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La historia de poder de la calle donde vive

Por El Mundo  ·  11.04.2023

Las direcciones no se inventaron para encontrar el camino sino para ser controlados por el Estado. El nombre de su calle es la mejor arma de propaganda política inventada

El nombre de su calle y su número no son neutros. Esconden una historia malvada. Nacieron para orientar al fisco o al comisario, no al cartero y al turista. Se nos hizo creer que servían para encontrar el camino en una noche larga, cuando en realidad estaban para encontrarnos a nosotros.

Este yugo del poder es moderno. En la antigua Roma, una ciudad que rozó el millón de habitantes, la gente se orientaba sin necesidad de definir sus calles. Salvo algunas excepciones, que eran bautizadas con el nombre de su constructor, el urbanismo era un laberinto sólo apto, como hoy, para el romano de pura cepa. «Vivo en el callejón del que nace la casa de la familia Escipión». Con eso bastaba.

La primera identificación burocrática data de 1770. La reina María Teresa de Austria. ávida de soldados en sus guerras con Prusia, quería evitar que su plebe escapara del reclutamiento. Cuenta Deirdre Mask, autora del ensayo El callejero (Ed. Capitán Swing) que la corte de Viena envió a un pintor escoltado por una patrulla a cada pueblo de sus dominios. Su misión: clasificar cada vivienda con un número marcado a brochazos. Los números arábigos para reconocer los hogares cristianos y los romanos, los de los judíos, lo que confirma que las calles eran y son una forma de discriminación y de división según clases, riqueza y poder.

La calle es arma sofisticada de propaganda política. En España los republicanos quitaron los nombres alfonsinos, los franquistas hicieron lo mismo con los republicanos y la democracia, con los franquistas. La lucha por el poder arde siempre en la calle. Hace cinco años un historiador independentista remitió un informe al Ayuntamiento de Sabadell que recomendaba quitar la placa a Antonio Machado por «españolista» y a Goya y Garcilaso, por formar parte del «modelo pseudocultural franquista», cuando es probable que el único franco del que habían oído hablar pintor y poeta fuera Carlomagno.

Los políticos saben que el nombre de su calle es la base del condicionamiento clásico y no el perro de Pávlov. Es la forma sibilina que tiene el Estado para obligar a pronunciar al ciudadano unas palabras como credo de su influencia. Por odio que se tenga al tirano de turno nadie podía negarse a decir en su tiempo que vivía en el boulevard Adolf Hitler o que trabajaba en la plaza Stalin. Hay todavía gente mayor en Madrid que sin motivos ideológicos se refiere al Corte Inglés de Nuevos Ministerios como el de Generalísimo y a la calle del Príncipe de Vergara como General Mola. La autoridad del nombre no cesa nunca en el córtex.

En eso Madrid es iconoclasta. Es la única capital europea que pone un pasillo con seis números a su más grande victoria naval, Lepanto, y le concede una calle de barrio noble a su mayor derrota: Trafalgar. Lo que sería intolerable para un inglés o un francés al madrileño le da igual. Como que el político Bravo Murillo y el escritor López de Hoyos, personajes menores, den nombre a dos de las tres arterias más largas de la capital, mientras que otros más notables sean anoréxicos o desaparecidos del callejero.

Quizás en esa indiferencia esté la grandeza de Madrid.

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