La Guerra de los Rose de la movilidad 

Por El Periódico  ·  05.05.2023
 Las razones por las que David Lewis, por encargo de Hewlett-Packard, le colocó durante cinco años electrodos a varios conductores que cada día laborable iban en coche al trabajo y regresaban después a casa también en plena hora punta no quedan claras, porque la empresa, con sede en Palo Alto (California), es conocida, sobre todo, por sus calculadoras, cámaras digitales e impresoras, y es poco probable que quisiera cambiarle la tinta a esos conejillos de indias, pero los resultados de aquel experimento son realmente la repera. Descubrió el doctor Lewis que las pulsaciones de aquellos conductores eran, y no es una metáfora, más altas que las de una brigada de antidisturbios cuando encara a una multitud de manifestantes, con el agravante de que la policía desenfunda sus porras de vez en cuando y el uso del coche con consecuencias estresantes es algo cotidiano. “La ira crónica al volante (cito literalmente y en el siguiente párrafo les digo de dónde) puede alterar la forma de esa amígdala cerebral con formas de almendra que regula el miedo cerebral, así como matar células del hipocampo”, vamos, que, además de alterar la percepción de la realidad, produce desmemoria, o sea, que impide que la mala experiencia del viaje quede grabada como un recuerdo a retener. Ser socio del RACC para esto. Acaba de publicar Capitán Swing ‘Ciudad feliz’, un título (pido perdón a los veganos) apetitoso como una loncha de tofu. Lleva en portada la firma de Charles Montgomery. Así se llamaba el cirujano loco de la primera temporada de ‘American Horror History’, y eso podría ser un estupendo cebo, pero, ¡ay!, el Charles Montgomery de este libro es un canadiense que en la segunda línea de su currículum ya se define como gay y rural y que antes de la décima explica que su pasión es explorar la conexión entre cultura, ciencia, diseño y bienestar humano. Podría haberle dicho a Agnès Font, siempre amable enlace de Capitán Swing para estas cuestiones, que preferiría un sándwich de tofu antes que zamparme un libro con esa tapa, pero la suya es una editorial que muy raramente defrauda. Pido perdón. Habría sido un colosal error no sumergirse en las páginas de este ensayo porque, sin mencionar ni una sola vez Barcelona y su Eixample (para muchos, ombligo urbanístico del mundo), Montgomery aborda desde perspectivas muy interesantes y reveladoras todo cuanto está sucediendo en este distrito que hoy está en pleno proceso de transformación.  Permitan que, con nombres y apellidos, entresaque algunos apuntes de ‘Ciudad feliz’, libro de lectura muy recomendable para que quienes deseen huir de la actual futbolización del debate urbanístico que se practica en las redes sociales y deseen mantener una conversación bien cimentada (a favor o en contra, ustedes deciden) sobre, por ejemplo, la nueva Consell de Cent, esa calle por la que estos días merecería la pena parafrasear a Janette Sadik-Khan, comisionada del área de movilidad de Nueva York, responsable en 2009 de la audaz peatonalización de Times Square: “Nunca olvidaré aquel día. ¿Has visto ‘Star Trek’? ¿La forma en que la gente aparece con el teletransportador en la nave ‘Enterprise’? Pues algo así. ¡La gente empezó a aparecer por todas partes! Simplemente, surgían en ese espacio que habíamos creado”.  A Hans Monderman, holandés nacido en 1945 y notable ingeniero hasta su prematura muerte en 2008, hay que aplaudirle sus bemoles. Es cierto que llevó a cabo su visionario proyecto en los Países Bajos, una tierra muy fértil si de sembrar innovaciones en materia de movilidad se trata, pero incluso así sorprende lo que le propuso a las autoridades de Delft. En un área residencial de la ciudad de Vermeer propuso eliminar prácticamente todas las señales y elementos arquitectónicos que ordenaban el tráfico. Fuera bordillos, fuera carriles bici, fuera pilonas, fuera la pintura de las calzadas que delimitaba la anchura de los carriles.  ¿Han visto ustedes ‘La guerra de los Rose’? Kathleen Turner y Michael Douglas están formidables como matrimonio muy mal avenido, tanto como el de los ciclistas y los ‘cochistas’, tanto como el de los peatones y los motoristas, tanto como el de los taxistas y los ‘uberitas’, así que se señalan en el suelo, con cintas adhesivas de colores, las zonas de la casa que pertenecen a cada cual, porque la disputa de fondo es esa, quién se queda en propiedad exclusiva aquella mansión. Monderman, a su manera, interpretó en Delft el papel de Danny de Vito, el abogado que le recomienda a la pareja convivir antes de que la guerra vaya a peor. Va a peor. Lo interesante, en cualquier caso, es lo que demostró aquel ingeniero neerlandés. De repente, sobre ruedas o a pie, con o sin motor, todos los usuarios de las calles elegidas comprendieron que no eran dueños de nada y que tenían que usar el sentido común. Los conductores respetaron los andares pausados de los peatones y estos, agradecidos, cedían el paso siempre que era necesario. Se supone que Consell de Cent funcionará así, salvo que Kathleen y Michael no den su brazo a torcer. Debería ser nuestro Delft.  Un segundo personaje que Montgomery repesca en ‘Ciudad Feliz’ es Eric Britton. No es un desconocido. Cada vez que se montan en un bus o en un vagón de metro podrían hacer un brindis en su honor, pero vayamos antes al principio de su currículum, porque tiene su gracia. Hace dos o tres décadas, un consorcio industrial europeo le encargó un singular estudio. Tenía que imaginar cómo sería la movilidad en el futuro, es decir, la de hoy, pero sin cortapisas, o sea, que cualquier idea, siempre que fuera viable tecnológicamente, sería bienvenida. Sugiere Montgomery en su libro que Britton, como fue un niño que creció con ‘Los supersónicos’ en la tele, dibujó monorraíles de mercancías, hidrodeslizadores, tranvías que jamás se detenían, que solo aminoraban la velocidad y de los que había que descender y montarse en marcha…  Propuso casi de todo un poco y, lo que son las cosas, desdeñó la más simple y eficaz de las alternativas, ese exoesqueleto que multiplica la fuerza humana por 10 (o más) a través de unas arquimedianas palancas sujetas a una rueda dentada, un exoesqueleto que le dota a uno de la agilidad de un Hermes y de la capacidad de cubrir distancias que a pie serían fatigosas…, efectivamente, la bicicleta. No tuvo precisamente una epifanía sobre la movilidad con aquel encargo, porque la mayoría de sus ideas no pasaron de la categoría de ocurrencias, pero Britton se puso en pie y, sin dejar de ser ambicioso, se planteó soluciones menos supersónicas. A saber. Aconsejó sabiamente a las autoridades metropolitanas de París que aunaran en un único billete todas las opciones de transporte (es decir, concibió debería considerarse el bisabuelo de la actual T-Usual y la T-Casual barcelonesa) y, lo que es más importante, consiguió con ello que el uso del metro, el bus y el tren en la Ciudad de la Luz creciera un 40%. Hay más. Britton es también, junto con otros progenitores, padre del Día sin Coches, esa iniciativa internacional nacida en el año 2000 y que en Barcelona nunca ha terminado de cuajar, pero que septiembre de 2003 propició una anécdota inolvidable. Era alcalde entonces Joan Clos. Catalunya Ràdio le entrevistó en sus estudios de la plaza de Francesc Macià con motivo precisamente de la celebración de esa jornada reivindicativa. La primera pregunta era más que previsible. ¿Cómo ha venido hasta aquí? En coche, respondió Clos por no mentir, que habría sido peor. Después balbuceó varias excusas. Vaya aquí otro brindis por Britton, porque momentos como aquel merecen que se alcen las copas.  Si quieren saber más, por favor, ya saben, siempre es mejor el libro que la ‘newsletter’. ‘Ciudad feliz’ es un milhojas de informaciones que invitan a mirar la movilidad con otros ojos, a recelar de aquellas encuestas que ofrecen resultados que se ajustan demasiado a las teorías de quien las encarga. Es un enfoque de la cuestión desde todo tipo de perspectivas. Desde la biológica, pues no está de más recordar que “hemos nacido para movernos, no para ser transportados, ya que nuestros ancestros caminaron durante cuatro millones de años”, y también desde la psicológica, pues el uso del coche en la ciudad (subraya Montgomery gracias a estudios que documenta perfectamente) tiene algo de exhibicionismo y de falsa percepción de que así uno es dueño de su tiempo y destino, no como los usuarios del bus, que entregan ambos tesoros al chofer del vehículo. Aparece muy brevemente en ‘Ciudad feliz’ la figura de Henry Ford, fundador del imperio automovilístico que lleva su apellido, un tipo que convenció a sus compatriotas, dice Montgomery, de que la felicidad estaba al final de la carretera. Tanto era así (y esto lo recoge estupendamente Bill Bryson en ‘1927, un verano que cambió el mundo) que cuando los sociólogos Robert y Helen Lynd intentaron retratar a los norteamericanos de aquella década, se sorprendieron de que en todo el país hubiera más coches que bañeras en los hogares. La respuesta a ese enigma de calado higiénico se la dio una mujer: “A la ciudad no puedo ir en bañera”. La mención a Ford parecerá que no tiene nada que ver con una carta semanal, como esta, dedicada a las quisicosas del Eixample, pero en realidad es una excusa estupenda para recomendar la exposición que en el Palau Robert le dedican al anarquista Salvador Seguí y, de paso, refunfuñar un poco. Les pongo en situación.  Ford, como muy bien observó Bryson, nació el mismo año de la batalla de Gettysburg, que se libró con cañones con ruedas de carro, y murió en plena era atómica, vamos, un testigo directo y privilegiado de lo que supuso la industrialización. Presumió siempre de ser el padre de la cadena de montaje, algo discutible, pero si realmente así se quiere considerar, lo único que hizo fue darle la vuelta a lo que en aquella época ya eran los mataderos de ganado, cadenas de desmontaje. Aclarado esto, era un tipo ideológicamente detestable (racista, antisemita, supremacista..), del que algunos dirán que solo era un hombre de su tiempo (bueno, no todo el mundo puede decir que sale mencionado para bien en ‘Mein Kampf’, de Adolf Hitler), pero que en 1914 ya introdujo la jornada de ocho horas en sus fábricas, o sea, cinco años antes de que Seguí y la brutal fuerza de la CNT entonces la lucharan y la ganaran en la morrocotuda huelga de La Canadiense, pero el problema era como concibió esas ocho horas. Los trabajadores de Ford tenían que ser obedientes, no podían hablar en su puesto de trabajo, tampoco tararear, ni silbar. El pago de una nómina jamás debería ser una patente de corso sobre la dignidad de los trabajadores. Ni hace 109 años, ni ahora.