Las mascarillas han llegado. Tarde, insuficientes y rodeadas de incertidumbre, pero estas peculiaridades no contradicen su valor preventivo y simbólico, más todavía cuando las mascarillas borran la faz del individuo. Nos despojamos de identidad. Y nos convertimos en ‘sociedad’ antes que en sujetos. Hay una jerarquía, es verdad. Y hay mascarillas de más calidad, resistencia, propiedades técnicas, pero es inútil presumir de ellas porque nadie nos reconoce.
Es un escarmiento al individualismo que prepondera en el siglo XXI y una alegoría de la sociedad en estado de emergencia. Somos ciudadanos sin rostro. Nos hemos despojado de nuestro principal rasgo distintivo. Solo los ojos conservan la capacidad de identificarnos, pero de manera parcial, sin llegar a desenmascararnos del todo.
El fenómeno nos era por completo desconocido. Y sirve de pretexto para evocar un ensayo de Sebastian Junger cuyo título, ‘Tribu’, se demuestra tan premonitorio como las indicaciones del subtítulo: sobre vuelta a casa y pertenencia.
“Si el hogar es el sitio donde, cuando has de ir, tienen que ir a recogerte, la tribu sería la gente con la que te sientes forzado a compartir la comida que te queda. A los humanos no les importa la adversidad; lo que les afecta es no sentirse necesarios. La sociedad moderna ha perfeccionado el arte de hacer que la gente no se sienta necesaria”, escribe Junger en el ensayo clarividente que publicó Capitán Swing.
El texto en absoluto se refiere a la pandemia contemporánea, porque fue publicado en 2016, aunque se ha convertido en un instrumento privilegiado para reconocernos en la novedad o en el contexto de las antiguas sociedades tribales.
Expuestas como estaban aquellas a las penurias y las necesidades, estimulaban al mismo tiempo la solidaridad, el sentimiento de pertenencia. Los miembros de una sociedad tribal compartían la pobreza, pero también el tiempo y las relaciones, entretanto que la independencia económica de nuestro tiempo habría conducido al aislamiento, favoreciéndose incluso la depresión y el suicidio.
Seríamos urbanitas sobrealimentados y al mismo tiempo malnutridos, competitivos y aislados, por mucho que las cualidades de la comunicación tecnológica nos planteen la sensación de que vivimos hiperconectados.
Hasta la paz se habría convertido en un problema… por no haber sabido revestirla de valor comunitario. “Las comunidades que han sido devastadas por desastres naturales o causados por la mano del hombre casi nunca caen en el caos; si acaso, se convierten en más justas, más igualitarias y más deliberadamente equitativas”, escribe Junger.
Cuenta el periodista —y cineasta— norteamericano que las tasas de suicidio en Europa son mucho más altas en tiempos de paz; y que los desastres o las situaciones extremas producen condiciones mentales más sanas, empezando por los soldados estadounidenses desplazados a los últimos conflictos.
Junger ha concluido que la actividad en la tensión militar verdadera era mucho más gratificante que el regreso a casa. No por el placer de disparar, sino por cuanto el conflicto proporcionaba a los soldados los sentimientos de solidaridad, jerarquía, respeto, valores y hasta conciencia de la muerte.
El coronavirus representa una extrapolación de aquellas experiencias en el límite.Y una oportunidad que nos permite recapacitar sobre lo que somos o hemos dejado de ser o podemos volver a ser después de este aprendizaje forzoso.
El coronavirus ha supuesto una inversión de las prioridades. Ha suscitado una suerte de regresión
“La belleza y la tragedia del mundo moderno es que elimina muchas situaciones que exigen que la gente demuestre un compromiso con el bien colectivo”, sostiene Junger. “Aliviado de la mayoría de los desafíos de la supervivencia, un hombre urbano puede pasarse toda la vida sin tener que ayudar a nadie”. La pandemia del coronavirus ha supuesto una inversión de las prioridades. Ha suscitado una suerte de regresión. Junger no pretendía que renunciáramos a la electricidad ni que nos coordináramos para cazar bisontes. Tampoco hace apología de las catástrofes naturales, de las epidemias ni de la guerra. Sus reflexiones conciernen a la insoportable levedad que ya describió Kundera. Y a la paradoja de un mundo infelizmente feliz donde proliferan el aislamiento, el individualismo y la falta de rituales compartidos.
Los tenemos delante ahora de nosotros. Aplaudimos a las ocho de la tarde. Nos uniformamos con guantes y mascarilla. Saludamos a los vecinos del otro lado de la calle. Nos ofrecemos a llevar comida y medicamentos. El coronavirus nos ha devuelto una conciencia social que habíamos olvidado.
Reconocerse en una comunidad sería la mejor forma de reavivar la hormona de la oxitocina, esa que se dispara en la lactancia, pero también en la cooperación grupal, especialmente si elegimos una causa filantrópica y una tribu que no exija renunciar a la libertad.
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