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‘La muerte del artista’: por qué el arte, la música o la literatura pueden extinguirse pronto

Por El Confidencial  ·  19.06.2021

Fue en mitad de la pandemia cuando las cartas se pusieron bocarriba. Después de varios meses encerrados en casa sin poder tocar en directo, sin poder rodar un pequeño papel, sin poder escribir una reseña de tal o cual evento como colaborador de tal periódico, la farsa se destapó: el mundo de la cultura, el artista de a pie, no los cuatro que viven en La Moraleja, está, dicho en plata, ‘en la mierda’. Algunos rostros que probablemente usted podría reconocer de las alfombras rojas, las marquesinas de los autobuses, los carteles de festivales o las contraportadas de las estanterías de la librería tuvieron que apretarse bien el cinturón e incluso mudarse de nuevo a casa de los padres, como le ocurrió a Marta Fierro, una conocida DJ que confesó públicamente su situación precaria. El parón del sector cultural por causas de fuerza mayor demostró que, muy al contrario de lo que pueda parecer por los ‘flashes’ y el ‘brilli-brilli’, el andamiaje de las industrias de la música, el cine, la pintura y la literatura son quebradizos y que muchos de sus trabajadores viven al día.

Como autónomos, la situación económica de la clase media de la industria cultural se ha ido empobreciendo progresivamente. Como en otros ámbitos, sí, pero la falta de ingresos fijos, el autoempleo y la poca cobertura social, unidos al aumento del coste de vida en las grandes ciudades —que es donde está el meollo— han hecho que la capacidad de invertir tiempo en la creación también haya disminuido: si un creador tiene que diversificarse en muchos trabajos alimenticios en detrimento de la dedicación a su obra, será difícil que su creación llegue a la genialidad. Este es, más o menos, el punto de partida de ‘La muerte del artista’ (Capitán Swing), un ensayo con el que el crítico literario William Deresiewicz ha agitado el mundillo cultural y que acaba de publicarse en español. Con datos en la mano, Deresiewicz señala las costuras del vestido de lentejuelas.

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“Los artistas de mayor edad, que han vivido los cambios de los últimos 20 años, representan una especie de experimento controlado”, escribe el autor. “En la encuesta del Gremio de Autores [de Estados Unidos], los ingresos relacionados con la escritura habían caído un 47% para aquellos con 15 o 25 años de experiencia, y un 67% para aquellos con 25 o 40 años de experiencia. Los autores que a finales del siglo 20 podían vender un libro cada dos años y vivir de las ganancias, me dijo Mari Rasenberger, directora ejecutiva del Gremio, básicamente han perdido su empleo. […]. Una cosa saber que tu vida va a ser un asco mientras te estableces y otra muy distinta es saber que lo va a ser siempre”.

Deresiewicz señala varios factores como detonantes de la situación, pero, en particular, apunta a cómo las nuevas tecnologías y los cambios de modelo de consumo han provocado una dislocación en el ciclo de creación de los artistas. Si antes, por ejemplo, un grupo sacaba un disco, ganaba dinero, se costeaba una gira, ganaba más dinero y utilizaba ese dinero para financiar el siguiente disco, ahora esa cadena se ha roto debido al desplome de las ventas por culpa de la piratería o por culpa de las grandes plataformas de reproducción de música. Los artistas reinvertían en su arte y esa retroalimentación favorecía la libertad de los creadores para no tener que buscar fuentes alternativas de financiación y plegarse a las contraprestaciones. Pero ¿cuál es la solución para mejorar la salud del enfermo? A Deresiewicz no le gusta hacer predicciones, pero habla con El Confidencial de los síntomas y de las posibles soluciones.

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“Antes, un grupo utilizaba el dinero ganado con un disco y una gira para financiar el siguiente. Ahora, esa cadena se ha roto”

PREGUNTA. Plantea como uno de los principales problemas del sector cultural la desprofesionalización de los creadores de contenido y la dificultad para monetizar el arte. ¿Por qué ha sucedido esto?

RESPUESTA. La aparición de estos nuevos monopolios tecnológicos ha supuesto un cambio económico, que ha cambiado el perfil del creador. También ha habido un cambio social y cultural que tiene que ver con cómo estas plataformas han remodelado la forma de aproximarse a la música o al cine, por ejemplo. No es una cosa fácilmente reversible, porque no es posible revertir los cambios tecnológicos.

Los artistas pasan demasiado tiempo gestionando sus negocios unipersonales y produciendo la mayor cantidad de contenido posible. Y los gobiernos necesitan —y, al parecer están empezando a hacerlo— enfrentarse a estos monopolios tecnológicos, a las plataformas. Sé que no es la prioridad de los gobiernos enfocarse en el mundo del arte y no creo que ni siquiera sean del todo conscientes de la situación, pero lo están haciendo por otros motivos y lo importante es reducir el poder de estos gigantes tecnológicos. Durante mucho tiempo hemos demonizado a muchas industrias culturales, como los sellos discográficos o las editoriales, pero que ahora han demostrado ser los únicos que pueden tener algo de poder frente a ellos en el mercado. Y mucho más allá del mundo del arte, lo que tenemos que aspirar es a una sociedad más justa e igualitaria, que es realmente el problema real subyacente.

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El crítico literario William Deresiewicz publica en español ‘La muerte del artista’. (Mary Ann Halpin)

P. Calcula que en los últimos 20 años el coste de la vida en Estados Unidos ha aumentado en un 42%, mientras que los ingresos del sector no. ¿Es posible mantener esta situación?

R. El precio de los alquileres es un gran problema. En el libro hice un cálculo de que el coste de la vida había subido un 42% en los últimos 20 años en Estados Unidos. Pero cuando escribí el artículo me di cuenta de que había tirado por lo bajo en mis cálculos y que realmente la cifra sería más cercana al 62%. Pero eso es algo que está ocurriendo en todo occidente; me han dicho, por ejemplo, que también se ha vuelto imposible vivir en Madrid con un salario corriente.

La verdad es que desde que escribí el libro (se publicó originalmente en inglés en junio de 2020), y sobre todo después de la pandemia —escribí un artículo para ‘Harper’s’ donde actualizo mi libro en el contexto pandémico—, creo que necesitamos que de verdad se implante un salario mínimo vital, una mayor partida presupuestaria destinada al arte y tenemos que intentar cambiar las formas de consumir. Lo que he intentado con este libro es abrir los ojos a la gente sobre las consecuencias de los nuevos modelos de consumo. No solo porque este modelo no sea justo para con el artista, sino porque el arte en sí se está perdiendo. El arte se está volviendo cada vez más superficial, un mercado lleno de cosas que están más o menos bien, pero pocas son geniales, y la razón es porque los artistas no tienen tiempo para hacerlas geniales.

“El arte se está volviendo cada vez más superficial, un mercado lleno de cosas que están más o menos bien, pero pocas son geniales”

P. En ‘La muerte del artista’ también acusa a una corriente mayoritaria en la que los creadores medios, normalmente más interesados en cuestiones menos prácticas y con una ideología dominante tendente a la izquierda, de no querer participar —al menos, públicamente— en el juego capitalista y de no hablar de dinero. ¿Tiene que cambiar la relación de los creadores con las cuestiones laborales y materiales?

R. Es muy importante que la gente —y, entre ella, los artistas— hablen abiertamente de dinero. Es muy importante comunicárselo al público para que entienda que la situación del artista normalmente no es de privilegio, pero también es muy importante para crear un clima de solidaridad laboral. Si nadie sabe lo que le están pagando al de al lado, ni a los acuerdos que se llegan no solo con las plataformas, sino con las salas, los festivales y los sellos. Cuando digo que ciertas industrias culturales no deberían verse como ‘el mal’ en comparación con las grandes tecnológicas, porque hay un interés común entre esas empresas intermedias y el artista, también hay que reconocer que dentro del sector artístico esos dos categorías —artista y empresa— entran también en conflicto. ¿Cuánto pagan las salas de conciertos a los músicos? ¿Cómo son los contratos de los escritores con las editoriales?

P. También propone la sindicación como una forma de mejorar la negociación con las grandes compañías, pero, en un gremio tan personalista, ¿puede germinar esta idea?

R. El otro día ‘The New York Times’ publicó un artículo sobre el proceso de sindicación dentro de ‘The New Yorker’ y cómo las grandes firmas no han participado porque el resto de la plantilla, aparentemente, no confiaba que ellos no diesen el chivatazo a la dirección. Al final, estas grandes firmas se reunieron y empezaron a hablar de lo que les pagaban y se dieron cuenta de que a cada uno cobraba una cifra diferente porque todos habían firmado acuerdos privados y porque no están sindicados. Y esa toma de conciencia es muy importante en este tipo de luchas.

Es verdad que es un gremio muy individualista y muy personalista. Además, es un tipo de trabajo muy difícilmente comparable al de, pongamos, una cadena de montaje o en una tienda donde todos los puestos de la misma categoría son, más o menos, equiparables. Cada artista hace algo diferente. Pero eso no significa que no puedan unirse. En el libro hablo de W.A.G.E. —que son las siglas en inglés de Artistas Trabajadores en una gran Economía—, que es una asociación enfocada a cómo los artistas visuales se relacionan con las instituciones que exhiben su trabajo para encontrar una fórmula estándar.

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Es verdad que, según lo que me dijeron ellos mismos, cuanto más exitoso es el artista menos participan en este tipo de negociaciones colectivas, porque sienten que se merecen mejores condiciones que los demás. Si la actitud del público tiene que cambiar, la del artista tiene que cambiar también. Luego hay categorías laborales que no tienen derecho a sindicarse. No es lo mismo trabajar en un periódico a sueldo fijo que trabajar para varios sitios a la vez, como ocurre normalmente con los artistas, y aun siendo los más vulnerables las leyes no los protegen. Antes lo más habitual era trabajar para un empleador concreto. Pero cada vez más y más gente es autónoma, no solo en el arte, en todo tipo de profesiones, y esos son los trabajadores más vulnerables.

P. Muchos artistas se quejan de que, a pesar de tener millones de escuchas en Spotify, no ven un euro de beneficio. ¿Debe legislar el Estado los límites en este tipo de relaciones comerciales tan desiguales?

R. En mi artículo hablo de varias organizaciones, como el Sindicato de Músicos y Trabajadores Aliados (UMAW), que se están enfrentando a Spotify para pedir mejores tarifas para el ‘streaming’ de su obra. El problema es que hay millones de músicos y si piden que les suban las tarifas por reproducción, Spotify les dirá que se vayan a otro lado con su música. No tiene que ver con cambios legislativos, sino con negociaciones colectivas. Además de cambiar la corriente de opinión sobre estas plataformas, creo que si las grandes estrellas prestasen su voz a estas causas, la capacidad de negociar sería mucho mayor para los artistas. El problema es que desde la aparición de Napster, la gente se ha justificado a la hora de piratear contenido con el cuento de que todos son multimillonarios. Pero no sé hasta dónde se puede llegar con o sin la intervención del Estado.

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Daniel Ek, CEO de Spotify. (Reuters)

P. Además, son empresas supranacionales. ¿Cómo controlarlas en un mercado digital global mientras existan diferentes legislaciones en diferentes países?

R. Creo que si la Unión Europea se coordinase a la hora de legislar respecto a la piratería y a las plataformas, les iría mucho mejor allí. No sé si has oído hablar del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica que han tumbado los progresistas que creo que no entendían bien lo que se jugaban en él, porque una cosa que hacía era proteger los derechos intelectuales frente a prácticas como las que utiliza China en una escala masiva y que atentan contra esos derechos. Para combatir a las plataformas y a estos monopolios globales es verdad que debería haber estructuras gubernamentales globales.

P. También indica que esta precarización general del sector no favorece la diversidad artística. ¿Solo la gente con un sustento económico podrá dedicarse al arte y, si en la pobreza intervienen cuestiones como la raza y el género, al final el arte volverá a ser un feudo de las élites?

R. En Estados Unidos, el presupuesto total destinado al arte es de alrededor de 1.000 millones de euros, que es muy escaso. No existen el tipo de becas que tenéis en Europa. Así que el artista pobre y joven simplemente intenta sobrevivir con el agua al cuello. Está desapareciendo la posibilidad de convertirse en esa clase media en la que no eres ni el artista multimillonario ni vienes de familia rica, pero puedes vivir dignamente de tu arte. La base para cualquier artista es la libertad y esa libertad necesita de tiempo para no preocuparse por el tiempo, y eso se consigue con una estabilidad económica. Existen fórmulas a las que los artistas están empezando a acogerse como el arte de marca (‘branded art’), en la que una marca pide al artista una colaboración; muchos de ellos te dicen que no es tan malo como lo pintan, pero yo me inclino a pensar que eso compromete la integridad de la visión artística. También han aparecido fórmulas como el micromecenazgo, pero eso obliga en cierta forma al artista a que su obra contente a todo el mundo y el arte, precisamente, debe hacer escuchar al público cosas que no quiere oír y debe ponerle en una posición incómoda, no plegarse a sus demandas.

“El arte debe hacer escuchar al público cosas que no quiere oír y debe ponerle en una posición incómoda, no plegarse a sus demandas”

P. ¿Cree que las empresas tecnológicas del sector del cine están monopolizando el sector cultural y, por ende, comprometiendo la creación artística?

R. Como consumidor de ‘productos’ de Netflix en Estados Unidos llevo viendo un tiempo que se habla de la época dorada de la televisión, pero no es verdad. Esta época dorada fue hace veinte años con la aparición de series como ‘Los Soprano’ o ‘The Wire’, que supusieron una revolución. Ahora lo que llaman televisión elevada no es más que producciones con un presupuesto muy abultado y repartos con superestrellas, pero en el fondo es solo una fórmula o un grupo reducido de fórmulas. Netflix se está convirtiendo en el audiovisual lo que Amazon es en el campo de la industria literaria: lo que yo llamo en el libro monopsonio —es decir, un mercado en el que hay un solo comprador— en vez de un monopolio, que es una situación en la que hay un único vendedor. Hace unos años, los directores con los que hablaba decían que Netflix iba a salvar la industria. Pero después de un tiempo en el que Netflix ha hecho de todo y ha experimentado todo lo que ha podido, cuando han dado con la tecla de qué es lo que más éxito tiene entre el público, parece como que esté forzando a los creadores a amoldarse a esa fórmula.

Otra forma de constreñir al artista es que desde hace algún tiempo, y mucho más después de la pandemia, las cuestiones políticas se han entrometido en la libertad del artista. Si dices algo públicamente, Netflix o quien sea puede cancelarte y la amplitud del discurso aceptable se está estrechando cada día. Creo que la gente confunde lo que es un arte desafiante. Si lo comparas con lo que se hacía en los setenta, está claro que no. El arte no tiene que ser moralizante, sino que tiene que mostrar la verdad. La presión comercial creada por internet y la presión ideológica sobre el artista creada por la ortodoxia progresista-liberal se cruzan y hacen que, porque tu existencia es precaria económicamente, el miedo a violar las reglas sea mayor porque se depende de la buena voluntad del público de una manera que no ocurría cuando, yo qué sé, Dennis Hopper hacía lo que le daba la gana en los sesenta.

P. ‘La muerte del artista’ habla del efecto de los grandes monopsonios en el arte desde un punto de vista exclusivamente occidental. ¿Si han afectado así a la cultura hegemónica anglosajona, cómo repercute en la creación de culturas más marginales?

R. Creo que el imperialismo cultural occidental lleva teniendo lugar desde hace siglos. Creo que la globalización ha provocado un movimiento en dos direcciones: por un lado ha provocado una mayor expansión de la cultura dominante anglosajona y, por el otro, ha permitido que culturas más periféricas entren también en el mercado global. Primero, si todo el mundo en Spotify está buscando la atención de un público global, hay un tipo de canción que se puede hacer viral a nivel mundial y todo el mundo quiere conseguirlo. Todo el mundo está jugando en el mismo campo económico global y participa en las dinámicas de un mercado global. Cuento en el libro que Melvin Gibbs, que es un excelente bajista [neoyorquino], que fue a tocar a una ciudad remota en India y empezó a escuchar una música que nunca había escuchado y pidió comprar una cinta pero le dijeron que no, que eso solo se podía escuchar ahí ‘in situ’. Quiero decir, que formas artísticas muy locales no solo preservan culturas muy específicas, sino que también forman parte de una economía local. Internet te permite acceder a un público mundial, pero, por otro lado, también te hace competir con todos y cada uno de los músicos del mundo.

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