“¿Por qué, si hay ángeles, no hay ninguno que tenga la obligación de impedir aquí en la tierra cosas que sólo deberían suceder en lo más profundo de los infiernos? Escribo esto con palabras corrientes, lo escribo como cualquier otra cosa, y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas una a una contra el cielo para que alguno de ellos se diera cuenta de que aquí abajo tiene obligaciones. Quizá me condene a mí misma con estas palabras, pero a mí me corresponde escribirlas”.
Durante seis semanas, la poeta austríaca Christine Lavant estuvo internada en el hospital psiquiátrico de Klagenfurt y escribió estas líneas. Era 1935 y tenía veinte años. Hija de padre minero y de madre costurera, y la menor de nueve hermanos, sumidos todos ellos en la miseria, era admirada por Thomas Bernhard, quien decía de ella que su trabajo merecía ser conocido en todo el mundo y que su testimonio era la demostración evidente de “un mundo destruido”. Sin embargo, no sólo Lavant vivió en primera persona los horrores del encierro pese a que, tras un intento de suicidio, ingresó en el sanatorio de forma voluntaria.
Desde que los primeros hospitales psiquiátricos vieran la luz a finales del siglo XVIII con el objetivo, inicialmente, de separar a los enfermos mentales, del resto de la sociedad por ser considerados inadaptados morales, y favorecer la estabilidad, el reposo y el tratamiento de los internos, la literatura ha reflejado con detalle las deplorables condiciones de vida en los manicomios y el modo en que se vieron afectadas sobre todo las mujeres, eternas enfermas para una sociedad que las presuponía más proclives que los hombres a padecer trastornos mentales, enajenación e histeria.
Si el sello Errata Naturae ha rescatado recientemente el testimonio de Lavant bajo el título Notas desde un manicomio, en los últimos meses otras tantas editoriales nos han acercado, en castellano, las trágicas vivencias de mujeres que, como la escritora, sufrieron acusaciones y vejaciones por enfrentarse a los cánones sociales de la época, a las convenciones que no entendían de talento, genio y furia femenina y, con ello, contemplaron su propio descenso a los abismos de la locura.
Entre ellas, la escultora Camille Claudel, hermana del poeta Paul Claudel y alumna, primero, y musa, después, de Auguste Rodin. A lo largo de treinta años permaneció confinada en el manicomio de Montdevergues. Antes de ser enviada al sanatorio por orden de su familia, en el taller de Rodin, ubicado en la Rue de l’Université de París, la joven de 19 años aprendía a esculpir: “nadie podía decir lo contrario, ni siquiera aquellos que consideraban que no tenía necesidad alguna de hacerlo; nadie podía discutir que ella ya sabía”, narra la escritora Michèle Desbordes (1940-2006) en El vestido azul (Periférica).
Amante del creador francés durante catorce años, en la mañana del 10 de marzo de 1913, concluida la relación, viéndose recluida en su casa taller y en medio de la escasez, el abandono y de agudas crisis nerviosas, enfermeros de enormes batas blancas irrumpieron en la estancia para trasladarla al sanatorio de Ville-Évrard. Cuatro meses después la internarían, de forma definitiva, en Montdevergues.
“Y me parece que ya por entonces hablaba del final de las cosas (…) Debía de saber que aquella mañana de marzo llegaría, que aquel momento llegaría, fuera o no una mañana de marzo; y grandes y pesados caballos venían a llevársela lejos de casa”. Desbordes relata con ferviente prosa, como si hubiera estado presente en el momento en el que Claudel oyó el ruido de los caballos aproximarse a su taller y el chirrido de las ruedas sobre el adoquinado. Recordada por obras como La edad madura o El gran vals, la escultora fue llevada a la fuerza por los médicos –“como habrían porteado un paquete, un objeto que estorbara y que tuvieran que entregar sin demora”, relata Desbordes–, y durante treinta años esperó a su hermano, que tan sólo fue a visitarla siete veces.
A la historia de Lavant y Claudel debemos sumar la de la pintora y escritora Leonora Carrington, quien en 1937, con veinte años, conoció a Marx Ernst y, desde Londres, donde vivía, se fugó con él a Francia, donde entró en contacto con los círculos surrealistas de París. Sin embargo, cuando en 1940 Ernst fue declarado enemigo del régimen de Vichy y trasladado a un campo de concentración, Leonora emprendió de nuevo la huida. Con evidentes signos de trastorno psicológico, fue ingresada por su padre en un sanatorio de Santander, entre cuyos muros fue víctima del infierno al que la sometió el doctor Luis Morales.
Si durante décadas La Salpêtrière de París –baluarte de la neurología y la psiquiatría en el siglo XIX–, entre otras muchas instituciones dirigidas al tratamiento de las enfermedades mentales, fue considerada como una suerte de infierno femenino situado al margen de una ciudad preparada para vivir su belle epoque, como señala Georges Didi-Huberman en su libro La invención de la histeria, en el de Santander la autora inglesa nacionalizada mexicana descubrió el sadismo y el dolor. Carrington llega a preguntarse si el lugar en el que permaneció enclaustrada, en su caso durante cinco días, “era un hospital o un campo de concentración”.
Dejó constancia de ello en el dietario Memorias de abajo en 1943 (Alpha Decay), en el que recuerda lo doloroso que fue el primer despertar a la conciencia: “me creí víctima de un accidente de automóvil (…) Me habían abofeteado y atado con correas, y me habían obligado a tomar alimento a través de unas cánulas introducidas por las ventanas de la nariz”. Cuando pidió ser liberada de las cuerdas, la enfermera que la custodiaba, por toda respuesta, le espetó: “¿va a ser buena?”. Carrington, recordando el sufrimiento y el desconcierto que la situación le generaba pero, sin embargo, sin caer en la trampa de la autocompasión, asegura en su relato que lo único que deseaba en ese instante era “ser buena con el mundo entero” y, pese a ello, “aquí estaba, atada como un animal salvaje”.
Su historia llevó al surrealista André Breton a interesarse por la histeria y la locura mientras otro miembro del movimiento en ciernes, René Crevel, se veía sumido en la postración durante largas temporadas en sanatorios suizos –experiencia tras la cual publicó la onírica ¿Estáis locos? (2007, Cabaret Voltaire)– para restablecerse de la tuberculosis que, poco a poco, iría debilitándole.
El testimonio de todas ellas revela que poco habían cambiado las condiciones de los sanatorios respecto a dos siglos antes, descritos como mazmorras mugrientas y hacinadas. Hablamos de quienes ante la falta de medios económicos no podían permitirse recibir cuidados en su casa –recordemos a la esposa del señor Rochester en Jane Eyre y los tratamientos que recibía en el desván–, lo que les condenaba a la indigencia o al horror de los manicomios del siglo XIX, a ser encadenados, apaleados y sumergidos en agua helada, encerrados en una diminuta y gélida habitación durante semanas, a las purgas y la hipnosis, e incluso a ser expuestos, cada domingo, como fenómenos de feria.
Pese a la opresión a la que se hallaban sometidas las mujeres durante la época, hubo quienes se atrevieron a denunciar. La periodista neoyorquina Nellie Bly, pionera de lo que podría denominarse reporterismo encubierto, llegó a fingir estar mentalmente perturbada, superando el veredicto de un juez y varios médicos que la declararon “loca sin remedio”, para poder acceder al frenopático de Blackwell’s Island, cuyos pacientes recibían malos tratos de forma habitual. Sus posteriores testimonios sobre las deplorables condiciones del manicomio, en el que permaneció ingresada diez días, fueron determinantes para que se diese un impulso definitivo a las iniciativas de mejora de las instalaciones.
“Me alegra saber que, a resultas de mi visita al manicomio y las denuncias que le siguieron, la ciudad de Nueva York ha destinado un millón de dólares más al año que nunca antes al cuidado de los locos. Así, por lo menos, tengo la satisfacción de saber que los pobres desgraciados recibirán una mejor atención gracias a mi trabajo”, relata Bly tras su paso por el manicomio, una experiencia que Capitán Swing ha recuperado, junto a otros documentos, bajo el título La vuelta al mundo en 72 días y otros escritos.
Podríamos citar a muchas más: Charlotte Perkins, afectada por una depresión postparto que la llevó a buscar ayuda especializada de un neurólogo, Silas Weir Mitchell, que le aconsejó una cura de descanso de sus quehaceres intelectuales y llevar a cabo una vida lo más doméstica posible, lo que inspiró su obra más célebre, El papel pintado amarillo (1892); Sylvia Plath, quien, debido a sus intentos de suicidio, ingresó en el Hospital McLean de Boston y narró su experiencia de forma semibiográfica, a través de su alter ego Esther Greenwood, en La campana de Cristal (1963); Zelda Fitgerald, internada en un sanatorio de Francia como consecuencia de la esquizofrenia que le fue diagnosticada y cuyo incendio, en 1948, acabó con su vida.
Otro episodio trágico fue el que sufrió, en 1946, la escritora Mary Jane Ward, diagnosticada erróneamente de esquizofrenia, motivo por el que fue ingresada en el hospital Rockland de Nueva York. La experiencia que vivió tras los muros del sanatorio –largos periodos de inmovilización y aislamiento, salas atestadas de internos sometidos a baños helados y a la suciedad imperante del lugar ante la indiferencia de los médicos– le llevó a escribir Nido de víboras.
La historia de la psiquiatría es un recorrido a través de la confrontación de teorías y la experimentación. Con el paso del tiempo llegaron los comas inducidos, las inyecciones de morfina, las lobotomías…, así como una peculiar investigación. Esta fue la llevada a cabo, en 1959, por el psicólogo norteamericano de origen polaco Milton Rokeach, quien, en el manicomio estatal de Ypsilanti (Michigan), creó un grupo terapéutico conformado por tres pacientes que creían ser Jesucristo con el objetivo de analizar los sistemas de creencias y los mecanismos de construcción de la identidad de las personas. En 1964, Rokeach publicó el informe del proceso bajo el título Los tres Cristos de Ypsilanti, que la editorial Impedimenta tradujo en 2016 por primera vez al castellano.
Acababa de iniciarse la profunda crisis que en la década de los sesenta azotaría la psiquiatría y la aparición de movimientos que clamaban a favor de su erradicación y de la supresión de los hospitales mentales y, en medio de tales circunstancias y entre los dardos que recibirían sus profesionales, saltaría a las pantallas, en 1975, Alguien voló sobre el nido del cuco, basada en la novela homónima de Ken Kesey y símbolo del sentimiento creciente contra la psiquiatría.
En España, Torcuato Luca de Tena ingresó durante dieciocho días en el manicomio de Conxo, en Santiago de Compostela, con el objetivo de convivir directamente con enfermos mentales y estudiar el funcionamiento de estas instituciones en una época, además, de marcadas transformaciones políticas y sociales. La experiencia le sirvió de base para publicar, en 1979, Los renglones torcidos de Dios, un relato ficticio alejado, sin embargo, de las severas críticas que ya habían efectuado Kesey o David Rosenhan –“si la cordura y la locura existen, ¿cómo podemos distinguirlas?”– en Estados Unidos.
Pero si alguien ha descrito –y vivido– con profusión la experiencia del encierro ha sido Leopoldo María Panero. El novísimo ingresó por primera vez en un psiquiátrico en los años setenta, lo que no le impidió desarrollar una fructífera producción no sólo como poeta sino también como traductor, ensayista y narrador. En uno de sus poemas afirma: “la vida es una enfermedad incurable y sólo escribir nos salva de ella”.
A finales de los ochenta fue internado en el sanatorio de Mondragón y una década después, y ya de forma voluntaria, en la unidad psiquiátrica de Las Palmas de Gran Canaria o, como él la llamaba, el manicomio del doctor Rafael Inglott. “Yo en la vida siempre he vivido en el infierno”, llegó a manifestar como consecuencia de sus continuas idas y venidas. De sus ingresos nacieron, entre otros numerosos textos, sus Poemas del manicomio de Mondragón, en los que relata cómo “en el obscuro jardín del manicomio / los locos maldicen a los hombres / las ratas afloran a la Cloaca Superior / buscando el beso de los Dementes…”
Lo cierto es que, prácticamente desde los inicios de la existencia de la psiquiatría, y durante cerca de dos siglos, el único tratamiento al que la mayoría de los enfermos se vieron inevitablemente abocados fue la reclusión y la literatura no ha hecho más que reflejar las múltiples experiencias narradas entre sus decrépitas paredes. No son pocas las obras de ficción que, salpicadas de elementos reales, se han empapado de las vivencias registradas dentro de los sanatorios. Lo ha hecho incluso con sátira.
En Los palimpsestos, de Aleksandra Lun (2015, Minúscula), Czesław Przęśnicki se somete en un hospital psiquiátrico de Lieja a la terapia bartlebiana –en clara referencia a Bartleby, el escribiente, de Herman Melville– aplicada a los afectados por el síndrome del escritor extranjero. El objetivo, su reinserción en la lengua materna y que olviden los otros idiomas en los que han escrito sus obras. El antártico, en el caso del personaje principal. “El extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla”, expone en sus páginas.
El polaco Stanislaw Lem también dejó su impronta y no sólo en el área de la ciencia ficción, en la que es uno de los autores más reconocidos a nivel mundial. En 1948 escribió su primera novela –pese a que la censura comunista impidió que viera la luz hasta 1955–, El hospital de la transfiguración (2008, Impedimenta), ambientada en los primeros meses de la invasión nazi. En ella, Lem narra la historia del joven doctor Stefan Trzyniecki, quien encuentra empleo en un hospital psiquiátrico enclavado en el interior del bosque y cuyos horrores –el atroz tratamiento que reciben los enfermos y, en esencia, la degradación humana alcanzada entre sus muros–, transcurren ajenos a la locura que se expande en el exterior.
Revelador es el diálogo entre Stefan y su compañero Staszek cuando aquél, recién llegado, le comenta que sabrá arreglárselas mientras recibe instrucciones sobre el funcionamiento del manicomio. “No, no creo que sepas”, le responde tajante su interlocutor: “lo único que hiciste durante la carrera fue superar un examen de psiquiatría; y luego tuviste en observación a un paciente: un caso neurológico (…) Verás, la terapia no es nada del otro mundo. Hasta los cuarenta, los locos padecen dementia precox: baños fríos, bromuro y escopolamina. Pasados los cuarenta, padecen dementia senilis: escopolamina, bromuro y duchas frías. Y electroshocks para todos, por supuesto. Y a eso se limita toda la psiquiatría… Pero aquí, amigo mío, somos como un islote en un mar extraño. Y te digo que si no fuera por el personal, si no fuera por… pero qué más da, con el tiempo lo comprenderás. Valdría la pena pasar toda la vida aquí y no necesariamente como médico”.
Esther Ballesteros
Ver artículo original