El invierno que Bob Dylan tocó por primera vez en el Village, un grupo de vecinos se manifestaba contra el plan de dividir el parque de Washington Square de lado a lado con una autopista elevada de diez carriles. El plan era de Robert Moses, considerado el gran arquitecto de la metropolis moderna norteamericana. Moses se había hecho fuerte en Nueva York después de la Gran Depresión, sobre todo desde que el alcalde William O’Dwyer le hiciera “coordinador de construcción” en 1946.
Sus grandes pasiones incluían los puentes, los estadios, las piscinas y, sobre todo, las grandes autopistas cuyos peajes gestionaba con gran generosidad para consigo mismo pero también para la ciudad. Entre sus enemigos estaban los parques, los espacios públicos donde se concentraban los inmigrantes y las funciones deShakespeare in the Park, donde las compañías de teatro llevaban al parque las producciones del Bardo de manera gratuita para el publico general.
Su estrella empezó a apagarse en los años sesenta, cuando intentó tapar una zona de árboles del Central Park para ponerle garaje a un restaurante de lujo llamado Tavern-on-the-Green. Pero, sobre todo, cuando la cabecilla de los vecinos del Village publicó Muerte y vida de las grandes ciudades norteamericanas, recién publicado en castellano por Capitán Swing.
Su autora, Jane Jacobs, no era arquitecta, ni ingeniera, ni sabía nada del negocio de la construcción. Era periodista y canadiense, vecina del Village y tenía ojos en la cara. Lewis Mumford, al que Jacobs atacó por su romántica visión del barrio ideal como un suburbio urbano para vecinos que no se rozan, dijo generosamente: “Aquí había un nuevo tipo de experto, y uno muy refrescante para los círculos actuales de planificación urbana donde las mentes fascinadas por sus ordenadores se limitan cuidadosamente a hacerse sólo la clase de preguntas que sus ordenadores pueden responder y que son completamente negligentes con sus contenidos y resultados a nivel humano”.
Ella fue la que reunió a los vecinos contra Robert Moses y la que le ganó el pulso al final, convencida de que la ciudad moderna no tenía nada que ver con el proyecto higiénico de grandes bloques que sugerían los tecnócratas.
Todo para el barrio, pero sin el barrio
A pesar de la avaricia sociopática de Moses, la mayor parte de los planificadores tenía buenas intenciones. Ahora que había dinero para mejorar los espacios, querían aliviar el tráfico, desconcentrar los focos de gran densidad y diversificar los barrios, que tendían naturalmente hacia la concentración racial. Veían los conflictos y querían solucionarlos, modernizando las infraestructuras para dejarlos respirar. Pero eran “todo para el barrio, pero sin el barrio”.
A través de sus proyectos, por ejemplo, los “barrios étnicos” se fueron disolviendo hacia el extrarradio, a veces motivados por ayudas y viviendas de protección oficial, otras veces porque la renovación urbana encarecía la vida y les empujaba hacia las afueras. Este es el proceso que ahora llamamos tranquilamente gentrificación.
Jane Jacobs fue la primera persona que entendió el proceso y que lo valoró de manera negativa. La renovación superponía un orden artificial, superficial y centralista sobre la vida de los barrios que, explicó, funcionaban con un orden mucho más complejo, causa y fuente de su diversidad. Los nuevos planes eran bienintencionados pero los volvían monótonos, estériles y vulgares. Jacobs creía que había mejoras necesarias pero su fórmula era exactamente la opuesta: mejorar los barrios desde las bases y de abajo arriba, tolerando sus idiosincrasias y valorando sus conflictos como fuente de riqueza cultural.
Es la misma que propone gente como Ada Colau, más de 50 años más tarde. Pero, si estas cosas nos parecen obvias en el 2015, es precisamente gracias a Muerte y vida de las grandes ciudades. Este libro lo cambió todo, de la misma manera queSexual Politics cambió las políticas de género, La otra América cambió la políticas de ayuda social y Silent Spring cambió nuestra relación con el planeta. El mundo en el que vivimos es hijo directo de sus autores.
La densidad como foco de gérmenes culturalmente productivos
Jacobs fue también la primera en defender las manzanas cortas y las aceras largas, las plazas para dejarse ver y los rincones oscuros donde esconderse. Fue la gran promotora de los movimientos vecinales y definió los espacios públicos como un derecho de la comunidad donde se generan vínculos que no se parecen a los de ningún otro espacio social.
Jacobs hablaba de la privacidad y la seguridad que se consiguen en la multitud, y del barrio urbano como un lugar donde puedes “encontrarte con toda clase de gente sin caer en compromisos inconvenientes, sin aburrirte o buscar excusas, explicaciones, el miedo a ofender al otro (…) y toda esa parafernalia que puede acompañar relaciones menos limitadas”. De esta densidad desprovista de compromiso pero cargada de encuentros surgen los cafés, los restaurantes, las salas de jazz y las tiendas de discos de segunda mano que convirtieron el Village en un distrito histórico en el Registro Nacional de Lugares Históricos.
Aquel Village, un espacio lejano que se pobló cuando Nueva York sufrió una epidemia de fiebre amarilla en 1822 y muchos neoyorquinos huyeron al extrarradio, era entonces -junto con la Bahía de San Francisco- el lugar donde pasaban las cosas. Allí escapaban los Don Drapers a fumar porros en los locales donde tocaba el joven Dylan, paraíso de la contracultura de la costa este, cuna de la Generación Beat y pocos años más tarde, de Stonewall y el movimiento de liberación gay, el teatro alternativo y The Weather Underground. Ese es el modelo que ha regenerado ciudades desahuciadas como Seattle, Berlín o Portland. La calle, lo decía William Gibson, siempre encuentra sus propios usos para las cosas.
Nota. El artículo original decía que el libro se publica por primera vez en España. Un error; como apuntan en los comentarios, el libro ya lo publicó en España la editorial Península en 1967 (segunda edición en 1973).
Autora: Marta Peirano.
Ver artículo original