. Otros piensan que se trata de una conspiración china para apoderarse del mundo.

Sea lo que sea, el coronavirus ha conseguido que los poderosos se arrodillen y que el mundo se pare, de un modo que no podría haberlo conseguido nada más. Nuestras mentes siguen acelerándose hacia atrás y hacia delante, deseando un regreso a la “normalidad”, intentando coser a pespuntes un futuro sobre nuestro pasado y negándonos a aceptar la brecha. Pero la brecha existe. Y en mitad de esta terrible desesperación, nos ofrece una oportunidad de repensar la maquinaria del fin del mundo que nos hemos construido nosotros mismos. Nada podría ser peor que un regreso a la normalidad.

Históricamente, las pandemias han obligado a los seres humanos a romper con el pasado e imaginar su mundo de una forma nueva. Esta es igual. Es un portal, un pasaje entre un mundo y el siguiente.

Podemos elegir traspasar ese umbral, arrastrando tras de nosotros los cadáveres de nuestro odio y nuestros prejuicios, nuestra avaricia, nuestros bancos de datos y nuestras ideas muertas, nuestros ríos muertos y nuestros cielos cubiertos de humo. O podemos cruzar con paso ligero, casi sin equipaje, listos para imaginar otro mundo. Y preparados para luchar por él.

© Arundhati Roy, autora de ‘Espectros del capitalismo’.

© Traducción: Carmen Valle

Ver artículo original