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La importancia del lenguaje como experiencia de la violación: No es para tanto, de Roxane Gay

Por Lit Fem  ·  14.12.2018

No es para tanto (2018), de la escritora, profesora y editora estadounidense Roxane Gay, autora de otros libros en esta misma línea como Mala feminista (Capitán Swing, 2016) y Hambre (Capitán Swing, 2018), es una antología de ensayos —desde un punto de vista puramente experiencial— de la violación, el abuso, la agresión y la violencia sexual que experimentan las mujeres de forma cotidiana.

Una de las particularidades de estos testimonios es que pertenecen a personas que son profesionales de la literatura y del lenguaje: periodistas, escritoras, editoras, críticas, doctoras… todas y cada una de ellas conoce la importancia de las prácticas discursivas, que permean la realidad como condición primera para su existencia. Como sabemos, no hay una existencia de la realidad per se, sino que esta se construye socialmente por medio de discursos que definen el régimen de los objetos. Existe una relación dialéctica entre el discurso y la estructura social: una época jamás puede preexistir a los enunciados que la expresan, como ya apuntara Deleuze. No será sino a partir de esta asunción que las autoras de estos textos construyan sus propias experiencias, haciendo un uso motivado del lenguaje y la estructura de su relato para poder obrar un cambio en la perspectiva de los agresores, cuya socialización en una cultura de la violación los ha convertido en monstruos banales, inconscientes de sí. Y es que como dice Gay, este es un libro para educar a los potenciales agresores, y la única manera de «llevar a cabo esta educación es desmantelando la construcción que hace pasar el abuso sexual como acto sexual» (p. 315). De esa manera, las autoras explicarán no solo sus propias experiencias, sino que desgranarán poco a poco el imaginario de sus agresores —muchos de ellos ni siquiera conciben lo ocurrido como una violación—, y qué efecto han tenido en su vida diaria.

La primera de las cuestiones que nos plantea Jana Leo —autora de Violación: Nueva York (2017)— a la hora de juzgar una agresión sexual es la imposición de preguntarle a la víctima si dijo «no», en lugar de preguntarle al agresor si dijo «sí». Esta no es una cuestión menor. Cuando se trata de definir lo que es el consentimiento, «decir que no» deposita la carga de la prueba en la víctima, desplazando el discernimiento de la culpabilidad en su persona y preparando el terreno para los cuestionamientos acerca de su vida sexual, su ropa o su comportamiento. Al fin y al cabo, la prueba de si ha sido violada  reside solamente en ella. Sin embargo, al obligar al agresor a demostrar que ella dio su consentimiento afirmativo, depositamos la carga de la prueba en él y evitamos culpabilizar a la víctima.

Siguiendo con el problema en el tratamiento del lenguaje, Roxane Gay señala la importancia de no asumir que «no fue para tanto»; ya que, al restarle gravedad a los hechos, estamos construyendo una nueva escala de valores y estableciendo una medida irreal de lo que se considera un trato aceptable, lo que acaba traduciéndose en una mayor tolerancia en las relaciones de amistad, familiares o sexo-afectivas hacia todo tipo de malos tratos y comportamientos indeseados.

Leyendo a June Jordan, Claire Schwartz entiende que debemos usar el lenguaje de manera responsable para expresar la verdad de nuestra experiencia, que hay que alejarse de los lugares comunes. Decir «me violaron» no subraya la responsabilidad del agresor de la misma forma que lo hace la frase «él me violó». Como podemos ver, la culpabilidad del acto de la violación, de nuevo, queda desplazada del agresor a la víctima. Elidir el pronombre que señala al violador en el enunciado «me han violado» invisibiliza al sujeto del verbo «violar», y traza una línea invisible entre el violador y la violación, entre el acto y el perpetrador. Ya no existe un sujeto del verbo: el verbo es el sujeto. La consecuencia de esto es la separación artificial entre el agresor y la agresión que comete; la violación ocurre y se materializa físicamente a través del violador, que en este caso no es más que un vaso comunicante, un recipiente a través del cual el acto tiene lugar. En cualquier caso, después de haberse cometido esta violación, el violador, que vuelve a ser una persona normal, ya no es dueño de ella, se convierte en un ente abstracto que posee a los hombres totalmente despojados de su autocontrol.

Y sin embargo, Schwartz no se siente cómoda con esta fórmula porque no quiere limitarse a ser el objeto de su propia narración, no quiere cederle el protagonismo del sujeto a su violador.

Los testimonios que aquí se recogen son heterogéneos, una multiplicidad de voces que se descubren personales e intransferibles a cada una de las experiencias narradas. Algunas de las protagonistas reivindican la necesidad de posicionarse como víctimas, otras como supervivientes. Algunas quieren hablar, otras deciden no hacerlo; algunas incluso protegen a su violador para salvaguardar el bienestar de su familia. Otras deciden perdonar y otras se juran que nunca olvidarán lo que les pasó. Reivindican su derecho a ser felices, pero también a no serlo. Al derecho estar enfadadas, a exponer su rabia y su dolor: «Lo que quiero es que alguien esté dispuesto a contemplar cómo me revuelvo y me vengo abajo porque esa también es la verdad, y necesito un testigo que la presencie» (p. 57). Lo importante es demostrar que no existe un perfil al que una víctima debe ajustarse para ser considerada como tal, que no hay una forma legítima de señalarse como víctima.

Como señala Zoë Medeiros en la pieza Por qué paré:

«Puedes no contar lo que te sucedió hoy y contarlo mañana, y puedes contárselo a toda la gente que conoces y luego no volver a hablar de ello. No le debes nada a nadie. Tu historia no es tu moneda de cambio para obtener amor, comprensión o lo que sea que necesitas. Tienes derecho a colmar tus necesidades sin justificar por qué las necesitas, al margen de lo que escojas revelar y lo que decidas mantener en secreto. Nadie tiene derecho a conocer esa parte de ti y tú no tienes ninguna responsabilidad […] de hacer que tu vivencia resulte más llevadera o digerible construyendo un relato que a otras personas les resulta aceptable» (p. 235).

Lo importante es articular un relato que haga justicia a tu experiencia, que se haga —y señale— responsable(s) de lo que ocurrió.

LitFem

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