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La olvidada

Por Zenda  ·  26.06.2020

ntes de empezar a hablar sobre La bastarda me atenaza el horror de la página en blanco, de mi posible incapacidad para reseñar un libro que representa una vida entera. Violette Leduc —una figura invisible, una apartada—, nació en Arras, Pas de Calais, en 1907; creció en plena víspera de la Primera Guerra Mundial. Al comienzo de su trayectoria vital, que estaría llena de subidas y bajadas, ni ella misma podía imaginar que terminaría siendo publicada por Gallimard de la mano de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre; que terminaría siendo aupada por escritores de la talla de Jean Genet.”Violette se presenta con esta marca: ¿hay gente que de verdad pasa casi todo el tiempo inadvertida, pese a su valor?”

Pese a lo extraordinario de estas circunstancias y del éxito que cosechó con La bastarda en el momento de su publicación, sus libros no han logrado sobrevivir en la memoria colectiva. Como señalaba Simone de Beauvoir en el prólogo del libro —que acompaña también a esta reedición, llevada a cabo por el sello Capitán Swing—, Violette Leduc permanece en la sombra. Inevitablemente, recuerdo que el propio lanzamiento de este libro, programado para el pasado mes de marzo, fue eclipsado por la llegada de la pandemia. Violette se presenta con esta marca: ¿hay gente que de verdad pasa casi todo el tiempo inadvertida, pese a su valor?

Y de esta manera comienza a narrar su vida en La bastarda:

«Mi caso no es único: tengo miedo de morir y me desgarra estar en el mundo. No he trabajado, no he estudiado. He llorado, he gritado. Las lágrimas y los lamentos me han llevado mucho tiempo. La tortura del tiempo perdido en cuanto reflexiono en ello. No puedo pensar mucho tiempo, pero puedo complacerme ante una hoja de lechuga marchita ante la cual no tengo más que penas para rumiar. El pasado no alimenta. Me iré como he llegado: intacta y cargada con los defectos que me han torturado. Hubiera querido nacer estatua, y soy una babosa en mi propio estercolero. Las virtudes, las cualidades, el valor, la meditación, la cultura. De brazos cruzados, me he destrozado ante esas palabras»

Violette es fea. Ella misma lo dice. Escribe sobre sexo sin tapujos, escribe sobre sus emociones sin tapujos —sus emociones grávidas, en las que se sumerge como en el mar—. Violette mantiene relaciones homosexuales. Violette trafica en el mercado del estraperlo. Violette es ostensiblemente ofensiva para la sociedad. La vida de Violette es un desafío, como lo es su propio relato. Y ella lo sabe, lo sabe desde el momento en que es calificada de fea por su apariencia; por el tamaño de su nariz —que la torturará e incluso la llevará a operarse—; por la falta de equilibrio en las facciones de su rostro. Todas esas cuestiones relacionadas con su físico la perseguirán para siempre pero, en lugar de amilanarse ante ellas, Violette decide narrarlas. Nos lo cuenta todo desde sus profundos ríos subterráneos, desde sus mareas interiores. La bastarda es sin duda su obra más completa, la obra maestra de su vida.”En La bastarda, Violette se declara culpable de antemano”

¡Viva Violette! Con el relato de su vida no solo se hace comprensible a sí misma, liberándose del yugo de las dificultades atravesadas en su vida, sino que, en cierto modo, también nos libera a nosotros. No puedo evitar pensar en que cada frase del libro espera de nosotros comprensión y, en última instancia, amor. El amor que necesitaba de sus progenitores y que anhelará toda la vida; el amor que la lleva a mostrarse, a narrarse.

Lo hace desde las dificultades con las que se enfrenta al comienzo de la narración de su propia vida. Su manera de referirse a su propia biografía me remite a Bajo el signo de Marte, de Fritz Zorn, pero sin asomarse a la culpa con amargura; en La bastarda —como, una vez más, bien apuntaba Simone de Beauvoir en su prólogo— Violette se declara culpable de antemano: es ella y solo ella la que se juzga. Esa es la fuerza de la que se sirve para narrar su historia, la fuerza capaz de hacernos sentir la violencia de su ser deseante.

Obsesionada, vuelve una y otra vez sobre los conflictos primigenios que la atormentan, sobre su incapacidad comunicativa, que solo parece capaz de salvar a través del ejercicio de la escritura. Como dice el personaje del escritor en Un soplo de vida, la novela de Clarice Lispector —un escritor que, en realidad, no es sino ella misma—: escribiendo me libro de mí y puedo entonces descansar.

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