La investigación sobre Theranos o cómo el periodismo puede salvar vidas

Por La Vanguardia / EFE  ·  06.12.2019

El periodista John Carreyrou, del Wall Street Journal, denuncia en un libro las falsedades y el fraude que se escondían tras la empresa Theranos, en una investigación que puede haber salvado vidas de personas que confiaban su salud a las analíticas de sangre que supuestamente se hacían con una tecnología punta.

Carreyrou ha recogido su investigación en un libro, «Mala sangre. Secretos y mentiras en una startup de Silicon Valley» (Capitán Swing), que ahora se ha publicado en castellano.

Carreyrou, dos veces ganador del Pulitzer, ha entrevistado para su libro a más de 150 personas, de las que unas sesenta son antiguos empleados de esta empresa, en la que invirtieron conocidos nombres de la política, como Henry Kissinger o Georges Shultz, y de los mercados, como Rupert Murdoch, entre muchos otros.

La idea de Holmes era revolucionar la extracción y análisis de sangre con una tecnología basada en recoger unas gotas de sangre con un pequeño pinchazo en el dedo y analizarlo al momento en una máquina de última tecnología creada por Theranos.

Esta tecnología tuvo nombres como Edison y miniLab, pero había un problema: no funcionaban, y podían poner en peligro a las personas que confiaban en las analíticas de sangre realizadas con ella.

El periodista consiguió hablar con el director de laboratorio de Theranos, Alan Beam, que confirmó que los dispositivos de la empresa no funcionaban y eran propensos a cometer errores, además de fallar constantemente en el control de calidad.

Además, Theranos los usaba solo para un pequeño número de pruebas y la mayoría las hacían instrumentos que ya estaban en el mercado y diluían muestras de sangre.

Los responsables máximos de Theranos, Holmes y su pareja y presidente de la compañía, Ramesh ‘Sunny’ Balwani, no querían que los inversores y el público en general supieran que su tecnología era limitada, por lo que habían ideado una forma de ejecutar pequeñas muestras procedentes de una punción digital en máquinas convencionales, expuso el director de laboratorio.

«Eso implicaba diluir las muestras de sangre para hacerlas más grandes», explica el periodista, que añade que el problema es que cuando se diluyen las muestras se reduce la concentración de analitos en sangre a un nivel que las máquinas convencionales ya no pueden medir con precisión.

La cuestión es que Holmes había conseguido ‘vender’ sus aparatos de análisis de sangre en la cadena de tiendas de farmacia Walgreens, con lo que muchos usuarios de las mismas podían recibir unos resultados de sus análisis no fiables, especialmente por lo que se refiere al sodio y al potasio, indicó al periodista el director del laboratorio.

Theranos, explica el autor del libro, llegó a ser valorada en 9.000 millones de dólares, y contó con la presencia entre sus inversores del multimillonario mexicano Carlos Slim; el industrial italoamericano John Elkann, de la familia Agnelli y que controla la Fiat Chrysler Automobiles; el dueño de los New England Patriots, Bob Kraft, y el conocido Rupert Murdoch, entre muchos otros.

El ex secretario del Tesoro de Estados Unidos George P. Shultz fue de los más fieles inversores que se implicaron en esta empresa y que creyó en Holmes hasta el final, incluso por encima de la opinión de su propio nieto, Tyler, que trabajaba en Theranos y que dimitió ante el cúmulo de falsedades que había constatado.

El autor del libro sostiene que «Holmes sabía exactamente lo que estaba haciendo y se hallaba decididamente al mando» de Theranos y afirma que «fue la manipuladora» que se fue metiendo a la gente en el bolsillo, «obnubilados por la mezcla de encanto, inteligencia y carisma» de la impulsora, cuya «brújula moral estaba bastante torcida», ha opinado.

La empresa transitó por el complejo mundo de Silicon Valley entre los años 2003 y 2017, gracias, en gran parte, a la paranoica cultura de confidencialidad que impusieron Holmes y su presidente, Sunny, lo que llevaba a una gran rotación de trabajadores que dimitían o eran despedidos de forma fulminante, sin posibilidad siquiera de recoger sus objetos personales.

Los empleados eran obligados a firmar contratos de confidencialidad al entrar en la empresa y también al irse, lo que les obligaba a un silencio absoluto, y a una absoluta lealtad y devoción.

Ver artículo original