¡Alto ahí! Resulta que uno de los movimientos sociales más poderosos de los últimos años nació en una reunión de publicistas. Nos referimos a Occupy Wall Street, y la anécdota la vuelve a detallar el activista David Graeber en Somos el 99% (Una historia, una crisis, un movimiento), libro que este mes verá la luz en Capitán Swing.
Cuenta Graeber que el origen del meme “Occupy Wall Street” se encuentra en Adbusters, una publicación fundada por trabajadores del mundo de la publicidad, cansados del mundo de la publicidad. Su intención era convocar una asamblea general para planificar la ocupación de Wall Street. Lo que buscaban era replicar las protestas de Grecia, donde «ocuparon la plaza Sintagma (una plaza pública junto al parlamento) y crearon una auténtica asamblea popular, un nuevo ágora, basada en los principios de la democracia directa».
Aquel era un ideal ambicioso, aunque para llegar a él antes tendrían que superar un problema importante: “sacar esas ideas del gueto del activismo, y llevarlas ante el gran público”. La solución que los ideólogos de Occupy Wall Street propusieron, en cambio, difería poco de los principios básicos de la publicidad capitalista que tanto detestaban: “coge un eslogan llamativo, asegúrate de que expresa lo que tú quieres y no dejes de machacarlo”.
Está claro que funcionó.
Eso sí, la idea de que unos publicistas estadounidenses copien las protestas griegas y las difundan bajo un empaquetado cool es digna de todo tipo de sospechas. ¿Nos encontramos ante la enésima merienda de la contracultura por parte del capitalismo? Al menos aquí, puede que la historia sea un poco más compleja.
La política es el nuevo indie
Una de las críticas más perezosas que en su momento se hicieron a movimientos como Occupy o el 15-M aludía al hecho de que los activistas usaran iPhones, o se organizaran en redes sociales. Se daba por hecho que si estabas en contra del sistema, necesariamente tenías que peinar rastas, vestir con camisetas de Bob Marley, y comunicarte a través de un envase de yogur conectado a un hilo. Sin embargo, el principal mérito de Occupy y el 15-M fue romper la presa que separaba dos mundos aparentemente opuestos.
Digamos que a partir de entonces, ya no eras precario o emprendedor, moderno o perroflauta, proletario o profesional liberal… De hecho, si tenías menos de 35 años, había un 99% de posibilidades de que fueses todo a la vez. O sea, un emprendedor precario: la clase de persona que aparentemente disfruta de las comodidades de la vida moderna —viajes baratos, nuevas tecnologías, cultura accesible— pero cuya estabilidad laboral está expuesta a infinidad de riesgos.
O como cuenta Graeber en su libro: “mientras redacto esto, uno de cada siete estadounidenses está perseguido por una empresa de cobro de deudas; al mismo tiempo, y según un reciente sondeo, por primera vez solo una minoría de estadounidenses (45%) se describen a sí mismos como “clase media”.
Paralelamente, aquellos publicistas empeñados en hacer llegar al gran público las reivindicaciones de la minoría activista consiguieron otras cosas. Por ejemplo, incorporar la política a la conversación juvenil. A partir de ahí, el raro no era quien sacara a relucir sus inquietudes políticas en mitad de una conversación. Al contrario, el raro era quien careciera de inquietudes.
Tras varias décadas de juventudes aleladas por inyecciones letales de cultura pop, la política era el nuevo indie. Por fin.
Tiempos de mestizajes
En 2013, Matthew Frost consiguió una de las mejores parodias sobre el mundo de las tendencias. El vídeo se llamaba “ Fashion Film”, y venía a decir que si el hipster en puridad existe —con sus vinilos de los sesenta, su fascinación por la nouvelle vague y su afectación extrema—, sólo podía hacerlo en la mente de algún publicista enfermo, demasiado mayor para entender qué sienten los jóvenes de verdad. De la misma manera, la última caricatura del perroflauta, entendido como sinónimo de joven con intereses políticos, ya solo queda en aquel famoso clip de Intereconomía donde se decía que «la acampada huele a porro”.
Del manifestante que retrata la brutalidad policial con su smatphone al diseñador cuya renta anual equivale al de un operario no cualificado, es evidente que nuestra época se presta a toda clase de mestizajes.
Más aún si hablamos de política.
Discutiendo acerca de la implacable estrategia de comunicación de Podemos, el filósofo Santiago Alba Rico publicaba hace unos meses uno de los ensayos más lúcidos sobre la figura de Pablo Iglesias: “lo contrario de visibilidad es asimismo ‘pureza’, pero por eso mismo la pureza conduce fatalmente a las tinieblas. Como antropólogo del capitalismo, choco con esta contradicción casi insuperable: la visibilidad es corrupción, la invisibilidad es muerte. Hay que jugársela, porque la pureza es tan elitista como la riqueza, pero socialmente impotente”.
Por supuesto, el movimiento Occupy que Graeber retrata participa en esta compleja ecuación: se trata de un proyecto mestizo, inclusivo y que no teme a la visibilidad, y por tanto a la corrupción. Sus integrantes hablan el idioma del capitalismo, porque es ahí donde han sido educados. Sin embargo, lo hacen desde el lado de la mayoría oprimida.
Hay cosas que no cambian
A través de sus infinitas mutaciones, es incontestable que al menos en España el movimiento 15-M ha tenido un éxito arrollador: ahí queda la creciente educación en materia de feminismos, la aguda crisis de representación de los principales partidos políticos, el auge imparable de las nuevas voces, la aparición de nuevos independentismos, el agotamiento de la Cultura de la Transición, los nuevos municipalismos, etcétera.
Precisamente porque los frentes políticos abiertos hoy son incontables, repasar a Graeber se convierte hoy en un ejercicio purificante. Porque para saber a dónde vamos, es indispensable refrescar nuestra historia, conocer quiénes somos y saber a qué nos oponemos. Y a pesar de los constantes terremotos políticos que se han sucedido en los últimos tiempos, hay cosas que no cambian. Por ejemplo, que seguimos siendo el 99%.
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