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La insurrección artística de Viktor Shklovski

Por Eldia.es  ·  04.04.2020

En 1978, se consideraba a Viktor Shklovski como una reliquia. Sus detractores no le habían perdonado por inclinarse ante la presión oficial casi cuarenta años antes y retractarse de los preceptos más impetuosos, insurreccionales e implícitamente antisoviéticos del Formalismo. No hacían más que interpretar sus propias reglas: el arte no está vinculado al dogma o al Estado o como el propio Shklovski había dicho: “Un escritor nunca debe ser obligado a arrodillarse”. Cuando oía a los jóvenes rusos clasificarlo como un intelectual del establishment estallaba de indignación.

Shklovsky había emprendido una revolución artística que era paralela pero no siempre coincidía con la de los bolcheviques. Por ello estaba en juego la liberación de la conciencia humana; Shklovsky había visto al menos a dos hermanos y a la mayoría de sus amigos, Vladimir Mayakovski, Osip Mandelstam y Yevgeny Zamyatin, desaparecer, ejecutados, conducidos al suicidio o al exilio, por los soviéticos. Él mismo había sido herido dos veces luchando por una revolución que había comenzado a cazarlo y humillarlo; soportó el frío, el hambre y se retorció a través de años de silencio bajo el peso de la censura, sometido al imperio de los tontos arbitrarios.

¿Él, el establishment? ¿Qué clase de tontería era esa? Shklovsky había luchado desde el principio por una noción de arte directamente opuesta a las piadosas realidades socialistas que dependía de la necesidad de ir más allá de los modelos establecidos, para poder ver el mundo de nuevo en su crueldad y esplendor. Había estado en desacuerdo con el estado burocrático que se congeló a raíz de la revolución, con la superficialidad depositada en los sentidos, con el asesinato interminable de la realidad real. La innovación debía manifestarse en el arte. Había escrito en 1970 que el ser humano lucha por buscar y alcanzar nuevos tipos de felicidad. Pero la edad suavizaba al insurrecto.

En Occidente, Shklovsky sufrió una vergüenza aún mayor: la del olvido. El Formalismo sobreviviría como un epíteto académico, una abreviatura indulgente de la abstracción al margen del tirón de la historia. La Guerra Fría cultural garantizó que incluso el trabajo más importante suyo no se tradujese al inglés hasta unos años después, y que la escuela de pensamiento fundada por él sobreviviese en las notas de pie de página de los libros, como sucedió más tarde con el estructuralismo francés. En España no hubo traducciones de sus libros hasta el inicio de la década de los setenta del pasado siglo. En 1972, Anagrama publicó un volumen suyo sobre Maiakovski y el Viaje sentimental (1923), unas memorias de sus incursiones en Rusia, Persia, Ucrania y el Cáucaso, durante el período de la Revolución, que ahora ha recuperado la editorial Capitán Swing.

El formalismo de Shklovsky, guarda poca semejanza con cualquier escuela de crítica literaria que haya surgido en Occidente en el siglo pasado. Nació no en la academia sino fuera, en la vanguardia literaria y acompasando a la Revolución Rusa. Aunque los formalistas insistan en el divorcio de la literatura de los acontecimientos mundanos, el formalismo se desarrolla sin apenas distanciarse del tumulto que sacudió a Europa durante la mayor parte del siglo XX. Cuando estalló la revolución en febrero de 1917, Shklovsky la saludó como “un carnaval alegre, ingenuo y desordenado”. Era un insurrecto diferente a Lenin o Trotsky. La revolución, como más tarde explicó, significaba a la vez “la dictadura y la libertad del arte”.

A principios de la década de 1910, Shklovsky se había hecho amigo de los jóvenes poetas futuristas Khlebnikov y Maiakovski y, aunque todavía era estudiante, poseía el título de campeón teórico de los futuristas. Para ellos, el mundo estaba tan enfermo y paralizado por las formas gastadas que ni siquiera se podía percibir adecuadamente. A partir de una poética radical, Shklovski y algunos camaradas fundaron Opoyaz, acrónimo de sociedad para el estudio del lenguaje poético, el núcleo del movimiento crítico que dejaría paso al formalismo ruso, en la cocina de un apartamento abandonado de San Petersburgo. Como escribió Tzvetan Todorov, “Shklovski es una de las figuras indispensables para comprender la vida cultural rusa de principios del siglo XX”. Y Viaje sentimental, una lectura recomendada para estos tiempos de enfermedad y recogimiento.

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